En los delitos imprudentes de acción de mera actividad el tipo está constituido por una acción (entendida aquí también conforme al concepto finalista de acción, pero siendo irrelevante para el tipo imprudente el contenido de la finalidad del sujeto) que infringe el deber objetivo de cuidado, y si se trata de delitos imprudentes de acción de resultado, integrará el tipo además de la acción imprudente, el resultado, la relación de causalidad entre ambos (determinada conforme al criterio de la equivalencia de las condiciones) y la imputación objetiva del resultado: que el resultado sea de aquellos que trata de evitar la norma de cuidado infringida.
Por otro lado, al igual que vimos en las lecciones anteriores, también el tipo de los delitos imprudentes puede contener especificaciones en relación con el autor (delitos especiales), el tiempo y lugar de comisión del delito, etc.
A. LA ACCIÓN CONTRARIA AL DEBER OBJETIVO DE CUIDADO
La acción que infringe el cuidado debido es el primer elemento del tipo de los delitos imprudentes. Superada la concepción de la imprudencia como una forma de culpabilidad (mantenida en España todavía, sin embargo, por algunos autores como COBO DEL ROSAL y VIVES ANTÓN), y entendida hoy mayoritariamente como una cuestión de tipo, la constatación del tipo imprudente ha de comenzar por la identificación de la acción típica: la acción descuidada, contraria al cuidado debido, o lo que es lo mismo, la acción que representa un riesgo no permitido de lesionar un bien jurídico. Ello implica ocuparse en primer término de la averiguación de las prohibiciones de actuar descuidadamente que subyacen a los tipos imprudentes de acción. Lo que a su vez nos lleva a indagar sobre las normas de cuidado que rigen las diversas actividades que puede realizar el ser humano.
A.1. El cuidado debido: ¿medida objetiva o subjetiva?
La primera discusión que se plantea la doctrina al tratar este tema es si el cuidado cuya inobservancia implicará incurrir en la prohibición de actuar descuidadamente y que por tanto hará que la acción sea típica, se refiere a un cuidado establecido de manera objetiva, lo que significa admitir que existen unas normas de cuidado iguales para todos los ciudadanos, o sí por el contrario se establece de manera subjetiva, atendiendo a las capacidades de cada cual, de modo que al que puede hacer las cosas de manera más cuidadosa se le exigirá mayor cuidado y se le atribuirá una actuación imprudente si se limita a actuar con el cuidado que se le exige al resto de sujetos, menos capaces.
Algunos autores defienden que el deber de cuidado es un deber que tiene que establecerse atendiendo a las capacidades de cada cual. Esta conclusión viene forzada por las construcciones de las que parten e ilustrada con determinados ejemplos que apoyarían en su opinión la preferencia de tal solución.
Lo cierto es que resulta imposible mantener una medida subjetiva del cuidado. En primer lugar, por la constatación de que determinados riesgos, aun siendo evitables, están permitidos, lo que nos marca ya unos límites generales y objetivos al cuidado debido y, en segundo lugar, porque dejar a la capacidad de cada cual la determinación del cuidado que cada sujeto debe observar conllevaría el caos y la desprotección de los bienes jurídicos, por lo que los autores que defienden un deber subjetivo de cuidado pretenden a la vez evitar que las personas sin capacidad para cumplir con ciertas normas de cuidado establecidas objetivamente queden impunes. Para ello amplían su concepto de imprudencia y afirman la misma, a pesar de la inevitabilidad individual, mediante el concepto de la imprudencia por asunción o por lo emprendido, lo que supone de nuevo introducir criterios generales, objetivos, para determinar el cuidado debido.
Este proceder, que adelanta la conducta imprudente a un momento previo en el que todavía le era posible al sujeto evitar su futuro estado de inevitabilidad, conlleva, además de la contradicción intrasistemática señalada, una equiparación inadecuada a efectos de conducta típica de acciones con peligrosidades diferentes, como ocurre con todos los intentos de adelantar la imprudencia a un momento previo, más lejano del resultado y condicionado por la posibilidad de acontecimientos futuros. Y el límite a esa anticipación de nuevo tendrá que ser establecido por criterios objetivos.
Los partidarios de un deber subjetivo de cuidado tienen en común llegar desde diferentes caminos a un concepto de imprudencia como evitabilidad individual, y por tanto lo injusto imprudente ya no se corresponde con la infracción de normas de conducta generales.
Así, como vimos, los defensores de la imputación objetiva de la conducta construían un tipo objetivo común para el delito doloso y el imprudente, desligado de la norma de determinación, a modo de filtro previo cuya función es determinar si una conducta tiene el «significado social» de matar, lesionar, etc. Entre ellos también hay diferencias, pues algunos construyen el tipo objetivo desde el concepto de lesividad y por tanto caben en el mismo incluso conductas no desvaloradas, pues se trata de riesgos permitidos (con lo que no llega a entenderse la función de dicho tipo objetivo), y otros lo limitan ya por la previsibilidad objetiva y por el riesgo permitido, pero todos ellos superponen después, pero todavía en lo injusto, un «tipo subjetivo» que se dice se basa en la evitabilidad personal (siendo las dos formas de evitabilidad el dolo y la imprudencia), aunque en realidad tal evitabilidad se amplía y se limita normativamente mediante criterios que nada tienen que ver con lo personalmente evitable.
El tipo objetivo pasa a ser una mera descripción de conductas ajena al fundamento de la imprudencia y el tipo subjetivo opera sobre él para decirnos si la conducta subsumible en el tipo objetivo se puede achacar a la falta de motivación adecuada.
Las construcciones que acabo de comentar parten de un concepto de injusto como infracción de la vigencia de la norma, donde el concepto de infracción consiste en un proceso de imputación en el que se indaga acerca de si el comportamiento del autor expresa un no reconocimiento personal de la norma, o fórmulas similares, que hacen depender lo injusto no solo de la contradicción objetiva entre el comportamiento y el contenido de la norma, como defendemos en este Curso, sino de expresiones o faltas personales en relación con la misma.
Ello conlleva la inexistencia de normas generales y que la categoría de lo injusto no pueda cumplir la función que aquí le asignamos de informar sobre lo prohibido con carácter general y sobre las valoraciones que subyacen a esas normas y de contribuir de esta manera al fin preventivo general positivo de la pena.Y es que finalmente estas posturas responden a distinciones entre las categorías de lo injusto y la culpabilidad que eliminan las funciones de cada una de ellas —llegando a defenderse que la distinción de las categorías es meramente didáctica (JAKOBS) o que debería eliminarse (LESCH)—.
Pero además, tampoco es cierto que se llegue a soluciones más justas en los ejemplos que se proponen. En los ejs. 11.4 y 11.5 hemos planteado dos diferentes variantes para destacar que en la primera el resultado de lesiones es causado por la intervención del médico, mientras que en la segunda el resultado es causado por la enfermedad, pero la intervención del médico podría haberlo evitado. Y es que lo primero que hay que analizar al resolverlos es si estamos indagando sobre la posible responsabilidad por la causación de un resultado o por la no evitación del mismo, pues en muchas ocasiones los delitos imprudentes de acción se han confundido con delitos de omisión. La expresión «infracción del deber de cuidado» ha llevado a la frecuente confusión de castigar como delito imprudente de acción no la realización de una acción descuidada que causa un resultado, sino la no realización de una acción cuidadosa que hubiera podido evitar un resultado. Pero en realidad en los delitos de acción imprudentes lo que se castiga es la realización de una conducta imprudente que ha causado un resultado y no la no evitación (por imprudencia) de un resultado, fenómenos estos que pertenecen al ámbito de los delitos de omisión.
Lo segundo que hay que dejar claro es la necesidad de distinguir los conocimientos especiales de las capacidades especiales. Los conocimientos especiales del autor sobre los datos de la realidad en la que va a actuar se tienen siempre en cuenta a la hora de diseñar la conducta correcta, porque sirven para identificar la situación sobre la que diseñarla, como explicaremos infra. Como veremos, todos los datos, conocidos o que se debieran haber conocido, que definan esa situación, en ese momento, deben ser tenidos en cuenta para conformar la misma como primer paso para decidir la norma que le es aplicable. Cosa distinta es el tema de las capacidades especiales (alguien corre más rápido, nada mejor, es más fuerte, más hábil con las manos, aguanta más tiempo la respiración…). Estas ya no tienen como función identificar la situación en la que se actúa con el fin de diseñar la norma y, por ello, allí donde está permitido realizar la actividad sin esas capacidades especiales, la conducta realizada sin utilizarlas no puede ser contraria a la norma.
Pero al descartar la inclusión de las facultades especiales para establecer el límite entre el riesgo permitido y el no permitido solo hemos descartado la comisión de un delito de acción imprudente, de modo que todavía deberemos analizar si el sujeto pudo cometer otra clase de delitos. Una vez que se ha dejado claro que lo injusto del delito imprudente de acción no consiste en una omisión del cuidado debido sino en la infracción de una prohibición de realizar una acción descuidada (peligrosa no permitida), es perfectamente posible que quien no ha realizado una acción peligrosa no permitida estuviera, sin embargo, obligado por su posición de garante a realizar una acción salvadora que conscientemente dejó de realizar, y también es posible que lo esté por deberes genéricos de solidaridad de los que dan lugar a los delitos de omisión pura.
Así, volviendo al ejemplo del cirujano (ej. 11.4): en este caso estamos en el ámbito de los delitos de acción, ya que analizamos una intervención del cirujano que fue causa de las lesiones. Si el cirujano previó que su forma de realizar la operación de estética, su acción de intervención en el cuerpo del paciente, causaría las lesiones y que tenía posibilidad de evitarlas realizando la intervención de otra manera, utilizando su capacidad excepcional, pero decidió seguir adelante con su acción potencialmente lesiva (contando con la posibilidad de ese resultado), entonces el cirujano responderá por un delito de lesiones dolosas por acción. En cambio si el sujeto no previo que la técnica utilizada causaría unas lesiones, o confió en que bastaría para poder evitarlas, no podemos condenarle por imprudencia, porque la técnica o la forma de realizar la actividad que la mayoría de los médicos de esa especialidad son capaces de realizar se consideraba una conducta peligrosa permitida.
En cambio en el ej. 11.5 de lo que se trata es de que el cirujano no causó con su actuar las lesiones, sino que no evitó la muerte del paciente, que sí habría evitado si hubiese realizado la intervención quirúrgica conforme a su especial habilidad.
Estamos por tanto en el ámbito de la omisión. Si el cirujano previó este resultado cuando decidió no operar de aquella manera, responderá por un delito de homicidio doloso en comisión por omisión. En cambio si no existe dolo en la omisión del cirujano no podremos castigarle por homicidio imprudente en comisión por omisión, pues también en la omisión imprudente el deber de cuidado se establece de manera objetiva, lo que significa que el sujeto solo estará obligado a realizar la acción tendente a evitar el resultado con el mismo cuidado que se le exigiría a cualquier otro médico no especialmente capacitado.
Por todo lo dicho, en este Curso vamos a seguir la idea, por otro lado mayoritaria, de que las normas que subyacen a los delitos imprudentes de acción prohíben realizar conductas descuidadas, donde qué es lo descuidado se establece conforme a criterios generales, objetivos, iguales para todos los ciudadanos. Es decir, la acción descuidada, la acción típica, es aquella que infringe un deber objetivo de cuidado. El análisis posterior de si un sujeto tenía o no capacidad para abstenerse de realizar esa conducta prohibida, la conducta descuidada, se realizará en el ámbito de la culpabilidad.
A.2. La determinación del cuidado objetivamente debido (I)
A.2.1. El diseño de la prohibición de actuar descuidadamente
La acción típica es la acción contraria al contenido de la norma de determinación, que en los delitos de acción imprudentes tiene la forma de una prohibición general de actuar de determinada manera: descuidadamente, fuera del riesgo permitido.
La norma subyacente al tipo imprudente no prohíbe cualquier acción peligrosa sino solo las que representan los peligros más graves y que no sean necesarios para la utilización racional de los bienes jurídicos.
Qué riesgo es razonable correr para poder disfrutar de la utilización del bien jurídico y cuál deja de serlo se decide en una ponderación de intereses que pone en un lado de la balanza el peligro que esa conducta supone para el bien y en el otro la utilidad que la misma comporta. El riesgo prohibido no se establece, por ello, conforme a una determinada magnitud, por ejemplo estableciendo que toda conducta que presente tal grado de probabilidad de lesión del bien queda prohibida. La clase de riesgo prohibido se determina por la previsibilidad ex ante de que la conducta dé lugar a determinado curso causal no deseado.
El riesgo no permitido se encuentra en numerosas ocasiones reglamentado en la normativa extrapenal, donde ya se ha plasmado la ponderación de intereses realizada por el ordenamiento, como por ejemplo en determinada legislación administrativa o en la lex artis que regula numerosas profesiones.
Ello no significa, sin embargo, que la mera infracción de dicha normativa extra penal suponga la realización de la acción típica. Como vimos en la lección 2, entre el ilícito penal y el ilícito administrativo hay una diferencia cuantitativa, de gravedad de lo injusto, que se traduce exigiendo el tipo penal que la conducta descuidada presente gravedad suficiente (atendiendo al grado de peligrosidad de la conducta, la importancia de la norma infringida, el valor del bien jurídico amenazado, la separación entre las cautelas ordenadas a quien realiza esa actividad y la forma como el sujeto llevó a cabo su acción…).
Además, al contrario de lo que suele suceder con las infracciones administrativas, los delitos imprudentes por lo general exigen la producción de un resultado típico, lo que conlleva la necesidad de constatar la relación de causalidad y la imputación objetiva. Son muy escasos los delitos imprudentes de mera actividad.
Sin embargo, hay actividades que no se encuentran reguladas y situaciones particulares dentro de las actividades sí reguladas para las que no está previsto expresamente el cuidado que se debe tener al realizarlas. En tales casos, la prohibición de actuar de manera descuidada deberá ser hallada por el juez. Por ello comentábamos en la lección 2, al hablar del principio de legalidad, que los delitos imprudentes son un campo especialmente propicio para la inseguridad jurídica.
Para determinar el cuidado debido en estas actividades o situaciones no reguladas y poder decidir así si la conducta infringió una prohibición de actuar descuidadamente, se ha manejado el criterio del «hombre prudente», con diversas denominaciones (por ejemplo, se habla también del criterio de la «persona inteligente y sensata de la misma profesión o círculo social del autor» o variantes similares). Así, se dice que es imprudente la acción de la que se abstendría una persona inteligente y sensata. En realidad con estas expresiones no se hace referencia a un hombre medio. El cuidado debido se establece con un criterio normativo, no fáctico. El criterio del hombre inteligente y sensato, no debe entenderse sino como una metáfora o resumen de las exigencias del ordenamiento. Como el resultado de la ponderación de la que hablamos antes y que se realiza como vamos a ver acontinuación.
A.2.2. La previsibilidad objetiva: La identificación de la situación en la que se actúa y de los riesgos que presenta la conducta
En un primer paso se debe identificar la situación en la que va a actuar el sujeto y los riesgos que representa su acción de la manera en que él ha decidido realizarla. Para ello se realiza un juicio de previsibilidad objetiva: una persona inteligente colocada en la posición del autor en el momento del comienzo de la acción y teniendo en cuenta todas las circunstancias del caso concreto cognoscibles por esa persona inteligente —lo que incluye todos los conocimientos que el ordenamiento jurídico exige a una persona que llega a realizar esa actividad y que hubiera tenido que adquirir previamente—, más las conocidas por el autor (saber ontológico) y la experiencia común de la época sobre los cursos causales (saber nomológico), realizará un pronóstico de las posibles consecuencias de la acción. En ese momento, a la vista de esos posibles riesgos y de la utilidad de la acción, se realiza una ponderación de los intereses en juego de la que surge la decisión final sobre la permisión o prohibición de la conducta tal y como se ha proyectado.
En contra de la opinión que aquí defendemos, JAKOBS y otros autores limitan los conocimientos a tener en cuenta en el juicio de previsibilidad objetiva a los propios del rol del sujeto. Esta construcción ha sido muy criticada por los resultados inaceptables de impunidad a los que lleva en algunos supuestos.
Una gran parte de la doctrina entiende que una vez realizado el juicio de previsibilidad objetiva y ya antes de realizar ponderación alguna, deben considerarse atípicas (no imprudentes) las conductas que representen una muy escasa peligrosidad: aquellas en las que el resultado lesivo aparezca como una consecuencia absolutamente improbable. Esta conclusión se defiende con el argumento de que no sería legítimo limitar tanto la libertad de acción. Sin embargo, aquí entendemos que la medida del riesgo permitido no se puede indicar de modo general mediante un porcentaje o grado de probabilidad, porque el grado de peligro admisible para cada actividad dependerá precisamente de la utilidad de cada acción en cada caso concreto. Una actividad que presente una utilidad social nula y solo peligrosidad puede aparecer como prohibida por pequeña que sea esa peligrosidad, pues la misma no es compensada con nada en la ponderación de intereses.
El comenzar la determinación de la norma de cuidado por el criterio de la previsibilidad objetiva, pero entendida esta como un determinado grado de probabilidad, es una herencia de la teoría de la adecuación (o de la causalidad adecuada —véase lección 7—) que ya no resulta necesaria (en el mismo sentido WOLTER).
A.2.3. La ponderación de intereses
En relación con el segundo momento en la averiguación de la norma, la realización de la ponderación desde la que se decide la permisión o prohibición de un riesgo, no se pueden dar en abstracto más que pautas generales, dado que habrá que analizar el valor que se otorgue a la conducta en su configuración concreta y los concretos riesgos que representa en cada caso, así como la posibilidad o conveniencia de modificarla mediante la exigencia de cautelas que a la vez limitan el riesgo y el ejercicio de la actividad.
El juez debe guiarse en todo caso por las valoraciones del ordenamiento jurídico. Pero en principio la conducta aparecerá como descuidada y prohibida si era posible limitar los riesgos que todavía presenta de llegar al resultado a través de determinados cursos causales mediante la adopción de cautelas que, evitando la interacción con esos posibles factores, no limitaban en exceso el ejercicio de la actividad. Por el contrario, la conducta puede aparecer como permitida si el limitar los riesgos que todavía supone se considera limitar excesivamente el valor o la utilidad preferente que la actividad presenta, o si esos límites parece más conveniente trasladarlos a terceras personas para garantizar la utilidad o valor de la conducta.
Esto es lo que hace que un riesgo no permitido no se defina por un determinado grado de probabilidad del resultado, sino por el concreto camino causal que amenaza y, por ello, la posibilidad concreta de interacción con un factor puede considerarse no permitida si, a pesar de ser escasa, su evitación mediante la adopción de una determinada cautela era muy fácil y no limitaba en exceso la actividad. Ello haría que la ponderación de intereses considerase un riesgo no permitido la actuación sin la cautela. En cambio la interacción posible de la misma conducta con otro factor diferente, quizás más probable, puede considerarse un riesgo permitido si el coste de eliminarlo o reducirlo es mucho más elevado y la realización de la conducta sigue apareciendo como preferible a su excesiva limitación.
Es necesario tener esto en cuenta para poder analizar con posterioridad de manera correcta el fin de protección de la norma, pues la permisión de determinados riesgos —de la interacción con factores concretos contra la que deliberadamente no se establecen cautelas para no limitar excesivamente la actividad valorada— los dejará fuera del fin de la norma.
A raíz de este último ejemplo conviene detenerse en otro criterio manejado por la doctrina: el principio de confianza. Este principio establece la no necesidad de prever la infracción del cuidado debido por otras personas, salvo que existan circunstancias en el caso concreto que lleven a pensar lo contrario: En este Curso vamos a entender que dicho principio se utiliza como complemento para determinar el cuidado debido en aquellas actividades o situaciones en las que no se encuentra ya expresamente regulado, y además no es sino parte de la ponderación de intereses que venimos explicando. Cualquier factor previsible que pueda interactuar con la conducta anudando un curso causal hacia el resultado, incluidas las posibles conductas incorrectas de terceros o de la propia víctima, debe ser analizado conforme a la ponderación de intereses comentada. Lo que ocurre es que por lo general la posibilidad abstracta de interacción con conductas de tercero o de la propia víctima se considera un riesgo permitido, puesto que, en primer lugar, tomar las cautelas destinadas a evitarlas cuando solo son posibilidades abstractas disminuiría gravemente el ejercicio y con ello la utilidad de cualquier actividad, y, en segundo lugar, el ordenamiento dispone en estos casos de la posibilidad de cargar con las cautelas dirigidas a la evitación a esos terceros. Por ello, la regla es que uno no tiene que estar constantemente adaptando su conducta a la posibilidad abstracta de que los demás no cumplan con las normas de cuidado.
Como veíamos en el ej. 11.12, los conductores no tienen que disminuir su velocidad cada vez que vean a un peatón acercarse a la calzada por si acaso se le ocurre invadir de pronto la vía por un lugar no autorizado o estando en rojo el semáforo para los peatones. Tal posibilidad abstracta es un riesgo permitido para el conductor, y su conducción a la velocidad generalmente permitida, sin disminuirla para poder evitar esa contingencia, es una conducta atípica, no se considera imprudente.
La respuesta a estos casos está por tanto en primer lugar en la ponderación, pues no dejan de ser supuestos de evaluación y permisión de riesgos. Pero por ello mismo existen excepciones al principio de confianza. Se trata de los casos en que la infracción del cuidado por parte de otro ya no es un riesgo abstracto sino que existen determinados indicios de la misma que la convierten en una más alta probabilidad, y los casos en que el ordenamiento decide que no puede trasladar las cautelas de evitación a la propia víctima potencial o a un tercero, bien porque serían incapaces de cumplirlas o porque ello supondría someterles a una carga excesiva. En esos casos el ordenamiento de nuevo refuerza el deber de cuidado exigiendo unas cautelas adicionales para evitar la interacción de la propia conducta con actuaciones descuidadas de otros, y en caso de realizar la actividad sin esas cautelas se infringe la prohibición de actuar descuidadamente, se realiza la acción típica:
El ejemplo propuesto es un caso de regulación expresa que demuestra cómo el ordenamiento tiene ya en cuenta en la ponderación de intereses la mayor probabilidad de infracción del cuidado por otro y la imposibilidad de trasladarle la cautela. En las actividades o situaciones en las que el cuidado no está expresamente regulado deberá averiguarse de la misma manera en aplicación de los límites al principio de confianza.
El principio de confianza se aplica también a las actividades realizadas en equipo. Cada miembro del equipo tiene que cumplir su tarea conforme al cuidado debido y salvo indicios que hagan cambiar la situación y por tanto la norma de cuidado aplicable, la regla es que no es preciso adaptar la conducta propia a la posibilidad meramente abstracta de que otro miembro del equipo incumpla las normas de cuidado.
A.3. La identificación de la conducta típica de entre aquellas que infringen el cuidado debido
Tradicionalmente los autores finalistas defendieron que cualquier conducta que no responde al cuidado objetivamente debido y contribuye causalmente a la producción del resultado (concurriendo los demás elemento del tipo) debía considerarse una acción típica de autoría del delito imprudente en cuestión (WELZEL, CEREZO).
Sin embargo, gran parte de la doctrina se aparta hoy en día de dicha idea y estima, por el contrario, que con la identificación de una conducta contraria a una norma de cuidado que tiene como fin evitar un determinado resultado no hemos finalizado la tarea de concretar la conducta típica de un concreto delito de resultado.
La doctrina ha elegido dos vías diferentes para solucionar los ejemplos de los que vamos a ocuparnos a continuación e identificar la conducta típica de entre aquellas que suponen riesgos no permitidos: la imputación objetiva, a través de las figuras de la prohibición de regreso y de la imputación a la víctima, u otros argumentos (JAKOBS, REYES, CANCIO), por un lado, y la distinción entre conductas imprudentes de autoría y conductas imprudentes de participación por otro (RENZIKOWSKI, FEIJOO, SÁNCHEZ LAZARO, LUZÓN PEÑA, Roso CAÑADILLAS).
Posteriormente se discute además, en la Ciencia del Derecho penal española, si las conductas identificadas como de mera «participación» imprudente serían punibles en nuestro Código penal.
Las primeras soluciones —por la vía de idear criterios de imputación objetiva—, no nos parecen correctas y en la mayoría de los casos son innecesarias, por diversos motivos. Por ejemplo, muchos de los supuestos que se solucionan mediante el criterio de la prohibición de regreso son solo un problema de distinción entre riesgo permitido o no permitido, solucionable mediante la ponderación de intereses; o, por ejemplo, otro criterio que se propone, el principio de autorresponsabilidad, que sustenta al de imputación a la víctima, también debe ser tenido en cuenta dentro la ponderación, pero es erróneo tomarlo como solución que sustituya a la realización de aquella, pues el ordenamiento en ocasiones limita la libertad de actuar imponiendo prohibiciones de conductas que puedan interactuar incluso con posibles actuaciones de una víctima responsable. Por ello el criterio de solución no debe ser uno que cuestione la legitimidad de unas prohibiciones cuya existencia se admite, sino uno que, como mucho, las destaque como atípicas en relación al delito imprudente de resultado, aunque las conductas sigan prohibidas por otros sectores del ordenamiento, es decir, un criterio que las defina bien como autoría típica o bien como «participación» atípica.
La mayoría de los autores que pretenden reducir la conducta típica por la otra vía anunciada: la de la distinción autoría/ participación parten de la idea, que aquí hemos rechazado, de un único e idéntico tipo objetivo para el delito doloso y para el delito imprudente, o han mantenido criterios de distinción que no parecen suficientes.
En este Curso, aunque no compartimos las soluciones propuestas, sí estimamos correcta la idea de la que parten estos autores y pensamos que hay muy diversas prohibiciones cuyo fin es contribuir a la evitación de un mismo resultado lesivo, pero no pueden equipararse como injustos típicos del correspondiente delito de resultado las infracciones de normas diversas, con distinta lejanía a la lesión del bien jurídico y que suponen por tanto muy diversos grados de peligrosidad para el mismo.
La solución estaría en distinguir aquellas normas antepuestas cuya finalidad es evitar que se cause un determinado resultado pero solo a través de la evitación de favorecer imprudencias de otros. Estas normas no serían las subyacentes al delito de resultado y por tanto la conducta que las infringe no es la acción típica. Frente a las mismas existen otras prohibiciones cuya infracción causa directamente el resultado sin que la posibilidad del mismo aparezca condicionada a infracciones de cuidado posteriores de otro sobre el mismo riesgo. Estas son las prohibiciones subyacentes a los tipos de resultado y solo su infracción es la conducta típica.
A.4. ¿Existe un tipo subjetivo en el delito imprudente?
Una parte de la doctrina finalista (STRUENSEE, ZIELINSKI, CUELLO CONTRERAS, SERRANO GONZÁLEZ DE MURILLO, SANCINETTI), aun aceptando que el deber de cuidado es objetivo, en la medida en que se establece de manera general para todos los ciudadanos, estima que el delito imprudente contiene no solo elementos objetivos, sino también un tipo subjetivo (en sentido estricto), consistente en el conocimiento de los elementos del propio actuar sobre los que el legislador decide la peligrosidad no permitida de la conducta o, dicho de otra manera, el tipo subjetivo del delito imprudente consistiría en el conocimiento de la situación de riesgo, en la conciencia de que concurren los elementos sobre los que el legislador ha realizado el juicio de riesgo no permitido.
Llegan a esta construcción combinando las presuntas exigencias de la norma de determinación con el concepto finalista de acción, con el argumento de que solo quien conoce las características de su acción puede evitarla y de que las prohibiciones de actuar solo pueden tener por objeto acciones finales. Su construcción conlleva la impunidad de quien en el momento de actuar no fue consciente de las características de su conducta. Para evitarlo, sus defensores se ven obligados a adelantar en tales casos el momento relevante para lo injusto a un momento previo en el que el sujeto sí era consciente de lo que estaba haciendo, pero que en realidad supone una peligrosidad menor para el bien jurídico.
Con todo esto las personas despistadas o atolondradas o poco responsables siempre cometerían injustos menores y deberían ser castigadas con menor pena, o incluso quedar impunes, lo que no parece lógico ni resulta comprensible para el resto de los ciudadanos. Por todo lo dicho, y en especial por no compartir las premisas de las que parten estos autores —las presuntas exigencias de la norma de determinación y del concepto finalista de acción—, aquí defendemos que el delito imprudente carece de tipo subjetivo.
B. EL RESULTADO TÍPICO, LA RELACIÓN DE CAUSALIDAD Y LA IMPUTACIÓN OBJETIVA DEL RESULTADO
Al tipo de los delitos imprudentes de acción de resultado pertenece también el resultado típico, la relación de causalidad entre la acción y el resultado (establecida conforme a la teoría de la equivalencia de las condiciones) y la imputación objetiva del resultado.
La doctrina ha manejado diversos criterios de imputación del resultado.
Desde la multiplicidad de principios ideados por aquellas construcciones que llevan todas las cuestiones de delimitación del tipo a un problema de imputación del resultado (ROXIN) y cuyo principal error radica precisamente en no haber distinguido el problema previo de identificación de la conducta típica, hasta la invención de criterios que parecen destinados a conseguir una imputación cuando se carece de los conocimientos ontológicos y nomológicos necesarios para lograrla.Aquí vamos a estudiar los criterios más compartidos y de relevancia especial en el ámbito del delito imprudente.
B.1. El criterio del fin de protección de la norma
El único criterio necesario para determinar la imputación del resultado es el del «fin de protección de la norma» desarrollado por GIMBERNAT y admitido hoy de forma mayoritaria. Según este criterio, el resultado debe ser precisamente uno de aquellos que trataba de evitar la norma infringida.
Como ya explicamos, el deber de cuidado impone a quien quiere realizar una actividad el tomar determinadas cautelas para evitar la interacción con algunos factores causales que lleven al resultado. De ahí surge la prohibición de realizar la acción sin tales cautelas. Pero el deber de cuidado no se extiende a la prohibición de cualquier riesgo, hay riesgos frente a los cuales no se prohíbe actuar sin tomar cautelas para evitarlos, porque ello restringiría en exceso la actividad que se considera útil. La posible interacción con esos factores frente a los que el cuidado debido no ordena tomar cautelas se considera pues un riesgo permitido. Ello nos lleva a decir que la norma que subyace al delito imprudente tiene la finalidad exclusivamente de evitar llegar al resultado mediante la interacción con aquellos factores frente a los que las normas de cuidado obligaban a tomar cautelas, pero no a través de aquellos otros cuya aparición se considera un riesgo permitido. Los resultados causados por la interacción con tales factores serán resultados excluidos del fin o ámbito de protección de la norma.
Así, volviendo al ej. 11.17, no está prohibido conducir de manera que se pueda atropellar a un suicida que salta de repente a la calzada, pues ello obligaría a disminuir tanto la velocidad y a poner tal atención ante la proximidad de peatones a la vía que la conducción resultaría inútil. Las normas de cuidado que rigen la conducción, como por ejemplo los límites de velocidad, no están dirigidas a evitar las muertes o lesiones de suicidas que saltan de pronto a la calzada. El atropello de un suicida, aun cuando el conductor infringiera gravemente los límites de velocidad, queda por tanto fuera del ámbito de protección de la prohibición de conducir sin observar el cuidado debido, ya que esta no está pensada para evitar tales resultados.
Y ello es así porque el desvalor del resultado ha de ser un reflejo del desvalor de acción. Ha de servir para reforzar en el juicio de los ciudadanos el valor del bien jurídico y el desvalor de la concreta forma de lesión del mismo que el ordenamiento no tolera, y en cuya virtud se dictó la norma, frente a otras formas de lesión que en cambio se consideran resultado de la preferencia del ordenamiento por la libertad de realización de la conducta (son resultado del riesgo permitido que acompaña a la conducta prohibida).
B.2. El comportamiento alternativo conforme a Derecho
De acuerdo con otro criterio manejado con frecuencia por la doctrina, el resultado no será imputable si no puede probarse con una probabilidad rayana en la certeza que el mismo no se hubiera producido con el comportamiento alternativo correcto. En realidad este no es un criterio de solución por sí mismo, y cuando se utiliza como tal puede llevar a soluciones falsas y engañosas. Por tanto, debe entenderse solo como un medio auxiliar, que sirve para averiguar el fin de protección de la norma, verdadero criterio de solución.
El comportamiento hipotético correcto no tiene relevancia por sí mismo, sino solo en cuanto pueda demostrar la eficacia de la norma infringida para la evitación del curso causal concreto. Si se maneja como criterio de solución independiente encuentra graves problemas en los ámbitos en los que se reconoce un margen de riesgo permitido y en los supuestos de «riesgos en reserva»:
B.3. El criterio del incremento del riesgo
Este criterio, cuya formulación actual se debe a ROXIN, se utiliza para los casos dudosos en los que no se sabe si el curso causal que produjo el resultado es de aquellos que podía y quería evitar la cautela infringida, a pesar de lo cual se decide la imputación si, pese a laimposibilidad de comprobación ex post, se estima que la cautela habría podido disminuir la probabilidad del curso causal dado. Para comprobarlo se compara la conducta infractora del cuidado con la conducta correcta y si la primera ha aumentado, según todos los datos conocidos ex post, la probabilidad del resultado, este se imputa y, de lo contrario, no.
El problema de esta teoría es que se olvida de que las normas de cuidado subyacentes a los delitos de resultado no tienen como fin disminuir porcentualmente grados de peligrosidad, sino evitar la causación de resultados a través del control de posibles interacciones con concretos factores causales. Por lo tanto, la fundamentación de la imputación del resultado en el incremento porcentual del riesgo concreto carece de base pues no guarda relación alguna con el fin de las normas subyacentes a los tipos imprudentes de resultado.
Así en el Ej. 11.21 lo que sucede es que no sabemos si las muertes de los trabajadores se han producido por los bacilos más débiles que el desinfectante hubiera eliminado o por los resistentes frente a los cuales la prohibición de repartir pelos de cabra sin desinfectarlos previamente no podía proteger. Si no sabemos si el resultado concreto estaba dentro o fuera del fin de protección de la norma no podemos imputarlo (in dubio pro reo [ante la duda, a favor del reo]).
Si la cautela infringida solo tiene como fin disminuir porcentualmente un riesgo, solo se podrá imputar un aumento de riesgo, pero no un resultado. De lo contrario se está convirtiendo un injusto consistente en la creación de un peligro (que es lo único que se ha podido probar) en un delito de resultado, y todo ello en perjuicio del reo. Si se considera que la imprudencia es grave y que la norma necesita el refuerzo de un castigo para su cumplimiento, se debe recomendar el castigo de la mera peligrosidad de la conducta tipificando un delito de peligro, pero no se puede convertir una conducta peligrosa en delito de resultado consumado.
C. CLASES DE IMPRUDENCIA
Nuestro Código penal distinguía, hasta la reciente reforma operada por LO 1/2015, de 30 de marzo, entre imprudencia grave e imprudencia leve, pero no daba criterios para determinar la levedad o gravedad, sino que fueron la doctrina y la jurisprudencia las encargadas de dar contenido a estos conceptos.
Tras la reforma, la categoría de la imprudencia leve ha desaparecido del Código penal, y se ha sustituido por la de imprudencia menos grave. En principio parece que los términos menos grave y leve no son sinónimos. Pero la cuestión es problemática, pues con anterioridad no existía un espacio entre la imprudencia grave y la leve. Podríamos interpretar, por tanto, que la anterior categoría de «leve» abarcaba todo lo no grave, excepto la imprudencia levísima, y que, por lo tanto, algunas de las conductas calificadas antes como imprudencias leves podrían subsumirse en la actual calificación de menos graves mientras que otras, verdaderamente leves, se habrían despenalizado.
El apartado XXXI del preámbulo de la LO 1/2015 afirma que las anteriores faltas de homicidio y lesiones por imprudencia leve deben ser reconducidas «hacia la vía jurisdiccional civil, de modo que sólo serán constitutivos de delito el homicidio y las lesiones graves por imprudencia grave (apartado 1 del artículo 142 y apartado 1 del artículo 152), así como el delito de homicidio y lesiones graves por imprudencia menos grave, que entrarán a formar parte del catálogo de delitos leves (apartado 2 del artículo 142 y apartado 2 del artículo 152 del Código Penal). Se recoge así una modulación de la imprudencia delictiva entre grave y menos grave, lo que dará lugar a una mejor graduación de la responsabilidad penal en función de la conducta merecedora de reproche, pero al mismo tiempo permitirá reconocer supuestos de imprudencia leve que deben quedar Juera del Código Penal». Olvida en este discurso el legislador que si antes la imprudencia se clasificaba en grave y leve, de alguna de las dos categorías tiene que salir la actual de menos grave, y puesto que la categoría de grave no se ha modificado, queda claro que no toda imprudencia leve se lleva a la jurisdicción civil, sino que de ella se ha sacado una parte calificada ahora de menos grave y considerada delito. Habrá que estar a la evolución jurisprudencial para saber qué conductas deban entenderse a partir de ahora como imprudentes menos graves.
Esta distinción entre imprudencia grave y menos grave hace referencia a la magnitud de injusto. Para determinar la gravedad de la imprudencia hay que atender a la peligrosidad de la conducta, la relevancia de la norma infringida y el grado de desviación entre la conducta realizada y el cuidado objetivamente debido.
El Código penal utiliza también el concepto de «imprudencia profesional», que conlleva la previsión de una pena accesoria de inhabilitación para realizar la profesión correspondiente, en cuyo ejercicio se ha actuado de manera imprudente:
El concepto de imprudencia profesional debe limitarse a la infracción de las normas que rigen una determinada profesión. De esta manera tiene sentido que se prive de la posibilidad de ejercer la profesión a quien no la realiza correctamente.
La imprudencia también se puede clasificar en consciente e inconsciente. La imprudencia consciente sería aquella en la que el sujeto ha previsto la posibilidad de realizar el resultado pero confía en que podrá evitarlo. Ya estudiamos la importancia de esta figura al tratar su diferenciación del dolo eventual. En cambio en la imprudencia inconsciente el sujeto no ha previsto siquiera la posibilidad del resultado. La distinción entre imprudencia consciente e inconsciente no afecta a la magnitud de lo injusto, sino que tendrá relevancia, en su caso, únicamente en el ámbito de la culpabilidad. Una imprudencia inconsciente puede ser sumamente grave desde el punto de vista de lo injusto.