De la teoría a las prácticas sociales

En «Breves apuntes sobre los antecedentes históricos de la mediación», ya hablábamos de la dificultad que entraña abordar la mediación desde un enfoque histórico-antropológico. No se trata, única y exclusivamente, de la escasa producción de estudios que versan sobre dicho enfoque (lo que hace aún más complicado llenar ese vacío que existe entre el desconocimiento de las distintas experiencias mediadoras acometidas en el pasado y su recién adquirido status jurídico), ni tampoco de la imposibilidad de establecer un único perfil de proto-mediación y mediador que justifique en esencia la mediación moderna, esa que ahora todos conocemos y que va ganando terreno en todas las ámbitos de las relaciones humanas. Debemos ser conscientes de que el problema también estriba en despejar cuestiones tan delicadas como, por ejemplo: definir qué situaciones pueden ser causa de conflicto según que sociedades y contextos históricos o por qué sólo en ciertos momentos, y no en otros, se ha producido una institucionalización de la figura del mediador y de la mediación de cara a facilitar una respuesta alternativa a la resolución de conflictos.

A día de hoy, estos y muchos otros interrogantes, escapan a nuestras pretensiones. Pero lo que sí podemos afirmar es que en todas las culturas y en todos los continentes encontramos manifestaciones muy diversas de la experiencia mediadora, acompañadas a su vez de muy diferentes prácticas sociales, en donde la función del mediador se significa en un único «intermediario«/«tercero neutral» [Aquellas formas de resolución de conflictos, donde se incluye en el proceso conciliatorio a un tercero, también se las denomina, en algunos textos, tríadicas.] —de autoridad moral y aptitudes socialmente reconocidas— o expresadas a través de un órgano colectivo de naturaleza formal/informal, como pueden ser los consejos de ancianos, los tribunales de jurisdicción no ordinaria o los comités y juntas comunales. Sobre la existencia de algunas de estas figuras, con frecuencia desarrolladas en los límites del Derecho Natural y sobre las diferentes «voces» y términos bajo los que se ha registrado la función del mediador hablaremos más adelante. De momento baste con decir que el rápido avance en la formulación y consolidación de un marco teórico, que sostenga de manera convincente el fenómeno de la mediación, va dejando al descubierto la necesidad de contemplar su realidad histórica como una conducta tan inherente al ser humano como el propio conflicto.

En consecuencia, no es de extrañar que al adentrarse en las fuentes historiográficas muchos autores se vean sorprendidos por la longeva trayectoria de las prácticas mediadoras o por la gran cantidad de variantes que han existido de las mismas. Tal vez sí resulte más extraño o llamativo el hecho de que durante siglos hayan sido relegadas al olvido (sobre todo en Europa), consideradas un subproducto de la jurisprudencia que sólo goza de cierta acogida entre los estamentos con menos recursos de la sociedad. Algunos autores son aún más incisivos y ven en el mediador a una especie de prestidigitador del conflicto, poco más que una invención moderna, o condenan a la mediación por intrusismo en las instituciones, quitándole peso y credibilidad [Hasta que la mediación no accede al sistema legal y judicial de un estado, esto es, hasta que no se institucionaliza, no se la reconoce y legitima en su totalidad. «La historia está llena de ejemplos en los que algunas personas de la comunidad, como líderes religiosos o personas con autoridad e influencia, actuaban a petición directa de las partes cuando se acudía a ellos en busca de la resolución de conflictos. En la medida en que el estado organiza y toma para sí la función de impartir justicia y resolver los conflictos, la mediación va quedando soslayada en beneficio del procedimiento judicial (…)»]. En su monografía sobre «Los mediadores» Jean Six evidencia este tipo de impresiones, a la par que deja constancia, con su testimonio, de un momento muy concreto en el que Francia comienza a legislar con mayor rigor la figura del mediador —estamos en la década de los noventa—. En esta coyuntura el debate sobre su progresiva institucionalización se radicaliza:

Estos mediadores son unos personajes nuevos que la ley de 8 de febrero de 1995 introduce en nuestras instituciones y que se integran en el proyecto de reforma de la justicia a través de la ley de 13 de diciembre de 1998, relativa al acceso al derecho y la resolución amistosa de los conflictos. Se depositan en ellos grandes esperanzas (…).

Parece que, de entrada, los jueces confiaron sobre todo en las asociaciones de mediadores, que se habían constituido de diversas maneras, normalmente según ideologías bastante pacifistas e incluso, a veces, siguiendo el deseo de establecer una justicia distinta de la ordinaria, porque algunos contestatarios de la justicia establecida vieron aquí una brecha por la que introducirse. (…) Lo esencial es no escindir la justicia en dos, convirtiendo a los mediadores en unos pequeños jueces.

Y prosigue arremetiendo contra los mediadores familiares:

En Francia, los primeros partidarios de la mediación familiar sintieron que en principio no tenían viento contrario alguno, sino tan sólo viento a favor; y aunque para hinchar sus velas no dispusieran de una idea, sino únicamente de un rumor, éste les parecía sobradamente suficiente y eficaz.

(…) Muchos mediadores familiares, que se han arrogado ese título desde hace unos cuantos años, van mucho más lejos y actúan como pseudo- psicólogos, interviniendo en la esfera privada.

Existe el peligro de pensar en el mediador como si se tratara de un mago, o incluso creer que es alguien que, al estar por encima de las leyes —tanto la ley civil como la ley natural—, puede resolver todos los problemas y sanar todas las heridas.

Afortunadamente, este panorama ha cambiado bastante en los últimos tiempos y la «cultura de la mediación» —término vago pero de momento acuñado por numerosos autores— ha trascendido a todos los órdenes, político, social y económico. Prueba de ello es que también ha permeado al ámbito de lo artístico-cultural, en ocasiones, todo sea dicho, con un claro sesgo divulgativo. El fin es normalizar su presencia y uso como alternativa a la vía judicial.

No obstante, en estos inicios en los que todo está por construir —sobre todo en la vertiente más social de la mediación— la labor principal de todos los profesionales involucrados en su avance como disciplina académica es, a nuestro juicio, la de acortar distancias entre la teoría y las prácticas sociales; tal vez así se logre dejar atrás esa idea de que la mediación es una estrategia de reciente factura o mera entelequia surgida de la nada.

Llegados a este punto me hago eco de las palabras de Sanmartín Arce, doctor en Antropología social, que decía que en la era moderna y dejando de lado el ya universal mito de Don Juan, sólo el Mito del Progreso había tenido tanto éxito en su expansión. El Mito del Progreso condensa muy bien esa idea, tan propia y genuina de nuestro tiempo, de percibir los procesos sociales como si estuvieran sujetos a una secuencia lineal, donde todo tiende siempre a más, donde no existe la involución o el estancamiento. Sería como evocar el espíritu olímpico y sus máximas: más alto, más rápido, más lejos… Pero, en realidad, este planteamiento nos recuerda más a aquellas teorías difusionistas del siglo XIX, que tanto hicieron por dar un sustento teórico a la primacía de occidente, justificando de paso sus respectivas políticas coloniales. Si cometemos el error de ahondar, bajo los mismos parámetros, en la historia de la mediación, podríamos llegar a la conclusión de que nuestro modelo es la expresión última de todas las mediaciones. Más perfecta, eficaz y sostenible que cualquier otra experiencia ajena a nuestra tradición cultural (léase greco-latina). Esta perspectiva no deja de empobrecer el concepto de Mediación. Urge, por lo tanto, relajar el carácter etnocéntrico de muchas de las investigaciones que se llevan a cabo y aperturar nuevos horizontes.

Otro de los males que dificultan, tanto a nivel teórico como metodológico, el desarrollo de la mediación, es el aproximarse con una visión excesivamente holística a los procesos de resolución del conflicto. Un punto de vista que prima demasiado el contexto en detrimento del individuo. Por otra parte, resulta muy difícil conciliar esa visión holística con el espíritu interdisciplinar de la mediación.

Fernández del Riesgo, filósofo y sociólogo, expone al comienzo de su obra, titulada «Antropología de la muerte», una interesante comparativa entre la «lógica holística» y la «lógica pericorética». Si bien el tema sobre el que versa su libro no se encuentra próximo al que nos ocupa, su reflexión en torno a ambas lógicas puede ser aprovechada para nuestra causa, porque consideramos que una visión pericorética podría aportar más que una holística a la mediación. Veamos cómo define Fernández del Riesgo estás lógicas:

La concepción holística (del griego holos=totalidad) entiende el todo como presente en las partes y viceversa, lo que le permite una síntesis ordenadora y reguladora, que integra cada totalidad en otra superior. Y la lógica pericorética es la lógica de la complementariedad, de la reciprocidad dialógica, de la circularidad e inclusión.

Está por ver si esta orientación filosófica se ciñe mejor a los nuevos desafíos y pretensiones de la mediación, al menos así lo creemos [Siendo este el punto de encuentro hacia el que se dirigen todas las unidades didácticas, es en particular en la quinta y última del presente volumen, «Uniendo disciplinas», donde quizá se evidencie más la susodicha lógica pericorética.].

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