Contexto de descubrimiento y contexto de justificación: explicar y justificar

En la filosofía de la ciencia se suele distinguir entre el contexto de descubrimiento y el contexto de justificación de las teorías científicas. Así, por un lado está la actividad consistente en descubrir o enunciar una teoría que, según opinión generalizada, no es susceptible de un análisis de tipo lógico; lo único que cabe aquí es mostrar cómo se genera y desarrolla el conocimiento científico, lo que constituye una tarea que compete al sociólogo y al historiador de la ciencia.

Pero, por otro lado, está el procedimiento consistente en justificar o validar la teoría, esto es, en confrontarla con los hechos a fin de mostrar su validez; esta última tarea requiere un análisis de tipo lógico (aunque no sólo lógico) y se rige por las reglas del método científico (que, por tanto, no se aplican en el contexto de descubrimiento).

La distinción se puede trasladar también al campo de la argumentación en general, y al de la argumentación jurídica en particular. Así, una cosa es el procedimiento mediante el cual se llega a establecer una premisa o conclusión, y otra cosa el procedimiento que consiste en justificar dicha premisa o conclusión. Si pensamos en el argumento que concluye afirmando: “A los presos del Grapo se les debe alimentar por la fuerza”, podemos trazar la distinción entre los móviles psicológicos, el contexto social, las circunstancias ideológicas, etc., que movieron a un determinado juez a dictar esa resolución y las razones que el órgano en cuestión ha dado para mostrar que su decisión es correcta o aceptable (que está justificada). Decir que el juez tomó esa decisión debido a sus firmes creencias religiosas significa enunciar una razón explicativa; decir que la decisión del juez se basó en determinada interpretación del artículo 15 de la Constitución significa enunciar una razón justificatoria. Los órganos jurisdiccionales o administrativos no tienen, por lo general, que explicar sus decisiones, sino justificarlas.

La distinción entre contexto de descubrimiento y contexto de justificación no coincide con la distinción entre discurso descriptivo y prescriptivo, sino que tanto en relación con uno como con otro contexto, se puede adoptar una actitud descriptiva o prescriptiva. Por ejemplo, se puede describir cuáles son los móviles que llevaron al juez a dictar una resolución en el sentido indicado (lo que significaría explicar su conducta); pero también se puede prescribir o recomendar determinados cambios procesales para evitar que las ideologías de los jueces -o de los jurados- tengan un peso excesivo en las decisiones a tomar (por ejemplo, haciendo que tengan más relevancia otros elementos que forman parte de la decisión, o proponiendo ampliar las causas de recusación de jueces o jurados). Y, por otro lado, se puede describir cómo, de hecho, el juez en cuestión fundamentó su decisión (se basó en el argumento de que, de acuerdo con la Constitución, el valor vida humana debe prevalecer sobre el valor libertad personal); o bien, se puede prescribir o sugerir -lo que exige a su vez una justificación- cómo debiera haber fundamentado el juez su decisión (su fundamentación tenía que haberse basado en otra interpretación de la Constitución, que subordina el valor de la vida humana al valor libertad personal).

En todo caso, la distinción entre contexto de descubrimiento y contexto de justificación nos permite, a su vez, distinguir dos perspectivas de análisis de las argumentaciones. Por un lado está la perspectiva de determinadas ciencias sociales, como la psicología social, que han diseñado diversos modelos para explicar el proceso de toma de decisiones al que se llega, en parte, por medio de argumentos.

En el campo del derecho, uno de esos modelos es el de la información integrada, elaborado por Martín F. Kaplan. Según él, el proceso de toma de decisión de un juez o un jurado es el resultado de la combinación de los valores de información y de impresión inicial. El proceso de decisión comienza con la acumulación de unidades de prueba o información; a ello le sigue el proceso de evaluación en el que a cada ítem informativo se le asigna un valor en una escala específica para el juicio que se está desarrollando; el tercer paso consiste en atribuir un peso a cada información; luego se integra la información evaluada y sopesada en un juicio singular como, por ejemplo, probabilidad de culpabilidad; y, finalmente, se toma en cuenta la impresión inicial, esto es, los prejuicios del juez o del jurado que pueden provenir tanto de condiciones situacionales (por ejemplo, su estado de humor en el momento del juicio), como de condiciones asociadas con su personalidad (por ejemplo, prejuicios raciales o religiosos). El modelo no sólo pretende explicar cómo se decide -y se argumenta- de hecho, sino que sugiere también qué se podría hacer para reducir el peso de los prejuicios (dar un mayor peso a los otros elementos), o bien bajo qué condiciones los juicios con jurado (lo que implica también las argumentaciones de los jurados que conducen a una determinada conclusión) podrían ser tan fiables como los juicios con jueces profesionales.

Por otro lado, está la perspectiva de otras disciplinas que estudian bajo qué condiciones un argumento puede considerarse justificado. Aquí, a su vez, cabría hablar de una justificación formal de los argumentos (cuándo un argumento es formalmente correcto) y de una justificación material (cuándo puede considerarse que un argumento, en un campo determinado, resulta aceptable). Ello permitiría distinguir entre la lógica formal o deductiva, por un lado, y lo que a veces se llama lógica material o informal (en donde se incluirían cosas tales como la tópica o la retórica), por el otro.

La teoría estándar de la argumentación jurídica se sitúa precisamente en esta segunda perspectiva, esto es, en el contexto de justificación de los argumentos y, en general, suele tener pretensiones tanto descriptivas como prescriptivas. Se trata, por tanto, de teorías (como las de Alexy o MacCormick) que pretenden mostrar no únicamente cómo se justifican de hecho las decisiones jurídicas, sino también (y al mismo tiempo, según ellos, ambos planos coinciden en general) cómo se deberían justificar. Parten del hecho de que las decisiones jurídicas deben ser y pueden ser justificadas y, en ese sentido, se oponen tanto al determinismo metodológico (las decisiones jurídicas no necesitan justificación porque proceden de una autoridad legítima y/o son el resultado de simples aplicaciones de normas generales), como al decisionismo metodológico (las decisiones jurídicas no se pueden justificar porque son puros actos de voluntad).

La primera de estas dos posturas parece insostenible, especialmente en el contexto del derecho moderno, en el que la obligación que se establece de motivar -justificar- las decisiones, no sólo contribuye a hacerlas aceptables (y esto resulta especialmente relevante en sociedades pluralistas que no consideran como fuente de legitimidad o de consenso cosas tales como la tradición o la autoridad), sino también a que el derecho pueda cumplir su función de guía de la conducta humana.

Por otro lado, justificar una decisión en un caso difícil significa algo más que efectuar una operación deductiva consistente en extraer una conclusión a partir de premisas normativas y fácticas. Y otro tanto ocurre con la segunda postura, esto es, con la opinión de que los jueces -o los jurados- no justifican (ni podrían justificar propiamente) sus decisiones, sino que las toman de forma irracional -o arracional-, y posteriormente las someten a un proceso de racionalización. Así, algunos representantes del realismo americano (especialmente Frank, 1970) han mantenido, en efecto, que las sentencias judiciales son desarrolladas retrospectivamente desde conclusiones tentativamente formuladas; que no se puede aceptar la tesis que representa al juez “aplicando leyes y principios a los hechos, esto es, tomando alguna regla o principio… como su premisa mayor, empleando los hechos del caso como premisa menor y llegando entonces a su resolución mediante procesos de puro razonamiento”; y que, en definitiva, las decisiones están basadas en los impulsos del juez, el cual extrae esos impulsos no de las leyes y de los principios generales del derecho fundamentalmente, sino sobre todo de factores individuales que son todavía “más importantes que cualquier cosa que pudiera ser descrita como prejuicios políticos, económicos o morales”.

Más adelante volveré a tratar acerca del silogismo judicial, pero la distinción que se acaba de introducir permite mostrar con claridad el error en que incurren estos últimos autores y que no es otro que el de confundir el contexto de descubrimiento y el contexto de justificación. Es imposible que, de hecho, las decisiones se tomen, al menos en parte, como ellos sugieren, es decir, que el proceso mental del juez vaya de la conclusión a las premisas e incluso que la decisión sea, sobre todo, fruto de prejuicios; pero ello no anula la necesidad de justificar la decisión, ni convierte tampoco esta tarea en algo imposible. En otro caso, habría que negar también que se pueda dar el paso de las intuiciones a las teorías científicas o que, por ejemplo, científicos que ocultan ciertos datos que no encajaban bien con sus teorías estén, por ello mismo, privándolas de justificación.

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