Adhesión y retirada de la Unión Europea

Desde los años cincuenta ha sido notable la capacidad de atracción del proceso de integración y de idear fórmulas de aproximación hasta llegar a la adhesión, lo que confirma que las ampliaciones estaban en la lógica de la integración desde 1951 y 1957.

El Estado candidato ha de ser un Estado europeo, es decir, lo que comúnmente se entiende en geografía y en la geopolítica por Europa. Además, debe ser un Estado democrático. Desde la reforma de Amsterdam, se han precisado unas condiciones generales sobre el régimen político del Estado solicitante: debe respetar los valores previstos en el artículo 2 TUE. También se han formulado requisitos más concretos en los denominados «criterios de Copenhague» (Consejo Europeo de diciembre de 1993). Junto al requisito de la estabilidad democrática, deberían demostrar

[...] la existencia de una economía de mercado en funcionamiento así como la capacidad de hacer frente a la presión competitiva y a las fuerzas del mercado en el seno de la Unión. [...] La capacidad de la Unión de absorber nuevos miembros, manteniendo al mismo tiempo el ritmo de la integración europea, es también una cuestión importante de interés general tanto para la Unión como para los países candidatos.

La comprobación de la capacidad real de integración del candidato y la capacidad de absorción de la UE (criterios de Copenhague) impiden los automatismos y dejan en la capacidad de apreciación de la Unión la decisión última sobre el ingreso de un Estado candidato. El artículo 49, tras la reforma del Tratado de Lisboa, implícitamente remite a «los criterios de elegibilidad acordados por el Consejo Europeo».

La petición de adhesión se dirige al Consejo. Se informa de la petición al Parlamento Europeo y a los Parlamentos nacionales. El Consejo solicita un dictamen a la Comisión en el que se ponen de relieve los problemas y los efectos del ingreso para la UE y para el solicitante. Si hay unanimidad en el Consejo, entonces se inician las negociaciones con el Estado o Estados candidatos. Estas negociaciones son siempre complejas y a veces muy largas.

En la Conferencia negociadora lo que se discute en esencia es el cuándo y el cómo de la aplicación del Derecho originario y derivado; en efecto, la obligación inicial del Estado candidato es aceptar el «acervo comunitario» a fin de asumir los mismos derechos y obligaciones que todos los demás Estados miembros. No se discute el contenido obligacional, sino los plazos y modalidades para que el futuro Estado miembro aplique íntegramente las normas de la Unión con las eventuales excepciones o regímenes especiales.

La aceptación del Derecho adoptado con anterioridad a la adhesión se contempla siempre en el Acta relativa a las condiciones de la adhesión y a las adaptaciones de los Tratados, cuyos textos son básicamente concordantes en todas las ampliaciones.

El resultado final de las negociaciones de adhesión requiere el acuerdo entre los Estados miembros y el Estado candidato y se plasma en el Acta de Adhesión. El Acta incluye las adaptaciones institucionales necesarias (modificación del número de los miembros de la Comisión, su cupo de diputados al PE, lenguas, etc.) para acoger al nuevo Estado en las Instituciones.

El Consejo solicita la aprobación al PE —por mayoría absoluta de los miembros que lo componen—, una vez se ha adoptado el Acta de Adhesión, de forma que el PE podría vetar el ingreso de un nuevo Estado. El procedimiento de adhesión consta, además, de una fase de control nacional o democrática en el Parlamento del Estado candidato y en los Parlamentos de los Estados miembros. En efecto, puesto que toda adhesión supone un nuevo Tratado que conlleva una revisión de los Tratados constitutivos al ampliar la «base constituyente», es decir, el número de Estados miembros, éstos y el solicitante deben recabar la ratificación interna conforme a sus respectivas normas constitucionales de autorización y prestación del consentimiento a este tipo de Tratados internacionales (en el caso de España el art. 93 de la Constitución española).

La retirada de la UE está reconocida expresamente en el artículo 50 TUE y forma parte del estatuto de derechos de los Estados dentro de la UE.

El derecho internacional no permite la retirada de un tratado salvo que esté expresamente permitida en el mismo o se deduzca que era intención de las partes admitirla o se deduzca de la naturaleza misma del tratado (art. 56.1 del Convenio de Viena sobre el derecho de los tratados).

Precisamente, por su naturaleza, los tratados constitutivos de organizaciones internacionales se sobreentienden concluidos con este derecho.

La reforma introducida por el Tratado de Lisboa clarifica este derecho de los Estados, máxime habida cuenta la intensidad y calidad de los compromisos que adquieren los Estados miembros y para evitar cualquier superficial asimilación de la UE a la estatalidad. Hay pues un derecho de secesión que sería impensable en el seno de un Estado y que confirma la naturaleza de organización internacional de la UE.

Es, por tanto, una decisión unilateral del Estado que desea retirarse. Debe formalizarla conforme a lo establecido en el artículo 50 TUE: se exige que la voluntad del Estado se haya formado según sus propias reglas constitucionales; debe notificarse esa intención al Consejo para abrir negociaciones sobre la forma y efectos de la retirada. El acuerdo internacional requiere la aprobación del PE (mayoría simple) y del Consejo (por mayoría cualificada) sin que pueda participar el Estado que se retira. Si no se llegara a un acuerdo en dos años, la retirada entrará en vigor al cumplirse ese plazo desde la notificación de la intención. Por consiguiente, la falta de acuerdo en las negociaciones no será un obstáculo para lograr la retirada.

No ha habido precedentes hasta ahora. La retirada de Groenlandia no es asimilable al ser una región parte de un Estado miembro, por lo que su tratado de retirada de 1984 afecta más estrictamente al ámbito territorial de cada Estado en el que son aplicables los tratados de la UE puesto que éste puede ser inferior o superior a su propio territorio de soberanía.

Los antiguos Tratados CEE y Euratom, así como el vigente Tratado de la Unión, desde su versión inicial de Maastricht, establecen que la integración y los tratados que la rigen tienen una duración «ilimitada». Dicho de otro modo, no se han concluido por un tiempo determinado o a determinar en el futuro. Tienen vocación de futuro en el tiempo, pero nada impediría que cada Parte pueda ponerles fin. El Tribunal de Justicia en la importante sentencia Costa c. ENEL declaró que los Tratados son «una limitación definitiva, en determinados ámbitos, de sus derechos soberanos en favor de este ordenamiento jurídico, por lo que no puede prevalecer una norma nacional posterior sobre esos derechos definitivamente transferidos». De esa expresión no se debe deducir que son perpetuos; el contexto de la limitación definitiva se refiere a actos concretos de aprobación de leyes internas opuestas a la norma de la UE. En los ámbitos atribuidos a la UE hay una limitación definitiva, no caben actos unilaterales concretos contrarios a una norma europea por la primacía de aquélla. No se puede disponer a voluntad de concretas competencias y seleccionar las obligaciones. Sólo cabría la retirada y así salir legalmente del ámbito de aplicación de todo el derecho de la UE y de la Unión misma.

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