La interpretación y aplicación del Derecho

Como cuestión previa, es necesario subrayar un hecho importante. Es evidente que los procesos de interpretación y aplicación del Derecho no son monopolio de los jueces, puesto que incumben a todos los operadores jurídicos, pero no es menos cierto que la mayoría de los estudios sobre la materia han centrado su atención de manera preferente (cuando no exclusiva) en el contexto judicial.

Concepto y tipos de aplicación del Derecho

Los procesos de aplicación jurídica

En general, aplicar es poner algo en contacto con otra cosa. Siendo así, podemos decir que la aplicación jurídica, como proceso específico que se circunscribe al ámbito del Derecho, pretende también conectar dos realidades. ¿Cuáles son esas realidades? Para contestar, hay que empezar por recordar que el Derecho es fundamentalmente un sistema normativo, un conjunto de normas que conforman un Ordenamiento Jurídico y que tienen como finalidad principal dirigir o regular en un sentido determinado ciertas relaciones sociales propias de la convivencia humana. Por tanto, normas y hechos son las dos realidades que se conectan: por un lado, las normas jurídicas, y por el otro, un amplio conjunto de hechos de la vida social que, por su especial trascendencia, no pueden ser desconocidos por el Derecho. Pero, ¿cómo se traduce en la práctica el proceso de aplicación jurídica?, ¿cómo se produce esta conexión entre hechos y normas? Para entenderlo mejor, nos fijaremos en otra definición de la acción que nos ocupa: aplicar es referir lo que se ha dicho en general a un caso particular. Trasladándolo de nuevo al ámbito jurídico, no cabe duda de que son las normas las que dicen lo que se debe hacer en general, mientras que los hechos constituyen los casos particulares a los que se refieren las propias normas. En definitiva, podemos definir el proceso de aplicación jurídica como la actividad mediante la cual el Derecho entra en contacto con los hechos de la vida social, que constituyen así el objeto sobre el que recae la aplicación. O más concretamente, consiste en el tránsito de una norma general a una decisión particular en el que se procede a encajar los concretos elementos fácticos (situaciones o conductas) dentro del marco normativo de los preceptos jurídicos generales (normas), con el objetivo de establecer la consecuencia jurídica prevista por el legislador. El procedimiento utilizando en ese tránsito es, pues, un método de subsunción, guiado por reglas de lógica deductiva, que se conoce como silogismo judicial:

Premisa mayor (Premisa normativa-norma aplicable)………. si H debe ser C

Premisa menor (Premisa fáctica-hecho)…………………. se produce H

Conclusión ………………………………………… entonces debe ser C

Como se puede ver en el cuadro precedente, la premisa mayor sería la norma aplicable, que prescribe una determinada consecuencia jurídica (C) para el caso de que se produzca un determinado hecho (H); la premisa menor vendría determinada por la existencia de los hechos probados; y la conclusión consiste en la efectiva subsunción de los hechos en la norma jurídica y en la aplicación de las consecuencias fijadas por la propia norma.

Según este esquema, nos encontraríamos , en principio, ante una racionalidad judicial puramente interna, ya que el paso de las premisas a la conclusión tiene lugar de acuerdo con las reglas del razonamiento lógico silogístico. Pero como ocurre en cualquier otro ámbito de la vida social, los procedimientos concretos de aplicación jurídica no son independientes del contexto histórico, razón por la cual, y para una mejor delimitación del fenómeno, es preciso atender a su concreta evolución. Veremos, así, cómo la visión acerca de dichos procesos ha ido evolucionando desde una simple concepción mecánica de la labor judicial hasta una percepción de la función de jueces y tribunales mucho más compleja, dinámica y valorativa.

Como es sabido, el XIX fue el siglo de las grandes codificaciones, producto del paradigma jurídico ilustrado entonces dominante, el positivismo legalista. Ello se traducía en la tajante separación entre creación y aplicación jurídica: existía, por un lado, una absoluta confianza en la capacidad de previsión del legislador, lo que convertía a la ley en fuente casi exclusiva del Derecho; y, por tanto, plena desconfianza frente a la actividad judicial, reducida entonces a la estricta y simple aplicación de la norma jurídica. En efecto, en la búsqueda de una única solución posible, la labor del juez se alejaba de cualquier tipo de discrecionalidad para centrase exclusivamente en el reconocimiento y declaración de un Derecho preexistente. De esta manera, quedaba obligado a resolver los casos que se le presentaban conforme a la letra de la ley, limitándose a encajar o subsumir los hechos de que se tratara bajo el supuesto de una norma general y abstracta, y de un modo silogístico simple extraer las consecuencias previstas en la misma. Así las cosas, la decisión judicial se configuraba como el resultado de una actividad meramente cognoscitiva, de un mero procedimiento mecánico y formal de subsunción que partía de premisas normativas y fácticas perfectamente establecidas.

Entrando ya en el siglo XX surgen una serie de doctrinas que van a coincidir en su reacción frente a este modelo tradicional. De la mano de renombrados juristas como Kelsen, Hart o Ross, se comienza a cuestionar la visión ideal y reduccionista que contemplaba al Derecho como un sistema cerrado, coherente y completo, lo que va a difuminar, en gran medida, la tajante separación entre creación y aplicación del Derecho. Más concretamente, dichos autores mostrarán claramente las insuficiencias de la ley para determinar completamente cada uno de los actos de decisión judicial, cuestionando así el carácter técnico e impersonal de dicha labor.

No cabe duda de que la aplicación jurídica implica siempre un tránsito desde una regla general a una decisión particular, pero lo fundamental en la actualidad es que esa decisión ya no se contempla como consecuencia de una simple actividad mecánica, un producto exclusivo de procesos cognoscitivos, sino como el resultado de un procedimiento que va a exigir también importantes actitudes valorativas de distinta naturaleza, condicionadas en mayor o menor medida por factores extrajurídicos. Hoy son muy pocos los que niegan que en ese tránsito se produce siempre, el algún sentido, una auténtica creación por parte del juez, aunque su eficacia tenga límites precisos. En definitiva, la experiencia jurídica demuestra que los jueces no son meros autómatas, que existen indudable márgenes de discrecionalidad, y que la decisión judicial se encuentra íntima e indisolublemente ligada a importantes y sustanciales procesos de interpretación jurídica, tanto en la formulación de la norma aplicable como en la calificación de los hechos. Por esta razón, hoy se suele afirmar que el silogismo no agota el razonamiento judicial. Representa únicamente el camino para llegar a la decisión, pero no comprende la actividad interpretativa fundamental del juez, que le llevará a fijar el sentido y alcance de las mismas premisas. Se acaba de esta manera con el sueño positivista ilustrado de un Ordenamiento Jurídico capaz de garantizar siempre una única respuesta cierta que elimine cualquier margen de apreciación del juez.

Tipos de aplicación jurídica

Las normas jurídicas nacen con la finalidad de ser aplicadas a la vida social. Son, por consiguiente, disposiciones que establecen una serie de conductas que deben ser seguidas por sus destinatarios, sean éstos autoridades públicas o ciudadanos en general. Por tanto, y en primer lugar, cuando el comportamiento de dichos destinatarios se acomoda de forma espontánea a lo dispuesto en las normas nos encontramos con la primera, y más frecuente, modalidad de aplicación de la normatividad jurídica: la aplicación voluntaria. Así es en la inmensa mayoría de los casos, en los que los individuos ajustan sus conductas a lo prescrito en las normas sin necesidad de intervención de la fuerza coactiva, siendo para el Derecho indiferentes los motivos que llevan a su efectivo cumplimiento. Piénsese, por ejemplo, en las múltiples acciones cotidianas de respeto de la normatividad jurídica (cumplimiento de obligaciones fiscales, acatamiento de las cláusulas contractuales, etc), que constituyen formas generalizadas de aplicación voluntaria del Derecho.

Otra cosa es la aplicación coactiva, que se producirá en ausencia del cumplimiento espontáneo y que, mediando el uso legítimo de la fuerza estatal, tiene como resultado la exigencia de la conducta prescrita, y/o la imposición de las correspondientes consecuencias jurídicas. Dentro de esta última modalidad, y según la naturaleza y carácter del órgano aplicador, podemos diferencias la aplicación administrativa de la aplicación judicial. La primera es la que llevan a cabo las autoridades y organismos de la administración pública, mediante las resoluciones administrativas recaídas en el ámbito de la potestad sancionadora. La aplicación judicial, en cambio, es la realizada en el ejercicio de sus funciones por las distintas autoridades y órganos jurisdiccionales que forman parte del Poder judicial.

La interpretación jurídica

Concepto de interpretación jurídica

En general, toda tarea interpretativa tiene como objeto las manifestaciones de un determinado lenguaje (oral o escrito), por lo que podemos concluir que la interpretación jurídica es una actividad específica dentro del modelo genérico de interpretación, que es denominada así porque se proyecta sobre el lenguaje jurídico. Pero es en el ámbito de la decisión judicial donde el objeto de la interpretación presenta peculiaridades evidentes. La aplicación del Derecho implica, la existencia previa de dos realidades: en primer lugar, de aquello que debe ser aplicado, es decir, supone la preexistencia de las normas jurídicas; y en segundo lugar, de los hechos concretos de la realidad social sobre los que se aplican dichas normas. De esta manera, la actividad del juez se va a proyectar no sólo sobre el lenguaje normativo, sino también sobre los hechos del caso que se pretende resolver, es decir, sobre los diferentes discursos construidos en relación con los hechos (declaraciones de las partes en litigio, de los acusados, víctimas, etc). Enfrentados a esos datos fácticos y normativos, los jueces tienen que realizar, en mayor o menor medida, una ineludible labor interpretativa, previa e inseparable de la aplicación , con la finalidad de captar lo expresado, de fijar el sentido y alcance de aquéllos. La cuestión fundamental es si tal actividad interpretativa ha de limitarse a resolver los problemas derivados de la imprecisión y ambigüedad propios del lenguaje jurídico, o se trata más bien de una labor con una significación y alcance mucho mayor.

Durante la mayor parte del siglo XIX y hasta bien entrado el XX ese positivismo legalista impuso una concepción de la actividad judicial contemplada como una labor meramente declarativa que dejaba muy poco espacio a la interpretación, limitada en todo momento a la búsqueda de la comprensión de la voluntad del legislador en los casos de normas especialmente confusas u oscuras.

También señalamos cómo con el paso del tiempo dicha concepción legalista-dogmática terminó considerándose insuficiente para explicar la complejidad propia de la aplicación del Derecho en general, y del razonamiento jurídico en particular, lo que ha tenido consecuencias relevantes en el ámbito de la interpretación jurídica. En la actualidad, es difícil sostener que la labor del juez se puede resumir en una actividad mecánica, prácticamente libre de toda tarea interpretativa, ya que tal visión reduccionista no da cuenta de los numerosos problemas que plantea el análisis de los componentes centrales del proceso judicial, y oscurece en cambio importantes elementos cognitivos y volitivos siempre presentes en el mismo. Como acertadamente señaló Larenz hace más de 50 años, ya nadie puede afirmar en serio que la aplicación de las normas jurídicas no es sino una subsunción lógica bajo premisas mayores formadas abstractamente. La actividad interpretativa del juez se considera hoy en día imprescindible, no sólo con el fin de esclarecer el sentido de cualquier enunciado normativo, sino también para la determinación y calificación jurídica de los hechos probados. En conclusión, no se limita a las normas oscuras o a los hechos confusos, puesto que, como veremos, la clave de toda aplicación radica precisamente en el carácter esencialmente problemático del procedimiento de formación de las mismas premisas. Por último, aunque es evidente que existen diferencias cualitativas entre los procesos de determinación de premisas normativas (formulación de la norma jurídica vigente) y fácticas (actos de constatación de hechos reales), lo cierto es que durante mucho tiempo tanto la doctrina como la práctica jurídica procedieron a su separación, otorgando un mayor protagonismo a las primeras. En la actualidad, nadie cuestiona su condicionamiento recíproco, lo que va a obligar a abandonar la visión tradicional de la tajante separación entre hechos y normas.

El objeto de la interpretación: las normas y los hechos

La experiencia jurídica nos muestra que todo proceso de interpretación jurídica conlleva una toma en consideración simultánea de hechos y normas, difícilmente separables en la actividad práctica del juez. Ésta no se limita a actos de puro conocimiento racional que se proyectarían por un lado sobre las normas jurídicas, y por otro sobre los hechos en cuestión (con el objetivo de determinar su trascendencia jurídica en tanto supuestos de hecho contemplados en la norma). Esto es, el núcleo de la decisión judicial radica en la interconexión de los mismos, de cuestiones fácticas con cuestiones normativas, ya que la propia interpretación de los hechos remite en última instancia a la interpretación de las normas. Podríamos afirmar así que la interpretación judicial es un proceso circular, un ir y venir de la mirada entre los hechos y los enunciados normativos, en el que el conocimiento y valoración de los primeros siempre es consecuencia una interpretación normativa previa; y viceversa, interpretar normas es también interpretar hechos. En resumen, la valoración misma de los hechos está predeterminada por la existencia de normas, así como la interpretación de la normas en cada caso concreto depende en gran medida de dicha valoración fáctica.

En definitiva, desde los presupuestos del concepto de interpretación, toda interpretación jurídica supone una combinación de actos de conocimiento y de voluntad. En la actualidad, son pocos los juristas que defienden que la interpretación jurídica pueda reducirse a actos racionales y lógicamente controlables, como pocos son también los que siguen poniendo el acento en un libre decisionismo judicial. No cabe duda de que tal actividad se fundamenta en procesos cognitivos (conocimiento fiel, tanto de los hechos como del contenido de las normas), aunque sin dejar de ser por ello, en última instancia y por su propia naturaleza, una decisión, un acto de voluntad. Pero, lógicamente, esta constatación no abre el camino a una arbitraria libertad de los aplicadores del Derecho. Es cierto que el papel del juez ha ido cobrando un creciente protagonismo hasta llegar a ser considerado en cierto sentido como auténtico creador de Derecho, pero en términos prudentes no se puede obviar que debe tomar decisiones vinculadas en muchos sentidos a toda una serie de condiciones restrictivas, como son la sujeción a la Constitución y a la ley, las limitaciones derivadas del ordenamiento procesal, la necesaria consideración de los precedentes judiciales, o el influjo de la dogmática jurídica. Y unido a ello, no es posible despreciar el papel fundamental de los diferentes criterios o métodos de interpretación existentes en el ámbito jurídico. Ciertamente, como señala Ross, la función de los métodos de interpretación es establecer límites a la libertad del juez en la administración de justicia, puesto que son dichos métodos los que van a delimitar el área de las decisiones jurídicamente justificables.

Diferentes métodos interpretativos

Conviene señalar que los diferentes métodos interpretativos no son excluyentes, ni tampoco existe un orden de prelación entre ellos, por lo que su concreta utilización dependerá del contexto jurídico, cultural e histórico.

Las teorías contemporáneas de la interpretación, con evidentes influencias de la doctrina alemana del siglo XIX, suelen distinguir 5 criterios o métodos:

  1. El método gramatical se sirve de las reglas gramaticales para atribuir el significado y alcance más preciso y apropiado a cada uno de los términos contenidos en las normas jurídicas.
  2. El método lógico consiste en la aplicación de las reglas de la lógica al ámbito del Derecho. Lo que se pretende fundamentalmente es averiguar la ratio legis de la norma, los factores determinantes de su existencia, mediante un proceso de abstracción que analizará sus elementos constitutivos en relación con diversos conceptos jurídicos.
  3. En el método sistemático, las normas jurídicas no son elementos aislados, por lo que es importante tener en cuenta el lugar que ocupan en el Ordenamiento Jurídico y las vinculaciones y conexiones que es posible descubrir entre las mismas, todo ello con la finalidad de facilitar su compresión.
  4. El método histórico pretende arrojar luz sobre el origen de una norma vigente con el objetivo de esclarecer su sentido a partir de las circunstancias políticas, jurídicas y sociales existentes en el momento de su promulgación. Se analizan, así, los precedentes normativos (anteproyectos, proyectos de ley), las deliberaciones previas, las exposiciones de motivos, etc, que rodearon su proceso de elaboración.
  5. Según el método teleológico o finalista, el intérprete debe atribuir a las normas jurídicas un sentido y alcance conforme con sus objetivos propios, sin perder nunca de vista los fines del sistema jurídico en su conjunto.

Por último, no hay que olvidar la importancia decisiva que ha adquirido en las últimas décadas la interpretación constitucional. Nos referimos a lo que podríamos llamar la interpretación desde la CE. En los modernos Estados constitucionales de Derecho, el Ordenamiento Jurídico en su conjunto debe ser interpretado de conformidad con el texto constitucional, que se convierte así en el criterio hermenéutico básico de las restantes normas, cuyo alcance y significado vendrá principalmente determinado por su adecuación a los valores y principios constitucionales.

Tipos de interpretación

Atendiendo a distintos criterios clasificatorios, y sin ánimo de exhaustividad, la doctrina suele diferencias entre diversos tipos de interpretación.

A) En relación con la eficacia de la interpretación

Dado que todos los individuos se convierten en destinatarios de las normas jurídicas y deben adecuar sus conductas a lo prescrito en las mismas, se ven obligados, en mayor o menor medida, a interpretarlas. Lo característico de la interpretación privada llevada a cabo por los ciudadanos (sean individuos particulares, juristas, abogados, etc), es que está provista de un carácter provisional y una eficacia limitada, es decir, resultará válida únicamente en el entorno de esos sujetos y siempre que no sea objeto de controversia. La interpretación pública, en cambio, es la realizada en el ejercicio de sus funciones por todos aquellos sujetos u órganos a los que el Ordenamiento Jurídico atribuye la capacidad de imponer el resultado de su tarea interpretativa, fundamentalmente los órganos administrativos y jurisdiccionales.

B) Atendiendo al sujeto que lleva a cabo la labor interpretativa

En este sentido, la doctrina distingue tres tipos de interpretación. La llamada interpretación auténtica es la realizada por el mismo órgano creador de la norma. Aunque no es la más frecuente, posee gran importancia al prevenir de una autoridad cualificada, pero se suele aducir, con bastante razón, que no se trata de una interpretación en sentido propio, sino derivado, ya que en realidad lo que se produce es la creación de una nueva norma que pretende establecer el significado de una norma anterior. La interpretación judicial es la desarrollada por los jueces y magistrados en los procesos de aplicación del Derecho. Y por último, la interpretación doctrinal es la que llevan a cabo los juristas teóricos o científicos del Derecho en su trabajo de investigación y sistematización de las diferentes parcelas del Ordenamiento Jurídico. Aunque su importancia es secundaria, ya que no se vincula directamente con los procesos de creación y aplicación jurídica, dicha actividad resulta de gran apoyo para el desarrollo de la labor de los distintos operadores jurídicos.

C) Atendiendo al resultado de la interpretación

Hablamos de interpretación estricta cuando el intérprete limita el significado y alcance de los enunciados normativos a su sentido nuclear. A modo de ejemplo, la interpretación estricta del término hijos los reduciría a los hijos biológicos y a los adoptivos. La interpretación extensiva, en cambio, tiende a dotar a las normas del sentido más amplio posible, extendiendo su significado hasta el límite de su sentido gramatical. En el ejemplo anterior, el término hijos podría englobar también a los hijastros o a los menores sometidos a tutela. Por último, la interpretación restrictiva se caracteriza por limitar al máximo el sentido gramatical de las normas, lo que puede plantear problemas en el caso de que comporte alguna limitación en la esfera de los derechos ciudadanos.

La argumentación jurídica

La progresiva importancia que han cobrado las teorías de la argumentación jurídica desde la segunda mitad del siglo XX no puede explicarse de forma aislada, ya que es el resultado de la evolución histórico-política de los paradigmas centrales de nuestra cultura jurídica. Así, dichas teorías hunden sus raíces en la aparición de propuestas metodológicas novedosas, enmarcadas todas ellas en un acontecimiento contemporáneo decisivo: la crisis del positivismo jurídico y el tránsito del Estado legislativo al Estado constitucional de Derecho.

Ciertamente, desde la posguerra mundial la constitucionalización del Ordenamiento Jurídico ha venido implantando un nuevo paradigma constitucional o pospositivista. El resultado es una nueva concepción del fenómeno jurídico y del Estado que se caracteriza por una serie de características fundamentales, todas ellas relacionadas entre sí. A grandes rasgos:

  • consideración del Derecho como una práctica social compleja y no como un simple conjunto de reglas;
  • centralidad de los valores y principios jurídicos;
  • creciente importancia de la labor judicial;
  • reivindicación del carácter práctico de la ciencia jurídica; e
  • inescindible conexión de las diferentes esferas de la razón práctica (el Derecho, la moral y la política).

Tales mutaciones van a traer como consecuencia la necesidad de apartarse definitivamente de la visión dogmático-positivista acerca de los procesos propios del razonamiento judicial, ya que dicha visión respondería a un enfoque jurídico en vías de superación.

Del paradigma positivista al paradigma constitucional

Nuestro propósito es el de contraponer, de manera esquemática, los dos paradigmas jurídicos, con el objetivo de mostrar sus decisivas implicaciones en el tema que nos ocupa.

A) Paradigma positivista (Estado legislativo de Derecho)

I) Modelo del imperio de la ley

Las disposiciones emanadas del poder legislativo, como expresión -más o menos presunta- de la voluntad popular, constituyen la fuente suprema y casi exclusiva del Derecho.

II) Modelo de las reglas

La visión positivista tradicional reducía la estructura del Derecho a un conjunto de reglas o normas generales (leyes) que correlacionaban la descripción cerrada de un caso con una única solución normativa (la prevista por el legislador), con la consecuencia de que su concreta aplicación excluía, en términos generales, cualquier valoración o proceso de deliberación práctica.

III) Modelo de la subsunción

Congruentemente con el modelo de las reglas, el arquetipo de razonamiento jurídico es el simple razonamiento subsuntivo-silogístico.

IV) Modelo de la validez formal de las normas

La identificación de las normas válidas es una cuestión meramente formal, ya que es el origen de las mismas, y no su contenido, el que determina su juridicidad.

V) Modelo de la tajante separación entre creación y aplicación del Derecho

Derivado de una concepción férrea de la clásica doctrina ilustrada de la separación de poderes, el sistema jurídico es contemplado como un Ordenamiento Jurídico completo y coherente, producto de un legislador racional y omnipotente. Frente a la arbitrariedad judicial, sólo la actividad legislativa, provista de los valores de certeza y predictibilidad, puede crear auténtico Derecho.

VI) Modelo de la separación entre Derecho y Moral

El desenvolvimiento del Derecho encuentra su desarrollo y sus respuestas en su misma lógica interna, sin necesidad de acudir a campos extraños al mismo.

B) Paradigma constitucionalista (Estado constitucionalista de Derecho)

I) Modelo de la omnipresencia de la Constitución

La Constitución se convierte (por encima de la ley) en la fuente suprema del Ordenamiento Jurídico. Las normas constitucionales poseen fuerza normativa vinculante, directamente obligatorias para todos los poderes públicos. Es lo que se conoce como paso del imperio de la ley al imperio de la Constitución.

II) Modelo de normas y principios

A la hora de describir la estructura de los sistemas jurídicos cobran una especial importancia los principios, singularmente los contenidos en la Constitución. A diferencia de las normas, su esencia es valorativa antes que lingüística, pues son mandatos que protegen valores entre los que en cada momento hay que encontrar el debido equilibrio. Dichos principios se convierten en condiciones sustanciales de los procesos de creación y aplicación del Derecho, y por tanto en fuente de sentido de las propias normas, que de esta manera se van a consagrar como instrumentos para la protección y promoción de ciertos valores fundamentales.

III) Modelo de la ponderación

Junto al razonamiento subsuntivo, meramente deductivo, propio de la aplicación de las normas a los casos más sencillos, el tránsito de las reglas abstractas a los casos particulares va a requerir en muchas ocasiones otro tipo de razonamiento que sea capaz de adaptar las disposiciones legislativas a los principios y valores en conflicto que las fundamentan. Es el caso de la ponderación, es decir, la comparación entre los diferentes principios o derechos con la finalidad de escoger el más adecuado, el de mayor peso a la hora de fundamentar la mejor decisión para el caso en cuestión. Todo ello va a exigir el concurso de la deliberación práctica, y va a revestir al Derecho de una dimensión valorativa y justificativa fundamental.

IV) Modelo de la validez material de las normas

Es lo que se conoce como rematerialización del Derecho. La validez de las normas jurídicas no descansa ya exclusivamente en aspectos formales sino también en criterios sustantivos o materiales que deben orientar la actividad legislativa y judicial, y que vendrán dados fundamentalmente por su adecuación a los principios y valores constitucionales, que se convierten así en condiciones materiales de la misma validez de las leyes.

V) Modelo de la relación entre creación y aplicación del Derecho

Aunque no es posible hablar en nuestra cultura jurídica de una auténtica creación judicial del Derecho, lo cierto es que el poder judicial va a desprenderse del tradicional papel de completa subordinación al poder legislativo. Su labor ya no se va a reducir a la abstracta aplicación de las leyes, sino que en múltiples ocasiones debe tomar decisiones -basadas en la elección de los principios y valores adecuados- que es preciso fundamentar mediante argumentos jurídicos.

VI) Modelo de la inevitable relación entre Derecho y Moral

El razonamiento jurídico así contemplado no puede ser completamente independiente del razonamiento moral, como pretendía la visión positivista. Los principios constituyen la guía de interpretación del Derecho, informan y prestan justificación a las normas jurídicas con el objetivo de promover ciertos valores, lo que va a exigir juicios de valor de carácter moral y político.

Todas estas transformaciones van a afectar sustancialmente a la concepción misma del Derecho y las instituciones jurídicas, y por tanto también en gran medida a las prácticas jurisprudenciales. Surgen nuevos parámetros interpretativos que van a acentuar la complejidad de un razonamiento judicial que ya no se va a limitar a los clásicos problemas de interpretación. Es el caso de la consagración de nuevas técnicas interpretativas acordes con la centralidad otorgada a los valores y principios constitucionales, lo que dará lugar a un panorama lo suficientemente novedoso como para merecer un nombre propio: la argumentación jurídica.

Conceptos de argumentación jurídica

Una vez esbozado el escenario que explica en gran medida el importante auge de las teorías de la argumentación jurídica centrarnos ya en las mismas. Todas ellas van a tener en común una finalidad principal: ofrecer criterios en relación con la justificación y el control de las decisiones jurídicas. Nos limitaremos a señalar los aspectos más relevante de los procesos argumentativos, subrayando a fin de cuentas lo fundamental, como es el incremento sustancial de la centralidad del razonamiento jurídico en nuestras sociedades contemporáneas.

En primer lugar, no es de extrañar que sea en el contexto de los modernos Estados democráticos donde la argumentación va a cobrar su máxima importancia, pues es en este marco donde los procesos de deliberación aspiran a convertirse en un mecanismo general clave para el control democrático. En este sentido, es fácil ver cómo el problema del significado y alcance de la interpretación jurídica ha sufrido desde la segunda posguerra una importante evolución, convirtiéndose hoy en día en un aspecto nuclear de la teoría y práctica jurídicas. Y ello hasta el punto de que algunos autores como Atienza han afirmado que el mismo Derecho puede concebirse como argumentación, ya que, desde cualquier perspectiva, la actividad del operador jurídico al aplicar el Derecho consiste fundamentalmente en argumentar.

En términos generales, argumentar significa aportar razones que justifiquen una determinada opinión o decisión. Por tanto, en el ámbito del Derecho la argumentación jurídica alude al proceso racional por medio del cual el operador jurídico escoge entre diferentes respuestas que le ofrece el Ordenamiento Jurídico, siendo lo principal, la utilización de argumentos racionales para la fundamentación o motivación de la opción elegida. Así, las decisiones judiciales no pueden ya ser reducidas a meras deducciones lógicas ni percibidas como imposiciones de una voluntad autoritaria.

Entre la racionalidad formal y la irracionalidad o arbitrariedad hay un terreno intermedio, el de la razonabilidad práctica, que es precisamente el ámbito en el que debe moverse la actividad judicial. Dicha razonabilidad va a obligar a aportar buenas razones para convencer de que la decisión adoptada es la más concreta, y no sólo en el sentido de conformidad con el Derecho (que se producirá siempre que la solución dada al caso sea consecuencia de una exégesis racional del Ordenamiento Jurídico), sino también, en el sentido de su aceptabilidad social.

Así pues, la argumentación se presenta como un tipo de actividad lingüística que, a diferencia de la interpretación clásica, va a privilegiar dos de las dimensiones propias del discurso jurídico. En primer lugar, la dimensión material o valorativa, mediante la que se pone de manifiesto la necesidad de justificar los diferentes criterios de corrección materiales que van a fundamentar la elección entre diversos tipos de razones que pueden concurrir en el Derecho. En este sentido los principios y valores se convierten en elementos centrales de la actividad judicial en el seno de los Estados democráticos, lo que para muchos supone una definitiva superación de la tradicional controversia entre iusnaturalismo y positivismo.

Y, en segundo lugar, la dimensión pragmática. La argumentación es una actividad social que se produce en un contexto de interacción (es evidente que el juez no dicta sentencias en un vacío social) por lo que resultará decisiva la efectividad de los argumentos, los efectos de las decisiones traducibles en la aceptación o persuasión de un auditorio general (sean destinatarios directos de las decisiones o no). Así, como señala García Amado, en la actualidad el problema es el de la racionalidad, y el punto de partida para su solución se sitúa en la argumentación, en el proceso discursivo de intercambio de razones, en la acción comunicativa entre sujetos empeñados en la obtención de la decisión más conforme con lo que el seno del grupo social pueda ser tenido por racional.

En conclusión, en las sociedades democráticas la argumentación se erige en ingrediente imprescindible de la experiencia jurídica. Los jueces deben expresar las razones que justifican sus decisiones, que se convierten así en el legítimo resultado de un proceso racional con pretensión de verdad y, en un sentido amplio, moralmente defendibles. Ahora más que nunca, la seguridad jurídica ya no se va a derivar de la obligación de ajustarse a un proceso lógico-mecánico predeterminado por la ley, sino de la necesidad de justificar racionalmente las premisas de la decisión judicial conforme a criterios de racionalidad argumentativa. Y en esa labor, las diversas teorías de la argumentación jurídica van a contribuir sustancialmente, aunque sin pretender ser radicalmente novedosas. Porque no podemos decir, lógicamente, que las prácticas judiciales han sido hasta ahora completamente independientes de todo proceso deliberativo. Como señala Atienza, el papel de estas teorías no puede ser el de pretender elaborar algo radicalmente original. De lo que se trata es más bien de contribuir a elaborar una concepción articulada del Derecho que realmente pueda servir para mejorar las prácticas jurídicas y, con ello, las instituciones sociales.

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