El Derecho Objetivo

Entre los diferentes significados atribuidos tradicionalmente a la palabra derecho destaca el que designa al conjunto de leyes o reglas jurídicas que dirigen el comportamiento de los sujetos que interactúan en el seno de cada una de las organizaciones sociales (de nuestro tiempo o de épocas pasadas). Es la acepción de derecho como Derecho objetivo, es decir, el sentido que este término tiene cuando aparece en contextos lingüísticos tales como: el Derecho español establece…, La supremacía del Derecho de la Unión Europea…, Se reconoce generalmente que el Derecho romano fue la matriz… . Podría definirse, pues, el “Derecho objetivo” como el Derecho-Ordenamiento Jurídico (por contraposición al derecho-facultad o “derecho subjetivo”), una realidad tan compleja que su plena compresión exige el análisis individualizado de un considerable número de cuestiones, entre las que suelen ser abordadas casi siempre por los estudiosos la relativa a sus fuentes y la que se ocupa de sus caracteres diferenciales.

Las fuentes

El juego cruzado de múltiples intereses políticos ha mantenido siempre viva la atención prestada por la doctrina al debate sobre el protagonismo que ha de atribuirse a los sujetos que pueden intervenir en los diferentes procesos de creación y desarrollo del derecho objetivo, así como a los envoltorios formales que tales sujetos han venido utilizando como marca o sello de autentificación. Por eso, parece razonable detenerse, aunque sea brevemente, en el estudio de la amplia problemática que la tradición doctrinal ha venido analizando dentro del epígrafe fuentes del Derecho.

Ahora bien, al abordar ese examen, no puede ignorarse que la problemática de las fuentes del Derecho se plantea en dos ámbitos netamente diferenciables (aunque este extremo no haya sido tenido siempre en cuanta por los estudiosos). De un lado, el de la identificación y valoración de los agentes de producción de los elementos que integran el Ordenamiento Jurídico; de otro, el de la determinación y valoración de los distintos modelos normativos utilizados para dar forma de autentificación a esos elementos. En el primero (etiquetado como fuentes materiales) se pretende dilucidar cuáles son y qué protagonismo tienen los sujetos o instancias que pueden (o deben) ser considerados como creadores de esos elementos. En el segundo (bajo el rótulo fuentes formales) se intenta aclarar cuáles son los tipos normativos homologados por los Ordenamientos Jurídicos y cuál es el orden jerárquico que corresponde a cada uno.

Fuentes materiales

Según el profesor Pérez Luño, las fuentes jurídicas materiales son el conjunto de hechos que determinan la existencia de cada norma en unas determinadas coordenadas espacio-temporales. Parece preferible, sin embargo, reservar la expresión fuentes materiales del Derecho para referirse a los sujetos o agentes a los que corresponde, dentro de la organización social, la facultad de crear nuevas normas jurídicas. Y esa va a ser, en consecuencia, la perspectiva en que se va a situar la explicación de este apartado, advirtiendo previamente que la pregunta por tales fuentes ha de ser contestada a través de dos tipos básicos de análisis: el que apunta a la simple identificación de esos sujetos y el que intenta determinar la jerarquía u orden de importancia que corresponde a cada uno de ellos.

A) Sujetos sociales que tienen capacidad de crear Derecho

Frente al autismo metodológico de quienes, como el jurista austríaco H. Kelsen, han afirmado que las fuentes materiales del Derecho sólo pueden estar dentro del propio Ordenamiento Jurídico de referencia, parece razonable entender que de lo que se trata realmente cuando se pregunta por los agentes creadores de Derecho es de averiguar cuáles son los sujetos de poder que, dentro de cada sistema de organización social, tienen atribuida la potestad de establecer normas jurídicamente vinculantes. De modo que la búsqueda de la fuentes en las que nace el Derecho tendrá que extenderse a todo el sistema de organización social del que cada Ordenamiento Jurídico no es más que un sectorial subsistema normativo.

Se llegará así a dos interesantes conclusiones. En primer lugar y dentro del plano descriptivo, que el número y la identidad de los sujetos sociales que a través de las diversas épocas y en las distintas sociedades han actuado o actúan como instancias productoras de normas jurídicas son prácticamente ilimitados. En segundo lugar y dentro de un planteamiento valorativo, que el propio carácter constitutivamente social de la normatividiad jurídica apunta hacia la posibilidad y conveniencia de que los procesos de creación y desarrollo del Derecho estén abiertos a las aportaciones de todos los agentes sociales, dentro de una compleja interacción convergente.

B) Protagonismo que corresponde a los distintos sujetos dotados de capacidad creadora

En este punto ha de reconocerse que la primacía que se ha venido atribuyendo a los diferentes sujetos ha variado profundamente de unas épocas a otras e, incluso dentro de la misma época, de unas a otras sociedades. Así, puede comprobarse cómo esa primacía ha ido pasando sucesivamente, a lo largo de la historia, de la comunidad social global a los órganos jurisdiccionales, de éstos al príncipe, del monarca al pueblo soberano constituido en asamblea legisladora y, finalmente, de las cámaras legislativas al reducido núcleo de dirigentes del gobierno y de los partidos políticos. El único elemento permanente parece ser, pues, la existencia de una práctica de atribución de la supremacía al sujeto elegido o aceptado en cada caso por el propio grupo social organizado. Ningún sujeto social está, por tanto predestinado a detentar en forma permanente el protagonismo de la actividad legisladora y ejercerá en cada circunstancia ese protagonismo el sujeto que logre imponer su poder socio-político de dirección.

Es cierto que, en referencia a los Ordenamientos Jurídicos estatales, hoy se sigue pensando mayoritariamente que el sujeto social llamado a poseer el pleno control de la actividad creadora de Derecho es el Estado. Pero se piensa asimismo que esa primacía no implica exclusividad. Se entiende, más bien, que, junto al Estado (y, en alguna medida, dentro de él), existen otros múltiples sujetos sociales que desarrollan una constante actividad creadora de normas jurídicas. Lo que no impide reconocer al mismo tiempo que es el Estado el que actúa todavía (aunque tal vez no por mucho tiempo, dada la progresiva pérdida de autonomía de los Estados en favor de las organizaciones supraestatales) como última instancia garante y sustentadora de la juridicidad de todas las normas del Ordenamiento Jurídico.

Fuentes formales

El estudio de los tipos normativos que actúan como formas vehiculares de expresión de las reglas del Derecho se ha estructurado también tradicionalmente en torno a dos tareas prioritarias: la identificación de tales formas y la determinación de su respectiva posición jerárquica dentro de los Ordenamientos Jurídicos. Y ambas tareas han estado mediatizadas casi siempre por la contaminación política y por los problemas específicos que afectan al estudio de las fuentes materiales. En principio, sin motivo suficiente, ya que ha de reconocerse que, puesto que un mismo tipo de norma puede ser empleado por distintos sujetos sociales, la forma con la que se inicia su existencia una regla jurídica no resuelve ni aclara por sí sola las objeciones que puedan oponerse al protagonismo del sujeto social que la ha creado.

A) Las principales formas de manifestación de la normatividad jurídica

Desde una perspectiva histórica, el dinamismo característico de la organización social ha sido acompañado siempre de una gran movilidad de las formas utilizadas por los distintos grupos humanos para expresar las diferentes normas jurídicas que habrían de regir el comportamiento de sus miembros. Así, las leyes, las costumbres, los estatutos, los pactos, los precedentes judiciales, la doctrina jurídica, los principios generales o las resoluciones de los jueces han sido formas expresivas utilizadas por los diferentes sujetos sociales que han ido detentando la capacidad jurídica creadora dentro de los grupos humanos a lo largo de la historia.

Es cierto, sin embargo, que en relación con lo que ocurre en la actualidad, podría afirmarse que son las leyes, las costumbres, los precedentes judiciales y, en cierta medida, la doctrina jurídica las vías de manifestación del Derecho que acaparan la atención y el interés polémico de los estudiosos. Pero no siempre se tiene claro cuáles son realmente esas fuentes formales en cada Ordenamiento Jurídico, como pone al descubierto el examen de lo que opina al respecto la doctrina española.

B) Jerarquía de las “fuentes formales”

La otra gran pregunta que ha venido formulándose la doctrina tradicional cuando afrontaba la problemática relativa a las “fuentes formales del Derecho” era la de la respectiva posición jerárquica que corresponde ocupar a cada una de esas fuentes dentro de los Ordenamientos Jurídicos. Una pregunta cuyos intentos de respuesta estaban también contaminados casi siempre por la pugna de intereses abiertamente políticos.

La destacada importancia que le ha sido atribuida tradicionalmente a la fijación del orden de prioridad o jerarquía de las diversas “fuentes formales” no radicaba en la propia significación de estas fuentes, sino en la polémica real que encubría: la lucha por el predominio de los sujetos cuya fuerza o poder jurídico se manifestaba a través de las diferentes formas cuya primacía se debatía. De modo que, en verdad, la discusión teórica acerca de la preferencia de una fuente formal o de otra no ha sido más que un reflejo o enmascaramiento de las discusiones a propósito del cuál es o debe ser el sujeto social que ostenta el poder jurídico-político máximo. Y así, por ejemplo, las enconadas disputas que se desarrollaron en el seno de la doctrina jurídica tras la revolución francesa en torno a la primacía de la ley o de la costumbre en el orden de las fuentes fueron en gran medida un simple reflejo de la dura lucha que hubo de mantener el triunfante poder de la burguesía liberal (leyes) contra la resistencia tradicionalista y contrarrevolucionaria (costumbres).

Ha de reconocerse, en consecuencia, que la pregunta por la jerarquía de las fuentes formales del Derecho está condenada a no tener más que respuestas cuya validez quedará siempre histórica e ideológicamente circunscrita, de modo que sólo será posible llegar a unas pocas conclusiones dotadas de cierta fiabilidad. Por ejemplo, la de que la costumbre, la práctica judicial y la doctrina legal fueron, por ese orden y durante largo tiempo, los principales tipos de nomas que integraban los Ordenamientos Jurídicos de las sociedades organizadas. O la de que, posteriormente, el creciente poder acumulado por los gobernantes de las organizaciones políticas centralizadas fue abriendo camino a un nuevo tipo de norma, la ley que terminaría convirtiéndose en la forma jurídica predominante y casi exclusiva. Y esta es la situación que vivimos en la actualidad.

Hoy la ley, apoyada en el poder de las organizaciones estatales, para-estatales o supra-estatales, ocupa todavía la primera posición de la jerarquía normativa en la gran mayoría de los Ordenamientos Jurídicos, especialmente en los continentales. Pero, a pesar de la gran fortaleza que manifiestan en este momento, no puede predecirse hasta cuándo se extenderá el dominio de las concepciones jurídico-políticas que sostienen esta visión.

Los caracteres

El esfuerzo que las diferentes doctrinas jurídicas han realizado para inventariar los rasgos que forman parte del perfil conceptual del Derecho ha dado lugar a un listado de caracteres en el que aparecen mezclados los que son meramente ocasionales o accesorios con los que tienen méritos suficientes para ser considerados esenciales (es decir, que forman parte de su naturaleza o modo-de-ser: ese núcleo profundo de la estructura ontológica que está dotado de una estabilidad resistente a los cambios impuestos por su propio fluir existencial). Éstos son comunes a todas las concreciones históricas del Derecho y no pueden faltar en ninguna. Los primeros suelen estar vinculados a las peculiaridades filosóficas, políticas, económicas, tecnológicas, ideológicas, etc, de cada cultura, de cada época histórica o de cada sociedad, por lo que su aceptación está casi siempre sometida a debate.

Así, ha llegado a ser registrado en la lista de los caracteres diferenciales del Derecho unos rasgos (que presentan, en ocasiones, una evidente coincidencia de significado) entre los que aparecen la normativa, la heteronomía, la positividad, la tipicidad, la abstracción, la exterioridad, la socialidad, la intersubjetividad, la alteridad, la bilateralidad, la generalidad, la publicidad, la imperatividad, la validez, la vigencia, la eficacia, la seguridad, la certeza, la legalidad, la justicia, la legitimidad política, la obligatoriedad, la vinculatoriedad, la coercibilidad o la circularidad autopoiética. Ahora bien, a pesar de que el examen de todos estos rasgos podría aportar datos de interés para saber qué es lo que se ha entendido por Derecho a lo largo de la historia, no es oportuno agotar ahora su análisis. Así, la explicación se ocupará sólo de algunos, en la convicción de que, aunque no todos piensan que esos son precisamente los más representativos, sí existe la seguridad de que su examen va a ser útil para tener una idea fiable de lo que es el “Derecho objetivo”.

Exterioridad y alteridad

Como pusiera de relieve el profesor G. Del Vecchio a comienzos del siglo pasado, es propio del Derecho ocuparse de la regulación de las conductas que realizan los sujetos jurídicos cuando se relacionan con otros sujetos jurídicos. Lo que ocurre porque es a él a quien corresponde la función de garantizar que el desarrollo de las relaciones que establecen unos sujetos jurídicos con otros dentro de la trama interactiva de la vida social se realice de manera que se logre una equilibrada correspondencia entre las cargas y los beneficios que originan esas relaciones para cada sujeto. Por eso regula ante todo la dimensión externa de las conductas y por eso tienen marcada la estructura interna de sus normas con el sello de intersubjetividad o alteridad.

A) La exterioridad

Corresponde a C. Thomasius (siglo XVIII) el honor de haber iniciado la doctrina sobre la exterioridad del Derecho al afirmar que éste, a diferencia de la moral, regula solamente las conductas que pertenecen al fuero externo del comportamiento humano. Tal afirmación no es, como se sabe, plenamente correcta, pues ni hay acciones humanas que tengan sólo dimensión y raíz externa ni la normatividad jurídica excluye siempre de su valoración de los elementos anímicos internos que están en el origen de las conductas sociales (como ocurre con la intención, la buena fe, el dolo, el ánimo de lucro, la premeditación, etc.) Contiene, sin embargo, un dato muy importante para el desarrollo de la teoría jurídica: la intuición básica de que las normas del Derecho, al ocuparse de establecer un orden objetivo de coexistencia y cooperación, deben atender sobre todo a la dimensión exterior de las acciones.

Y parece que este es precisamente el sentido en que ha de ser entendida en la actualidad la exterioridad del Derecho: centrarse prioritariamente en el regulación de la dimensión externa de las conductas sociales y tomar en consideración la interioridad o intencionalidad de éstas sólo en la medida en que tal dimensión llega a condicionar el contenido y alcance de las actuaciones exteriores de modo que su influencia llega a ser objetivamente perceptible y mensurable.

B) La alteridad

Como destaca el profesor Pérez Luño, la alteridad no se da sólo en el Derecho sino que es una condición existencial de toda la vida práctica de los hombres, ya que éstos realizan su humanidad formando parte de un tejido de entes sociales y políticos dentro de los que realizan su vida a través de las relaciones intersubjetivas. Parece, sin embargo, evidente que el carácter de correlatividad o alteridad está incrustado en el modo-de-ser de la normatividad jurídica con una profundidad tan peculiar y típica que ha de ser contabilizado entre los rasgos estructurales básicos de su concepto, según intuyera Aristóteles hace ya 2.400 años y advirtieran agudamente de forma expresa en el siglo XIII de nuestra Era dos autores italianos: Tommaso D’Aquino y Dante Alighieri.

El Derecho no puede despojarse de su alteridad, sino que actúa siempre delimitando un marco o contexto de acción mediante el que, según escribió en 1970 el profesor Recaséns Siches, “pone en referencia los actos de una persona con los de otra (u otras), estableciendo una coordinación objetiva bilateral o plurilateral entre el obrar de uno y el obrar de los otros. Así, la posibilidad debida o lícita de un acto en un sujeto supone la facultad de éste de impedir todos aquellos comportamientos de los demás que resulten incompatibles con el acto que él puede o debe lícitamente realizar. Y viceversa, la prohibición para un sujeto de cierto comportamiento se funda en que tal comportamiento resulta incompatible con la conducta debida o lícita de otras personas”.

Validez y eficacia

Según H. Kelsen, los análisis doctrinales del carácter validez incluyen (casi por obligación) el examen de la eficacia, al entender que ningún orden jurídico debe ser considerado verdaderamente válido si no tiene al mismo tiempo un mínimo grado de operatividad o eficacia en el desarrollo de la vida jurídica. Así que hoy no sería ya de recibo explicar la validez del Derecho sin aclarar al mismo tiempo su relación con la eficacia.

A) La validez

Esta es una de las notas generalmente reconocidas como rasgo y exigencia esencial del Derecho. En consecuencia, suele afirmarse también que, en el caso de que una determinada reglamentación jurídica no esté dotada de validez, habrá de concluirse que tal reglamentación no es Derecho propiamente dicho, sino simple apariencia o figura engañosa del mismo. Ahora bien, el consenso sobre este punto se esfuma cuando se trata de precisar qué es y de dónde proviene esa validez, extremo sobre el que han de contabilizarse, al menos, estas tres relevantes opiniones: la de la teoría formalista, la de la teoría sociológica y la de la teoría ética.

Según la primera, la validez de cada una de las normas de cualquier Ordenamiento Jurídico consiste en su propia conformidad con las exigencias establecidas por otra u otras normas que están situadas en un nivel superior de precedencia en el orden jerárquico de ese Ordenamiento Jurídico.

Conforme a la segunda, la validez de las normas jurídicas radica en (y se identifica con) su real efectividad social, es decir, son su habitual observancia por parte de los sujetos jurídicos (bien sean los directamente obligados, o bien los órganos encargados de exigir el cumplimiento).

Y para la tercera, la validez de las normas jurídicas es tributaria sobre todo de su fidelidad a las exigencias directivas de los principios o valores fundamentales del respectivo sistema jurídico (justicia, bien común, orden, seguridad, dignidad de la persona, derechos fundamentales, libertad, igualdad,etc.)

Así pues, lo único claro es que, al hablar de la “validez del Derecho”, se hace referencia a esa cualidad que poseen los Ordenamientos Jurídicos cuando tienen el vigor (es decir, el valor) requerido para que las normas que los integran puedan ser impuestas como obligatorias y exigibles (lo que ocurre cuando unos y otras se ajustan a las exigencias que el correspondiente sistema social ha fijado en los diversos principios y criterios de validación establecidos).

B) La eficacia

Al analizar la validez del Derecho, resulta imprescindible en la actualidad enfrentarse también a la pregunta por la medida en que esa validez depende de su eficacia hasta el punto de que sólo podrían ser calificadas como normas jurídicas válidas aquellas que han alcanzado un mínimo nivel de efectividad social. Esta doctrina ha sido mantenida casi siempre, con mayor o menor entusiasmo, a lo largo de la historia, pero nunca tuvo tanta aceptación como en el siglo XX, tras el enfoque dado al problema por el jurista H. Kelsen.

Según este autor, pese a que la validez de una norma jurídica es algo completamente distinto de su eficacia, ha de pensarse que ésta es siempre condición necesaria de validez, tanto para la totalidad del Ordenamiento Jurídico como para cada una de sus normas, ya que ni el orden jurídico ni la norma pueden ser considerados válidos si han dejado de ser eficaces.

Tal doctrina parece quedar desmentida, sin embargo, por varios datos de experiencia. Así, se ve cómo el propio funcionamiento real de los Ordenamientos Jurídicos positivos impone la evidencia de que la validez no depende de la eficacia, ya que sólo pueden ser aplicadas como tales normas (es decir, tener eficacia jurídica) las que están (o se presupone que están) dotadas de validez. Y no es, por otra parte, infrecuente el caso de que existan normas jurídicas que, siendo ya plenamente válidas, no son todavía eficaces o que, incluso, no llegarán a serlo nunca. Ahora bien, deberá ser valorado en su justa medida el hecho de que siga todavía viva entre un buen número de juristas la tendencia a considerar que las disposiciones que se ven afectadas de una manifiesta y prolongada falta de eficacia terminan perdiendo la validez que pudieran haber tenido en su día.

Legalidad y legitimidad

Ambos caracteres siguen siendo afirmados hoy día como rasgos consustanciales al Derecho, sin perjuicio de que se mantenga también vivo el debate sobre la importancia de deba atribuirse a cada uno.

A) La legalidad

Fieles a la profunda fe propiciada por la modernidad en la racionalidad inmanente de las normas jurídicas establecidas por decisión de los representantes de la soberanía nacional (las leyes), las revoluciones de finales del XVIII consagraron la legalidad como primero y fundamental carácter/requisito del Derecho. Y, a continuación, la doctrina aceptó el dogma de que el núcleo central de cualquier Ordenamiento Jurídico ha de estar integrado por leyes (esto es, por normas o cuerpos de normas establecidos por el poder legislativo), haciendo así de la “legalidad” una especie de reactivo que transformaba el poder popular en Derecho.

Y eso es lo que sigue pensando mayoritariamente en la actualidad, de modo que el “Derecho objetivo” es interpretado como un sistema de legalidad, en el sentido de que todo él está sustentado por un entramado de leyes jerárquicamente encadenadas (según la teoría piramidal de A. Merkl y H. Kelsen). En consecuencia, la juridicidad de las diferentes normas del Ordenamiento Jurídico se determina por el grado de su concordancia con las exigencias establecidas en las leyes generales y, en última instancia, en la suprema ley de la Constitución; cuando alguna norma carece de esa concordancia, queda excluida del campo jurídico positivo.

B) La legitimidad

Junto al carácter de la legalidad, es habitual asignar (más bien, exigirle) al Derecho la cualidad de la “legitimidad”, es decir, la conformidad con las exigencias del correspondiente código de unos principios justificativos que, en buena medida, están situados en zonas externas al territorio estrictamente acotado por las propias leyes. Se piensa que no basta con la auto-justificación o simple homologación interna de los complejos de leyes, sino que los Ordenamientos Jurídicos han de tener también el plus de una justificación objetiva extra-legal que legitime ante los destinatarios su pretensión de pleno acatamiento.

Esta es una idea que, en su expresión más genérica, ha conseguido ya en la actualidad un grado de aceptación muy elevado. Pero las discrepancias surgen de inmediato cuando se entra a concretar los criterios o principios que han de ser utilizados como referencias para resolver, en su caso los litigios de legitimación. Así, mientras algunos siguen invocando los principios de la Ley Divina, del Derecho Natural o de la Justicia, otros se remiten a la legitimación política de los órganos que lo crean, a la observancia de las reglas de procedimiento de creación, al respeto del principio de la jerarquía normativa del sistema, a la conformidad con los valores superiores del Ordenamiento Jurídico o a la plena realización de la dignidad personal de los ciudadanos.

Vinculatoriedad y coercibilidad

El Derecho objetivo se localiza fundamentalmente en los diversos Ordenamientos Jurídicos o conjuntos normativos que establecen los cauces jurídicos dentro de los que, por imposición del correspondiente grupo social, debe desarrollarse una parte de las relaciones que intercambian los miembros de ese grupo. Y, como resulta comprensible, tales Ordenamientos Jurídicos tienen siempre la pretensión de ser respetados y cumplidos, independientemente de cuál sea la opinión que esos miembros tengan de cada uno de los cauces establecidos. Por eso se ha llegado a la conclusión de que los caracteres de la vinculatoriedad y la coercibilidad son consustanciales al Derecho.

A) La vinculatoriedad

En cuanto que es una norma de conducta (y como cualquier otro tipo de normas de conducta propiamente dichas) el Derecho es constitutivamente vinculante; es decir, tiene la capacidad o posibilidad de condicionar en forma determinativa el comportamiento social de los sujetos jurídicos. Eso es lo que significa nuclearmente su “vinculatoriedad”, sin perjuicio de que tal capacidad se haga efectiva realmente a través de las dos vías complementarias de la “imperatividad” y la “obligatoriedad”.

Así, la imperatividad hace que las normas jurídicas actúen sobre los sujetos para los que se dictan como órdenes o mandatos cuyo cumplimiento es exigible, según ha venido siendo entendido mayoritariamente desde la antigüedad. De modo que puede afirmarse, como hiciera en el pasado siglo el iusfilósofo italiano G. Del Vecchio, que no es posible imaginarse una regla de Derecho que no tenga carácter imperativo y que el preceptuar o mandar, ya sea en forma positiva, ya sea en forma negativa, es un elemento integrante del concepto mismo del Derecho. Y no han sido suficientemente disuasorias las agudas críticas que algunos autores (ej. E. Zitelmann y H. Kelsen) hicieron a las tesis imperativistas, ya que sigue pensándose de manera bastante generalizada que las leyes son decisiones o imposiciones (mandatos) del legislador y que la imperatividad es un carácter constitutivo del Derecho.

A su vez, la obligatoriedad (es decir, la capacidad de generar la actitud de acatamiento en la voluntad de los sujetos a los que se dirigen los mandatos contenidos en las normas) es la vía que lleva a la vinculatoriedad del Derecho desde la perspectiva de quienes están sujetos a él. Y es asimismo una característica que han de tener inexcusablemente todas las normas jurídicas genuinas, so pena de perder su calidad de auténticas normas de conducta y convertirse en simples consejos, dictámenes orientativos o instrumentos de información. En consecuencia, si se afirma que el Derecho es uno de los tipos más relevantes de la especie “normas de conducta” dentro de la vida social, ha de afirmarse al mismo tiempo su obligatoriedad.

Ahora bien, no será fácil ponerse de acuerdo en el momento de decidir en qué consiste o cuál es la fuente de la que nace, ya que ambos están condicionados por la solución que se dé a otras complejas cuestiones de la Teoría jurídica, tales como la de la naturaleza del Derecho, la de las relaciones entre normatividad moral y la normatividad jurídica, la del carácter ético o técnico-instrumental del Derecho y, sobre todo, la del contenido y alcance del deber jurídico. Pero la aclaración de tales cuestiones exigiría un desarrollo que, pese a haber sido realizado ya con detalles en otras ocasiones, no va a tener cabida aquí.

Se recogerán, pues, solamente tres breves observaciones. En primer lugar, la advertencia de que ha sido precisamente la propia dinámica histórica del problema la que lo ha conducido hasta un punto de evolución en el que, dentro de la vida jurídica ordinaria, se da una especie de solapamiento de la obligatoriedad moral (o religioso-moral) de cumplir las normas jurídicas con la propia obligatoriedad jurídica de éstas. En segundo término, la insistencia en que se puede y se debe seguir afirmando que el Derecho posee una obligatoriedad específica propia que no es reductible a la obligatoriedad moral. Y, finalmente, la precisión de que esa obligatoriedad ha de ser caracterizada como la capacidad que el Derecho tiene, en virtud de la relación de necesidad que le une con la vida social, de originar en los ciudadanos (en su calidad de sujetos de la vida social y del Derecho) actitudes de acatamiento espontáneo de las directrices contenidas en las normas.

B) La coercibilidad

A partir de C. Thomasius, la mayoría de los juristas aceptó pacíficamente durante bastante tiempo la tesis de que el empleo de la coacción era consustancial al Derecho. Llegó, no obstante, en el siglo XX un momento en el que varios prestigiosos iusfilósofos (ej. R. Stammler, G. Del Vecchio, o L. Recaséns Siches) consideraron imprescindible insistir en el matiz de que el rasgo diferencial de la normatividad jurídica no era tanto el empleo de la coacción, cuanto la posibilidad estructural de recurrir a ella en caso de necesidad (es decir, la ‘coactividad’, ‘coercitividad’ o ‘coercibilidad’). Es esta posibilidad la que puede considerarse como una característica esencial del Derecho, hasta el punto de que el pensamiento de un Derecho que no sea coercitivo constituiría un absurdo, es decir, un pensamiento irrealizable, como el del cuadrado redondo, o el del cuchillo sin mango ni hoja.

En efecto, no parece posible pensar una norma que sea genuinamente jurídica y que carezca de la posibilidad estructural de imponer su cumplimiento de forma coactiva a todos los sujetos obligados (es decir, recurriendo incluso al uso de la fuerza cuando se choca con el rechazo o resistencia de esos sujetos). Por eso hay que concluir que, dado que por la propia función que desempeñan dentro de la organización social (y a diferencia de los usos sociales o de las normas morales), las jurídicas no pueden supeditar su cumplimiento al capricho de cada ciudadano, el Derecho ha de estar dotado siempre de esa posibilidad estructural en que consiste la coercibilidad.

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