La idea europea en la historia

1.1. Los orígenes del proceso integrador hasta el siglo XIX

Si nos remontamos a la Baja Edad Media, encontramos, ya entonces, la idea de una Cristiandad medieval organizada, nostálgica del Imperio Romano. La comunidad cultural de la Europa medieval se caracterizaba por una lengua y una religión comunes. El Imperio y el Papado daban unidad estructural, pero eran políticamente ineficaces. Era una «organización mundial» porque el mundo era Europa (C. Friedrich: 1969). Europa comienza a tener conciencia de sí misma a partir del siglo XVI , con la aparición del Estado moderno, liberado de la tutela del Imperio y del Papado. Por ello, el profesor Antonio Truyol situó la génesis del europeísmo y su esencia misma en la Edad Moderna.

También la política de la época intentó organizar, a su modo y de forma interesada, el atormentado mapa europeo de los siglos XVI y XVII mediante el «sistema de Estados europeos» esbozado en la Paz de Westfalia (1648).

La idea de una organización europea se desarrolla a partir del ensayo de E. Kant (1724-1804) Sobre la paz perpetua: para él, la paz mundial y, por consiguiente, la paz europea requiere una organización europea de Estados y que éstos adopten el principio de separación de poderes.

El siglo XIX fue un siglo de atractivas contradicciones: a pesar de estar dominado por los nacionalismos, el oscurantismo nacionalista no pudo sofocar la utopía de la unión europea, que fue defendida, por ejemplo, por Saint-Simon (1760-1825) concibiendo Europa como un Estado federal, o por el filósofo positivista Augusto Comte (1798-1857) y el dramaturgo Victor Hugo (1802-1885), quien profetizaba que llegaría un día en que las naciones europeas

sin perder vuestras cualidades distintas y vuestra gloriosa individualidad, os fundiréis estrechamente en una unidad superior y constituiréis la fraternidad europea.

Pero las primeras décadas del siglo XIX todavía tuvieron que soportar las sangrientas consecuencias del Congreso de Viena (1815) y del fracaso del «concierto europeo» o Pacto de la Santa Alianza, maquinado por las fuerzas monárquicas y conservadoras al término de las guerras napoleónicas y como reacción a los movimientos sociales y democráticos.

Ese mismo siglo fue testigo del inicio de una cooperación institucionalizada mediante la creación por Estados europeos de las primeras organizaciones internacionales. Se trataba de una cooperación voluntaria, basada en el pleno respeto a la soberanía de los Estados, con la finalidad de resolver problemas comunes y satisfacer intereses también comunes en materia de comunicaciones y en los campos técnico-científicos; así la Comisión del Rin, la Comisión Europea del Danubio, la Unión Postal Universal (UPU), la Unión Internacional Telegráfica (UIT), etc.

1.2. La idea europea entre 1900 y 1945: la iniciativa de A. Briand

El siglo XX se inició, como etapa simbólica de su devenir histórico, con la Primera Guerra Mundial (1914-1918) a la que condujeron los variados nacionalismos de la época; a su término se inicia el declive de las grandes potencias europeas ante la aparición en la arena internacional de las superpotencias. Ciertamente, el hecho de que EEUU no quisiera participar en la Sociedad de Naciones, a la cual, sin embargo, contribuyó a crear, y el hecho de que la URSS fuera expulsada por la invasión de Finlandia, ocultó la decadencia política de Europa.

De nuevo, las elites intelectuales y políticas mostraron su preocupación por la idea europea a fin de desterrar la trágica experiencia del odio nacionalista. Precisamente, en este período de entreguerras se fundaron numerosas asociaciones y publicaciones periódicas de europeístas en defensa y difusión de sus tesis federalistas; también destaca en el período de las entreguerras el proyecto de una Europa confederal de Richard Coudenhove-Kalergi (1894-1972), difundido en su Manifiesto Paneuropa (de 1923), que tuvo gran eco en los medios intelectuales. Era una obra profética y representa el despertar inmediato del movimiento en favor de la unificación europea. Ideó un modelo cuyo parecido con la actual realidad comunitaria no es pura coincidencia y por ello fue un visionario (el término mismo europos significa «el que ve lejos»; así calificaba Homero al dios Zeus).

Pero el intento de mayor transcendencia política fue la propuesta hecha por Francia, a través de un discurso del ministro francés de asuntos exteriores, Aristides Briand, en la Sociedad de Naciones (SDN) el 5 de septiembre de 1929, de creación de una federación denominada «Unión Europea».

Esta iniciativa no fue considerada utópica, pero tampoco despertó las respuestas favorables necesarias en el conjunto de Estados europeos debido a la crisis económica («la gran depresión» de 1929) que empezaba también a sentirse en Europa y el alarmante ascenso del nacionalsocialismo.

La crisis económica en los años treinta y el triunfo de los fascismos propiciaron un clima nacionalista que desembocó en la segunda gran guerra entre europeos en este siglo. Sin embargo, los proyectos de unificación resurgieron durante la Segunda Guerra Mundial y desde la resistencia o desde el exilio se siguió propugnando la necesidad de impedir esos cataclismos cíclicos que asolan a Europa proponiendo como objetivo inmediato, tras lograr la paz, organizar una estructura federal en Europa. Y en ese ambiente de angustia y de lucha es cuando la idea europeísta prende enmovimientos colectivos de amplias capas de la población.

Algún proyecto concreto de unificación —a pequeña escala— triunfó en plena guerra, como los acuerdos que crearon el BENELUX (1943) entre los Gobiernos, entonces en el exilio, de Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo.

1.3. La construcción europea después de 1945: el movimiento europeo y el federalismo europeo

El mapa y la comunidad de ideas de Europa habían sufrido una profunda conmoción. Después de 1945, Europa ya no era la misma. De la pugna entre nacionalismos, la superviviente fue una Europa ideológicamente amputada de su mitad oriental, bajo el dominio soviético, y moralmente rota por los horrores de la guerra. Además, las divisiones políticas y la penuria económica hacían temer la persistencia de los particularismos, agravándose los desequilibrios por fundados temores de nuevos enfrentamientos armados.

Por todo ello, la necesidad de resucitar la idea de la unidad europea se hizo urgente y sentida entre la población, formándose multitud de asociaciones pro-europeístas de carácter privado. Eran movimientos de la opinión pública, que no respondían a impulsos gubernamentales, entre los que destacaron las organizaciones sindicales, los universitarios, personalidades de la vida intelectual y artística, etc. Los actos europeístas se sucedieron por toda Europa Occidental y demostraron que tenían un amplio apoyo popular.

Los movimientos federalistas europeos compartían los principios políticos sobre los que reposa el pensamiento político federalista: autonomía, cooperación y subsidiariedad. Sin embargo, el error de las corrientes federalistas de la época fue buscar un paralelismo entre la unificación europea y la de Estados federales bien conocidos (el Zollverein o unión aduanera alemana de 1834 y la Confederación Germánica de 1818-1866, que condujo al Estado Alemán) o el precedente de los EEUU.

Todas las propuestas que desde el remoto medievo hasta 1950 se han ido haciendo por pensadores y políticos han tenido un fundamento común, una razón de ser: la cultura, la común identidad cultural europea. Europa en el pasado nunca fue ni una entidad económica ni una entidad política. Pero, desde su rica diversidad y la originalidad de sus modos de vida y de sentir de los pueblos europeos, Europa ha sido una entidad cultural: ha tenido una posición propia ante la vida, un pensamiento y una actitud sobre el ser humano y los valores éticos y sociales diferente a otros pueblos y civilizaciones.

1.4. El Plan Marshall: el despertar inmediato de la integración

La economía europea de la segunda posguerra se basaba en la autarquía y en el trueque; Europa sólo contaba en su haber con las ruinas de una larga guerra devastadora. La situación de penuria era tal que la dislocación económica, social y política que se vivía hacía temer que esta mitad occidental pudiera caer en manos comunistas y, por tanto, bajo control de la URSS. Esta situación movió a los EEUU a presentar el «Plan de Reconstrucción Europea» en junio de 1947 por el Secretario de Estado norteamericano, el general George Marshall.

El Plan Marshall consistía, en sus aspectos esenciales, en que el Gobierno norteamericano pagaría directamente a los exportadores norteamericanos que vendieran productos a los Gobiernos o a los fabricantes europeos. Los importadores europeos pagaban en sus monedas nacionales y este pago se giraba a una cuenta a nombre del Gobierno de los EEUU en los Bancos centrales nacionales («contravalor»); el contravalor quedaba inmovilizado y no se afectaba a la compra de dólares y no se utilizaba, en consecuencia, por el Gobierno estadounidense. Por su parte, el Gobierno de los EEUU aceptaba poner a disposición de los Gobiernos europeos esas cantidades inmovilizadas para llevar a cabo inversiones: a tal fin, el general Marshall sugería la necesidad de un acuerdo entre los Estados europeos sobre sus necesidades de desarrollo y un programa que pusiera en marcha la economía europea; pero el entendimiento sobre las necesidades y los remedios era un «asunto de los europeos. La iniciativa —en opinión de G. Marshall— debe venir de Europa».

La respuesta fue inmediata: dieciséis Estados europeos se reunieron al mes siguiente (quedaron fuera Alemania, España y los países del Este —éstos por imposición de la URSS a pesar de los deseos de Polonia y de la antigua Checoslovaquia de participar en el Plan—). Después se decidió gestionar en común la ayuda americana mediante la creación de la Organización Europea de Cooperación Económica (OECE, 16 de abril de 1948), en la que Alemania ingresó en 1949 — beneficiándose del Plan Marshall— (y participaban también EEUU y Canadá como asociados, sin derecho de voto).

Los méritos del Plan Marshall fueron muchos: prever un plan racional para poner en pie las economías europeas y de desarrollo de éstas, crear un régimen multilateral de los intercambios, liberalizar éstos, reducir los contingentes, coordinar los planes económicos nacionales, organizar la convertibilidad de las monedas y organizar, mediante la Unión Europea de Pagos, un sistema de compensaciones multilaterales y la concesión de créditos a los países deudores. Y, desde luego, en el orden político hay que subrayar que al promover la necesidad del entendimiento y de las iniciativas europeas para la gestión común de la ayuda norteamericana se evitaba que dicha ayuda supusiese una dependencia satelizada de los EEUU.

Pero siendo muy estimables los méritos reseñados del Plan Marshall, lo más sobresaliente y decisivo fue que la gestión en común de las ayudas enseñó a Europa occidental las posibilidades de su unión, y la maltrecha Europa supo aprender de la OECE las mejores lecciones sobre la organización de una Europa con energías propias.

1.5. El Congreso de la Haya y la creación del Consejo de Europa

De estos años habría que recordar otros acontecimientos como el Congreso de Europa, convocado por el «Comité de Coordinación de los Movimientos para la Unidad europea» y reunido en La Haya del 7 al 11 de mayo de 1948, en el que confluyeron decenas y decenas de organizaciones federalistas pro-europeístas con la participación de más de 750 delegados. En aquella magna asamblea, una suerte de «Estados Generales de Europa», ya se hicieron notar las dos grandes corrientes europeístas que persisten hoy en día: aquellos que pretendían una cooperación intergubernamental y los que soñaban con una integración de carácter federal.

Las dos corrientes desembocaron en creaciones organizativas distintas. Por un lado, la creación del Consejo de Europa (Estatuto firmado en Londres, 5 de mayo de 1949) daba satisfacción a las corrientes intergubernamentales, apoyadas por los anglosajones, que no deseaban hacer cesión alguna de soberanía sino una cooperación intergubernamental estrecha y permanente mediante instituciones con poderes consultivos. Por otro, las corrientes federalistas, partidarias de la cesión parcial de soberanía y de instituciones dotadas de poderes importantes se sentían insatisfechas con el Consejo de Europa por lo que encontraron un cauce en la propuesta francesa de creación de la CECA (Comunidad Europea del Carbón y del Acero), iniciándose así el actual proceso de integración europea.

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