Arbitrium Boni Viri
El arbitrium boni viri o arbitrio de equidad es la decisión que adopta un tercero ajeno a la relación contractual, mediante la cual determina algún elemento esencial o accidental del contrato, cumpliendo así con el encargo o atribución que las propias partes contratantes le confirieron con ese fin.
En estas condiciones, el tercero no actúa como árbitro, en el sentido que él no decide un litigio entre las partes, sencillamente porque este litigio no existe, sino que se limita a completar la relación contractual
– De la Puente y Lavalle, Manuel. El Contrato en general. Comentarios a la Sección Primera del Libro VII del Código Civil, tomo II, p. 87
Por tal motivo, el tercero no es propiamente un árbitro sino un arbitrador, su rol no es el de un juez porque no actúa para dirimir una controversia; por el contrario, es el que aporta el elemento faltante para consumar el acuerdo de voluntades o viabilizar su ejecución.
Así, por ejemplo, será un arbitrio de equidad la decisión encargada por dos contratantes a un tercero mediante la cual éste determine el plazo dentro del cual el vendedor deberá entregar al comprador el automóvil usado que le vendió. Como se aprecia, no media entre comprador y vendedor controversia alguna. Antes bien, ambos contratantes se valen del arbitrio del tercero para hacer posible un acuerdo de voluntades que de otro modo no se habría logrado o se habría conseguido a un costo diferente.
La decisión del tercero no puede ser arbitraria, caprichosa o antojadiza.
La decisión boni viri debe basarse en un criterio de equidad. Como afirma Roppo,
la determinación según apreciación equitativa es aquélla por la cual el tercero debe determinarse mediante el equilibrado y racional empleo de criterios objetivos, teniendo en cuenta las circunstancias relevantes que específicamente caracterizan el caso concreto
– Roppo, Vincenzo. El Contrato, p. 534.
Consiguientemente, si bien se espera que el arbitrador de equidad proceda según las reglas de la buena fe y de acuerdo a su sentido de justicia, también se quiere que actúe del modo más objetivo posible, de forma que no se aparte del criterio estándar o generalmente aceptado para situaciones similares o equivalentes.
El arbitrium boni viri se diferencia del arbitrium merum o mero arbitrio en que la decisión del tercero en este último caso es discrecional, sin que por ello tal decisión pueda ser de mala fe o sobrepasar los límites de la razón.
En ambos casos el arbitrador debe desempeñar el encargo de buena fe, pero en el arbitrium de equidad la decisión debe aproximarse lo más posible a la solución típica, razonablemente predecible para circunstancias equivalentes de personas, tiempo y lugar, en tanto que en el arbitrium merum la decisión se basa en la libertad del tercero para aplicar el criterio que mejor le parezca, discrecionalmente, aunque tal decisión se aparte de la norma o difiera de la que habría correspondido de haberse usado un criterio de equidad.
Existe amplia discusión en la doctrina acerca de cuáles son los aspectos específicos del contrato cuya determinación puede deferirse a la decisión de un tercero. Sin embargo, hay relativo consenso en que el arbitramiento del tercero debe tener su fuente de sustento en el propio contrato del cual emana el encargo. No debería admitirse como válido el acuerdo que deja totalmente indeterminado e indeterminable el objeto de la prestación con el fin de que sea un tercero quien lo determine, pues en tal caso no se le estaría pidiendo al tercero una determinación propiamente, sino la definición unilateral de la prestación contractual, hecho que desnaturalizaría el presunto origen contractual de la misma.
Por ejemplo, no sería admisible el contrato por el cual una parte acuerde vender cierto bien a cambio del pago al contado de 1000 monedas, encargándose a un tercero la determinación del bien materia de la venta. En este ejemplo es claro que entre el vendedor y el comprador no llega a perfeccionarse contrato alguno, pues el acuerdo celebrado no contiene estipulación alguna sobre el bien materia de la venta, o por lo menos la definición de elementos mínimos que permitan más tarde determinar el bien a partir de las señas que las propias partes acordaron.
No obstante lo indicado, es admisible para ciertas legislaciones que falten ciertos elementos esenciales al contrato, cuya determinación es asumida por la propia ley, supletoriamente. Es común, por ejemplo, que las normas regulatorias de la compraventa contemplen mecanismos de determinación del precio cuando las partes nada han estipulado al respecto, o lo pactado no resulta suficiente para determinar el precio posteriormente. En estos casos, no existe inconveniente alguno para que las partes deliberadamente eviten la solución de la ley y se sometan a la solución de un tercero. Tal sería el caso de la venta de un bien cuyo valor de mercado es posible estimar con relativa exactitud, en el que las partes contratantes optan por no acordar el precio ni someterse a la solución que supletoriamente ofrece la ley aplicable, y confían la determinación del precio a un tercero. Nótese que en este ejemplo las partes no incorporan a su acuerdo de voluntades elemento alguno que sirva de guía o criterio al arbitrador, pero aun así el encargo será válido y la decisión del tercero obligará a las partes como si ellas mismas hubieran estipulado el precio en cuestión.
El arbitrium boni viri es de gran utilidad para ciertos negocios que sin esta figura se complicarían demasiado o terminarían en pleitos seguros.
No es extraño encontrar este tipo de pactos en las operaciones de compra de acciones de grandes compañías, en las que el precio provisional se fija en función de los balances y estados financieros que presenta el vendedor, pero sujeto a reajustes en función de lo que resulte de la revisión y auditoría final de dichos estados financieros. En estos casos, puede resultar altamente conveniente confiar a un tercero tanto la revisión de los estados financieros como la consecuente determinación del precio definitivo, o confiarle la dirimencia de las observaciones que formule el comprador, que no sean aceptadas por el vendedor, en tanto tengan un efecto en la determinación del precio final. Si bien en algunos casos la tarea del tercero se asemeja a la de un árbitro y su decisión se parece a un laudo arbitral, no deja de ser un arbitrium boni viri en el que su misión es determinar el precio final, o determinar la situación definitiva de factores que incidirán en el cálculo del precio final.
También suele usarse la figura del arbitrium boni viri en las obligaciones de dar bienes inciertos, determinados sólo por su especie y cantidad.
Siendo preciso que se practique la elección, es admisible que las partes confíen esa tarea a un tercero y se sometan a lo que éste decida. Las reglas de la equidad aconsejan en estos casos elegir bienes de calidad media, de forma que no se favorezca a una parte contratante en detrimento de la otra.
Cuando los contratantes deciden recurrir al arbitrium boni viri, se exponen a que el tercero, llegado el caso, no quiera o no pueda cumplir con el encargo, colocando a las partes en la situación de un contrato inejecutable. Desde luego, las partes pueden prever esta situación y contemplar alternativas de solución. En definitiva, es aconsejable que lo hagan. La cuestión es determinar, en caso de no haberse estipulado soluciones alternativas, si les asistiría el derecho de recurrir a un juez para que sea éste quien decida aquello que el tercero no resolvió.
En nuestra opinión, el encargo al tercero para decidir boni viri es intuitu personae, por lo que no sería posible subrogar al tercero por un juez a menos que las partes lo hayan contemplado y autorizado en su contrato o sea ésa la solución supletoria contemplada en la ley aplicable.
Igual criterio debería aplicarse al caso en que se impugne la decisión del tercero, por haber sido adoptada vulnerando los límites impuestos por las partes en el contrato, o con violación de las reglas de la buena fe, o por ser manifiestamente inequitativa, irrazonable o errónea, supuestos todos en los que la decisión del tercero nacería viciada. Si bien un juez puede estar en perfecta capacidad de aplicar los criterios acordados por las partes para determinar la prestación objeto de la obligación, no es su buen juicio, sabiduría y criterio al que las partes acordaron confiar la decisión boni viri, por lo que no podría aceptarse la sustitución del arbitrador elegido inicialmente por las partes a menos que la ley o los mismos contratantes así lo hubieren previsto.
Si no se ha contemplado en el contrato o en la ley aplicable la posibilidad de que el arbitrador original sea sustituido por otro o por el juez, la consecuencia de que la decisión del tercero no se produzca o sea impugnada con éxito será que el contrato devenga ineficaz o inejecutable.
Sin embargo, aun en estos casos es posible que algunas legislaciones contemplen reglas supletorias destinadas a determinar aquello que ni las partes ni el tercero se ocuparon de decidir, supuesto en el que la solución será la prevista en la ley.
La decisión del tercero, adoptada dentro de los límites aplicables, es obligatoria para las partes contratantes y no está sujeta a aprobación ulterior.
En realidad, lo que ocurre es que la decisión se integra automáticamente a la relación jurídica creada por el contrato, sin intervención de las partes, de tal manera que esta relación queda con el contenido que le dieran las partes más la decisión del arbitrador
– De la Puente y Lavalle, Manuel. Op. cit., p. 95.
En cierta forma, la decisión de las partes de confiar a un tercero la designación del tribunal arbitral que habrá de resolver las controversias que puedan surgir entre ellas con motivo de una relación patrimonial, constituye una aplicación concreta del arbitrium boni viri, cuya materialización ocurrirá si alguna de las partes requiere recurrir al convenio arbitral.
El arbitrador está obligado a cumplir con el encargo si aceptó previamente hacerlo. Si bien su decisión —aquélla que le ha sido confiada— se integrará a una relación jurídica en la que él no forma parte, sin duda su compromiso de actuar como arbitrador boni viri constituye una obligación contractual en sí misma, de la cual son acreedores quienes le confirieron el encargo. Por consiguiente, el arbitrador que incumple el encargo queda sujeto a las responsabilidades de quien no ejecuta sus obligaciones contractuales por dolo o culpa.