Tipología y cómputo de las penas privativas de libertad
I. BREVE REFERENCIA A LA EVOLUCIÓN HISTÓRICA DE LAS PENAS PRIVATIVAS DE LIBERTAD
La obligación de permanecer en un lugar cerrado durante un tiempo determinado o indeterminado, que constituye la esencia de las penas privativas de libertad (ver supra lección 27), ha estado siempre presente en los sistemas penales a lo largo de la Historia. Pero la privación de libertad como pena autónoma, consistente en la mera restricción de la libertad ambulatoria del penado en el sentido apuntado, no aparece hasta el siglo XVIII. Y es que hasta entonces la libertad era privilegio de unos pocos y no un derecho esencial del individuo al que se le concediese excesiva importancia (de hecho, muchas personas carecían de libertad por su condición social de esclavos o siervos). Por tanto, una pena que amenazase con privar, sin más, de esta prerrogativa, no podía ser eficaz desde el punto de vista preventivo general y eso la descartaba como castigo en los sistemas punitivos anteriores a la Ilustración, basados fundamentalmente en la intimidación.
En consecuencia, la retención del penado tenía, salvo en muy contadas excepciones, un cariz meramente instrumental, de manera que se imponía para satisfacer otros fines como asegurar la presencia del acusado en el proceso que se siguiera contra él, o aplicar otras penas que, por su propia naturaleza, requerían su presencia, como la pena de muerte, las penas corporales, las penas infamantes o las de trabajos forzados.
Estas últimas surgieron durante la Edad Moderna, fundamentalmente a finales del siglo XVI, cuando las circunstancias económicas determinaron la necesidad de mano de obra que se veía insatisfecha por el escaso crecimiento demográfico de la época. Esta carencia se cubrió con la población delincuente a la que se obligaba a realizar diversas tareas en condiciones infrahumanas. Surgen así las denominadas casas o establecimientos de corrección (donde se realizaban labores productivas manuales como el raspado de palo para la fabricación de colorantes o la hilandería), la pena de galeras (servicio de remo en los barcos de la Corona) o el servicio de minas, entre otras.
Con la llegada del siglo XVIII y el triunfo del pensamiento liberal, la dignidad del hombre entendida como el respeto que todo ser humano merece por el hecho de serlo, pasó a ser un valor fundamental. En el nuevo orden axiológico, la libertad se concibió como un derecho esencial de la persona. Estas ideas ilustradas se tradujeron en una racionalización y humanización del orden punitivo, y en el progresivo abandono de la crueldad de los regímenes anteriores. A este respecto, fueron esenciales las aportaciones de autores como Jeremy BENTHAM y Cesare BECCARIA. En este contexto, la privación de libertad como mera retención o aislamiento del penado en un establecimiento cerrado se perfila como el castigo por antonomasia de los sistemas punitivos liberales del siglo XIX. Ello se explica por los siguientes motivos:
- La privación de libertad, como pena autónoma, ganó peso intimidatorio por la nueva concepción del derecho al que afectaba. Esta pena satisfacía así las exigencias preventivo generales y también las preventivo especiales, al menos en su vertiente negativa. Y es que el penado, al quedar aislado, no podía cometer nuevos delitos en sociedad mientras se prolongase la condena. Por otro lado, cumplida la misma, se esperaba que el condenado quisiera evitar la experiencia aflictiva del castigo sufrido renunciando a cometer futuros delitos.
- La privación de libertad puede tener distinta duración, por lo que resulta graduable en atención a la gravedad del delito. La racionalidad que debía presidir la intervención punitiva necesitaba de esta proporcionalidad entre el delito y su castigo que la pena privativa de libertad permite.
- La privación de libertad daba también respuesta al ideal humanitario que debía inspirar el nuevo orden punitivo. Su aplicación era compatible con la reeducación del penado mientras durase el encierro a través de la implantación de programas de rehabilitación en el medio carcelario. Ello satisfacía las exigencias preventivo especiales positivas, más allá de la duración del castigo, si se lograba, en efecto, la reeducación del penado.
La privación de libertad gana así autonomía, su uso se generaliza y empieza a aspirar a metas que van más allá de la mera separación del individuo del cuerpo social. De este modo se replantean las bases de su ejecución, sobre todo cuando la misma supone el encierro del penado en una institución estatal como la prisión. Empiezan a perfilarse los sistemas penitenciarios que regulan las condiciones de vida de los reclusos así como el funcionamiento interno de la prisión, y ello para que el encierro no solo consiga la custodia y aislamiento del penado sino también su educación, a fin de que pueda integrarse en la sociedad una vez recupere su libertad. Semejante proceso se estudia en la lección siguiente relativa a la ejecución de las penas privativas de libertad (ver infra lección 29).
II. LAS PENAS PRIVATIVAS DE LIBERTAD EN EL CÓDIGO PENAL ESPAÑOL
El fenómeno descrito supra, por el que la pena privativa de libertad se generalizó y alcanzó autonomía coincide, en parte, con el proceso de codificación penal española. Así, desde 1822, la mayoría de las penas previstas por los Códigos penales españoles son privativas de libertad.
La práctica totalidad de las mismas se pueden identificar, salvando las distancias, con la actual pena de prisión, pues obligaban al penado a permanecer en lo que hoy se considera un centro penitenciario.
Sin embargo, en virtud de su duración y de las condiciones de cumplimiento, se diferenciaban distintas clases de penas privativas de libertad que suponían el encierro institucionalizado del individuo (el Código penal de 1973 distinguía entre reclusión mayor, reclusión menor, presidio y prisión mayores, presidio y prisión menores, arresto mayor y arresto menor).
El Código penal de 1995 simplificó, en el momento de su aprobación, esta regulación, pues contemplaba. una sola clase de pena de prisión que puede considerarse grave o menos grave (nunca leve) en función de su duración (ver supra lección 27). Tras la reforma introducida por LO 1/2015, de 30 de marzo, se introduce la pena de prisión permanente revisable que tiene la consideración de pena grave y que aparece, al menos formalmente, como una clase de pena privativa de libertad distinta a la de prisión (art. 35 CP). Además, el sistema vigente incorpora otras dos clases de penas a la categoría de penas privativas de libertad como son la localización permanente y la responsabilidad personal subsidiaria por impago de multa (art. 35 CP).
Todas ellas deben orientarse, según la Constitución; a la reeducación y resocialización del penado, pero este mandato constitucional no excluye otras finalidades (ver supra lección 27).
Como ya se advirtió, si bien la presencia de esta clase de penas se trató de reducir en el momento de la aprobación del Código penal en 1995, las últimas tendencias político-criminales reflejadas en las recientes reformas legislativas han apostado por su proliferación de manera que vuelven a aparecer como la respuesta penal de muchos tipos delictivos. También se advierte un progresivo recrudecimiento de estas penas a través de los mencionados cambios legislativos. En este sentido, se aprecia un paulatino aumento de su duración máxima, hasta el punto de que la misma puede resultar a día de hoy indeterminada en algunos casos (prisión permanente revisable y supuestos de pluralidad delictiva), y un creciente endurecimiento de sus condiciones de ejecución. Ello presenta no pocos inconvenientes, sobre todo en relación con las penas de prisión permanente revisable y de prisión, como habrá ocasión de comprobar en los apartados siguientes.
A. La prisión permanente revisable
A.1. Consideraciones previas
Como venimos apuntando, la prisión permanente revisable constituye una de las novedades introducidas por la reforma de LO 1/2015, de 30 de marzo. Cabe hablar, en este sentido, de un cambio histórico, pues, desde el Código penal de 1870, ninguno de los posteriores, incluidos los vigentes durante las dictaduras de Primo de Rivera y del General Franco, preveía una pena de estas características.Con todo y al margen de la legislación penal militar, el Código penal de 1928, que se aprobó durante la dictadura de Primo de Rivera, contemplaba, entre las penas que se podían aplicar conforme al mismo, la pena de muerte (art. 87 CP 1928). Por su parte, el Código penal de 1944, aprobado durante la dictadura franquista, también contemplaba la pena de muerte entre las que se podían imponer con arreglo al mismo (art. 27 CP 1944).
El aumento del rigor punitivo que se viene advirtiendo en los sucesivos cambios legislativos de los que ha sido objeto el vigente Código penal, sobre todo desde principios del siglo XXI, se refleja con especial intensidad en la referida reforma de 2015 que, con la introducción de una pena de prisión de carácter permanente, aunque revisable, vuelve a esquemas punitivos propios del siglo XIX. El legislador justifica esta decisión sobre la base de, al menos, tres razones.
Por un lado, afirma que la prisión permanente revisable constituye una pena presente en los ordenamientos de otros países de nuestro entorno europeo. Asimismo, considera que este tipo de respuesta punitiva es necesaria como consecuencia de delitos de extrema gravedad, «en los que los ciudadanos demandaban una pena proporcional al hecho cometido». Por último, insiste en el hecho de que esta pena está sujeta a un régimen de revisión que, eventualmente, permite su remisión, lo que hace que la misma no resulte contraria al mandato constitucional del art. 25.2 CE, que exige que las penas privativas de libertad se orienten a la reeducación y reinserción del penado, ni al de los arts. 15 CE y 3 CEDH, que prohíben las penas inhumanas y degradantes. Todas estas razones se ponen de manifiesto en el preámbulo de la citada LO 1/2015, de 30 de marzo.
Respecto de las mismas se pueden plantear, entre otras, las siguientes objeciones.
Es cierto que hay países europeos de nuestro entorno como por ejemplo Alemania, Austria, Bélgica, Dinamarca, Francia, Italia o Reino Unido, cuyos ordenamientos jurídicos prevén la pena de prisión permanente (también hay que destacar que los ordenamientos de otros países europeos, como Portugal, rechazan expresamente las condenas perpetuas). Con todo, la mera referencia al Derecho comparado no es suficiente para justificar la introducción de una medida tan extrema. Al respecto, es preciso valorar su necesidad en atención a la realidad criminológica del Estado donde se quiere implantar, así como a las características del sistema punitivo en el que se quiere introducir en su conjunto.
En este sentido, hay que advertir que los países europeos en los que está en vigor la prisión permanente (cuyas constituciones no prevén un mandato como el del art. 25.2 CE), la pena de prisión más grave, inmediatamente inferior a la permanente, no suele superar los 15 o 20 años de duración (DÍEZ RIPOLLÉS). En España dicha pena puede llegar a los 25, 30 o 40 años, que en algunos casos se pueden cumplir de forma efectiva dentro del centro penitenciario. Y ello siempre que estemos ante delitos enjuiciados o enjuiciables en un mismo procedimiento pues, en caso contrario, la permanencia de la persona en prisión puede superar, y con creces, como de hecho ha ocurrido en no pocas ocasiones, los 40 años de duración. Según un informe de 2010 de la Secretaria General de Instituciones Penitenciarias, en España había 345 personas presas —sin contar las condenadas por delitos de terrorismo— con penas no acumulables superiores a 30 años; la suma de penas impuestas a una de estas personas alcanzaba cerca de 106 años sin que exista posibilidad legal, más allá del indulto, de revisar esta situación. Es decir, que el sistema anterior a la reforma de 2015 contaba ya con penas de prisión de muy larga duración y de efectos idénticos e incluso peores, en ocasiones, a los de la prisión permanente revisable.
Por otro lado, los plazos de revisión obligatoria de la prisión permanente en Europa son, como regla general, muy inferiores a los del sistema español (de 10 años en Bélgica, 12 en Dinamarca, de 15 en Alemania, de 20 en Francia o de 26 en Italia). En España el plazo mínimo para revisar la prisión permanente es de 25 años, en el mejor de los casos, y de 35, en el peor. Es decir, que con la reforma de 2015 se introduce uno de los sistemas de prisión permanente más represivos del mundo occidental (DÍEZ RIPOLLÉS).
Asimismo, es preciso resaltar que España tiene una tasa de criminalidad muy por debajo de la media de los países de la Unión Europea y, a su vez, inferior a la de todos los países europeos antes nombrados cuyos ordenamientos penales prevén la prisión permanente (ARROYO ZAPATERO). Todos estos datos nos deben llevar a reflexionar sobre la necesidad y consiguiente legitimidad de esta pena de prisión permanente.
También se puede dudar de la bondad de la prisión permanente como respuesta supuestamente proporcional a hechos delictivos de «extrema gravedad». Ello por, al menos, dos motivos: Por un lado, la selección de los delitos de extrema gravedad no deja de resultar en parte arbitraria y, por ende, cuestionable. Esta pena se prevé, entre otros supuestos, como la principal del delito de asesinato de una persona menor de 16 años o del asesinato cometido por una persona perteneciente a un grupo u organización criminal (ver art. 140.1 CP). Es decir, que la extrema gravedad que se atribuye al asesinato del menor de 16 no se asigna, en principio, al del menor de 17, sin que se puedan advertir razones objetivas que justifiquen esta decisión. Es asimismo difícil entender por qué todo asesinato que cometa una persona perteneciente a un grupo criminal tiene que ser necesariamente de extrema gravedad, máxime si tenemos en cuenta que la ley, en un ejercicio de deficiente técnica legislativa, no exige que el hecho esté vinculado a la actividad del condenado como miembro del grupo criminal en cuestión.
Por otro lado, tratar de colmar el afán retributivo hasta sus últimas consecuencias a través del Derecho penal resulta imposible. Traer a colación el ideal retributivo como elemento justificador de una pena tan severa como la prisión permanente constituye un planteamiento engañoso. Y es que la gravedad de respuesta penal es, por su propia naturaleza, limitada y no así la gravedad de los hechos que la misma pretende castigar (DÍEZ RIPOLLÉS). En este sentido, el asesinato de más de dos personas por parte del mismo sujeto se castiga con prisión permanente revisable (art. 140.2 CP). Es decir que, siempre que los hechos se enjuicien o puedan haberse enjuiciado en un mismo proceso, el asesinato de tres personas se castiga con la misma pena que el asesinato de treinta, y lo único que puede variar, aunque no necesariamente (a este respecto son de aplicación las reglas que rigen en materia de ejecución de esta pena cuando se trata de delitos de terrorismo o de criminalidad organizada), son las condiciones de ejecución de la pena impuesta, cuya gravedad también es limitada.
Por ejemplo, si un sujeto asesina a un menor de 16 años y es considerado penalmente responsable por ello, la pena a imponer es la de prisión permanente revisable. Si otro individuo, no perteneciente grupo criminal o terrorista, asesina a 16 personas que no son especialmente vulnerables por razón de su edad, enfermedad o discapacidad, y es considerado penalmente responsable por ello, también se le impondría la pena de prisión permanente revisable. En ambos casos el periodo de cumplimiento mínimo es el mismo para acceder al tercer grado y a la libertad condicional: 15 años y 25 años, respectivamente. No varía ni la pena ni las condiciones de su ejecución pese a que en un caso se causa la muerte de una persona y en otro la de 16. Ello porque en el segundo caso, el sujeto no ha cometido dos o más delitos siendo al menos uno de ellos castigado con la pena de prisión permanente revisable, dado que ninguno de los delitos cometidos en sí mismo considerado tiene prevista dicha pena (ver infra lección 33). Es la consideración conjunta de los 16 asesinatos la que tiene prevista la pena de prisión permanente revisable. Se advierte como el propio legislador no es coherente con esa idea de proporcionalidad que el mismo predica en su preámbulo.
Se observa, por tanto, que ni siquiera a través de la previsión de una pena tan grave como la prisión permanente revisable se satisface el afán retribucionista, como da a entender el legislador.
En lo que respecta al supuesto respaldo ciudadano de la prisión permanente revisable nos remitimos a lo dicho, en este sentido, en la lección anterior. Cabría añadir que la reforma de LO 1/2015, de 30 de marzo, se aprobó con el voto en contra de la práctica totalidad de las fuerzas políticas con representación parlamentaria a excepción de la del Partido Popular y de un diputado del grupo mixto que también votó a favor. También se puede dudar de la compatibilidad de la prisión permanente con el mandato constitucional del articulo 25.2 CE y la prohibición que recogen los artículos 15 CE y 3 CEDH, por mucho que la misma esté sujeta a un régimen de revisión. Al respecto nos remitimos a lo ya explicado en la lección 27 y a lo que se expone en la lección 33 sobre los plazos tan prolongados que se han de cumplir para que la prisión permanente se pueda revisar: los mismos reducen hasta casi eliminar la posibilidad de reinserción del penado y abocan a su irreversible deterioro físico y psíquico, lo que bien puede considerarse constitutivo de trato inhumano y degradante al tiempo que atentatorio contra la dignidad humana consagrada en el art. 10 CE.
Cabe además destacar que el régimen vigente de prisión permanente revisable resulta contrario a la exigencia de seguridad jurídica (art. 9 CE) y a las garantías derivadas del principio de legalidad (art. 25.1 CE y art. 7.1 CEDH), concretamente a la garantía penal. Como habrá ocasión de comprobar, el condenado a prisión permanente revisable no puede saber, en el momento en que se dicte su sentencia, algo tan esencial como la duración máxima de la pena que tiene que cumplir, pues la misma es indeterminada. El sujeto solo podrá saber cuándo se podrá revisar su condena, pero no el procedimiento concreto que debe seguir para que esa revisión se traduzca en la suspensión y ulterior remisión de la pena impuesta. Ello depende de circunstancias que escapan a su control y que, al mismo tiempo, resultan prácticamente inalcanzables, como es tener un pronóstico positivo de reinserción social trascurridas más de dos décadas de internamiento.
A este respecto, es de destacar que el Pleno del Tribunal Constitucional, en virtud de Providencia de 21 de julio de 2015, admitió a trámite el recurso de inconstitucionalidad contra varios apartados de la LO 1/2015, de 30 de marzo, en virtud de los cuales se incorporó al vigente Código penal la pena de prisión permanente revisable.
A.2. Contenido, extensión y cómputo
Pese a que formalmente aparece como una pena distinta de la pena de prisión, la prisión permanente revisable tiene el mismo contenido que esta: consiste en la obligación del penado de permanecer retenido en un centro penitenciario durante un tiempo y, por lo general, de manera continuada (ver supra lección 27), salvo en determinados supuestos que determina el régimen de ejecución de las penas de prisión (ver infra lección 29). También se debe recordar que esta privación de la libertad ambulatoria afecta además a otros derechos fundamentales aunque con los límites que, a tal efecto, establece la Constitución. De acuerdo con el art. 33.2 CP la prisión permanente revisable tiene la consideración de pena grave.
Con respecto al cómputo de la prisión permanente revisable, son aplicables las mismas reglas previstas para el cómputo de la pena de prisión, que serán explicadas en apartados posteriores de la presente lección.
En lo que se refiere a su extensión, la prisión permanente revisable es, a diferencia de la de prisión, una pena de duración indeterminada que puede prolongarse tanto como la vida del penado.
La regulación vigente incorpora un régimen de revisión de esta pena, en virtud del cual la misma se puede suspender, en cuyo caso el penado accedería a la libertad condicional. Esta revisión exige, entre otros requisitos y como regla general, que el penado haya cumplido un mínimo de 25 años de condena [art. 78 bis 2 a) CP]. Este periodo de cumplimiento mínimo previo a la revisión puede extenderse, en algunos supuestos, a los 30 o a los 35 años [art. 78 bis 2 b) CP]. Suspendida la pena, se establece un plazo de suspensión. Trascurrido ese plazo de suspensión y habiéndose cumplido todas las condiciones a las que la misma se hubiese sometido, se podrá proceder a la remisión de la pena de prisión permanente revisable. En caso de que, cumplida la parte mínima de condena que corresponda, no se otorgue la suspensión y, en consecuencia, no se conceda al penado la libertad condicional, se prevé un sistema de revisión periódica de la pena (art. 92.4 CP). Como por otro lado resulta obvio, ni la primera, ni las sucesivas revisiones de las que pueda ser objeto la prisión permanente implican necesariamente su suspensión y ulterior remisión, dado que ello exige que el sujeto cumpla con una serie de requisitos que van mucho más allá del mero trascurso del tiempo cumpliendo condena. Es posible y, de hecho, muy probable, que la prisión permanente revisable sea, en efecto, una cadena perpetua que termine cuando finalice la vida del penado. Todas estas cuestiones se analizan en la lección 33.
A.3. Ámbito de aplicación
La prisión permanente revisable está prevista como pena principal de los siguientes delitos:
- Delito de asesinato, siempre que se den alguna de las siguientes
circunstancias (ver art. 140.1 y 140.2 CP):
- Que la víctima sea menor de dieciséis años de edad, o se trate de una persona especialmente vulnerable por razón de su edad, enfermedad o discapacidad;
- Que el hecho fuera subsiguiente a un delito contra la libertad sexual que el autor hubiera cometido sobre la victima;
- Que el delito se hubiera cometido por quien perteneciere a un grupo u organización criminal. Asimismo, al reo de asesinato que hubiera sido condenado por la muerte de más de dos personas se le impondrá la pena de prisión permanente revisable.
- Homicidio del Rey, de la Reina o del Príncipe o Princesa de Asturias (art. 485 CP).
- Homicidio del Jefe de un Estado extranjero u otra persona internacionalmente protegida por un Tratado, que se halle en España (art. 605.1 CP).
- Genocidio, siempre que se mate, se agreda sexualmente o se produzca alguna lesión de las que recoge el art. 149 CP a alguna de las personas pertenecientes al grupo que se pretende destruir (art. 607.1 CP).
- Delitos de lesa humanidad si causaran la muerte de alguna persona (art. 607.2.1 bis CP).
B. La prisión
B.1. Contenido y extensión
El contenido de la pena de prisión es el mismo que el de la pena de prisión permanente revisable que fue analizado supra. Con respecto a su extensión, el Código penal establece, con carácter general, un límite mínimo y un límite máximo de duración.
Como regla general, el límite mínimo es de tres meses según el art. 36.2 CP. El legislador quiere evitar que la prisión tenga una duración menor, de tal modo que si por la aplicación de las reglas de determinación de la pena procede imponer una pena de prisión inferior a tres meses, esta deberá sustituirse, en todo caso, por la de multa, trabajos en beneficio de la comunidad o localización permanente, aunque la ley no prevea estas penas para el delito de que se trate, sustituyéndose cada día de prisión por dos cuotas de multa o por una jornada de trabajo o por un día de localización permanente (ver art. 71.2 CP). No obstante, el inciso final del propio art. 36.2 CP contempla la posibilidad de que se imponga una pena de prisión inferior a tres meses cuando excepcionalmente así lo dispongan otros preceptos del Código.
En este sentido, se pueden señalar las siguientes excepciones:
-
Pudiera ocurrir que un sujeto fuera condenado a pena de prisión inferior a tres meses y la misma fuese sustituida por pena de multa, trabajos en beneficio de la comunidad o localización permanente (art. 71.2 CP). Si el sujeto dejase de cumplir la pena sustitutiva, ¿quedaría obligado a cumplir lo que le quedase de la pena de prisión inicialmente impuesta, aunque la misma fuese inferior a tres meses? Esa es la regla que preveía el apartado segundo del art. 88 CP, suprimido por la reforma de LO 1/2015, de 30 de marzo. El régimen vigente no establece de manera expresa las consecuencias del incumplimiento de la pena sustitutiva en el supuesto descrito, al haberse derogado el precepto que regulaba el régimen general de sustitución de las penas privativas de libertad. La sustitución de las penas privativas de libertad ha pasado a ser [más allá del supuesto que ahora se analiza y de los casos previstos para extranjeros condenados a penas de prisión (art. 89 CP)] una condición a la que se puede someter la suspensión de la ejecución de esta clase de penas (ver art. 84 CP). En este contexto, el incumplimiento de la pena sustitutiva no se traduce necesariamente en la revocación de la suspensión y consiguiente imposición de la pena suspendida. La actual regulación no resuelve, al menos no expresamente, la duda aquí planteada.
-
Como veremos en la lección 31, el impago de la pena de multa puede conducir a la responsabilidad personal subsidiaria que puede cumplirse, en algunos casos, mediante la prisión por un tiempo que varía en función de la magnitud de la multa no satisfecha. En tales supuestos,si la prisión resultante fuese inferior a tres meses podría, no obstante, ser impuesta y cumplida (art. 53.1 CP), salvo que procediese la suspensión de su ejecución conforme a lo establecido en los arts. 80 y ss. CP.
Como regla general, el límite máximo es de veinte años según el art. 36.2 CP, el cual, del mismo modo que respecto al límite mínimo, prevé que otros preceptos del Código excepcionalmente establezcan penas de prisión de duración superior. El límite máximo se puede rebasar de las siguientes maneras:
-
Hay delitos cuya regulación prevé específicamente penas de hasta veinticinco años de prisión (por ejemplo, el homicidio de los ascendientes o descendientes del Rey o de la Reina del art. 485.2 CP, o el delito de asesinato del art. 139.1 CP).
-
La aplicación de las reglas de concurso de delitos puede resultar en el cumplimiento de penas de prisión de veinticinco, treinta y hasta cuarenta años de duración (ver art. 76 CP, apartados a), b), c) y d), respectivamente).
Ej. 28.1: La pena de 40 años de cumplimiento efectivo de prisión se puede imponer, entre otros, al sujeto condenado por dos o más delitos de terrorismo de los arts. 573 y ss. CP, cuando alguno de ellos esté castigado por la ley con pena de prisión superior a 20 años. Tal seria el caso de quien con la finalidad de subvertir el orden constitucional cometiese, por ejemplo, cuatro delitos de secuestro, sin dar razón del paradero de la persona secuestrada y fuese condenado a la pena de prisión de 25 años por cada uno de esos cuatro delitos (573 bis 2 CP, redactado según la LO 2/2015, de 30 de marzo). La suma aritmética de todas las condenas impuestas seria de 100 años. Sin embargo, el tiempo máximo de cumplimiento efectivo seria de 40 años en atención a la referida regla concursal. Esta regla se aplica cuando las penas correspondientes a los distintos delitos se hubiesen impuesto en un mismo proceso y también cuando se hubiesen impuesto en procesos distintos, siempre que lo hayan sido por hechos cometidos antes de la fecha en que fueron enjuiciados los que, siendo objeto de acumulación, lo hubieran sido en primer lugar (art. 76.2 CP).
Ahora bien, tras las reformas de LO 7/2003, de 30 de junio, y de LO 5/2010, de 22 de junio, existe la posibilidad de que el condenado en el ejemplo planteado cumpla la condena de 40 años sin que se reduzca el tiempo de internamiento en prisión a través de la libertad condicional, y sin que alterne dicho internamiento con periodos de libertad mediante la clasificación en el tercer grado penitenciario. Para acceder a estos beneficios se exige, como regla general, cumplir la mitad de la condena (clasificación en tercer grado) o tres cuartas partes de la condena (libertad condicional), dado que el ejemplo versa sobre delitos de terrorismo y la pena a imponer es superior a cinco años (ver segundo inciso del art. 36.2 CP). Pero según el art. 78.1 CP, cuando la condena a cumplir (40 años) es inferior a la mitad de la suma total de condenas impuestas (si la suma total asciende a 100 años, la mitad está en 50 años, que supera los 40), el cálculo del tiempo de condena que se debe cumplir para acceder al tercer grado o a la libertad condicional se puede hacer no sobre el límite máximo de cumplimiento efectivo (40 años), sino respecto de la suma total de las condenas impuestas (100 años que resultan de cuatro condenas de 25 años por cada uno de los secuestros cometidos). Es decir, que a efectos de la concesión de la libertad condicional y de la clasificación en el tercer grado en el ejemplo propuesto, la mitad de la condena sería 50 años y, las tres cuartas partes, 75. En ambos casos se superan los 40 años de condena efectiva que se cumpliría en su integridad sin posibilidad de acceder al tercer grado ni a la libertad condicional.
Con todo, no se debe olvidar que, en casos como el descrito, el cumplimiento íntegro de la pena de prisión en el medio penitenciario se presenta como posibilidad y no como una circunstancia a la que la ley vigente obligue en todo caso. Ello porque al tratarse de uno de los supuestos de concurso de delitos previsto en el art. 76 CP, el art. 78.2 CP permite al Juez de Vigilancia Penitenciaria (JVP) la aplicación del régimen general de cumplimiento con ciertas restricciones, por tratarse de delitos de terrorismo. Así, cumplidas ciertas condiciones, se podrá proceder a la clasificación en tercer grado cuando quede por cumplir una quinta parte del límite máximo de cumplimiento de condena (cuando se hubiesen cumplido 32 años de condena), y se podrá acordar la libertad condicional cuando quede por cumplir una octava parte del límite máximo de cumplimiento de condena (cuando se hubiesen cumplido 35 años de condena).
También es preciso advertir que la posibilidad de cumplimiento íntegro en el ámbito penitenciario no se ciñe a casos como el descrito. En realidad, esta circunstancia se puede dar en cualquier pena de prisión impuesta, dado que ni la clasificación en el tercer grado, ni la libertad condicional se conceden de manera automática.
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En supuestos de pluralidad delictiva en los que no quepa aplicar las reglas de acumulación de penas que suponen la imposición de un límite máximo de cumplimiento efectivo (art. 76.2 CP), la pena de prisión no queda sujeta a términos absolutos en cuanto a su duración.
Ej. 28.2: Ernesto cumple condena de 30 años de prisión por un delito cometido el 3 de febrero de 2005 y enjuiciado el 30 de octubre de 2006. El 30 de septiembre de 2007 comete otro delito por el que es condenado, el 3 de agosto de 2008, a una pena de 25 años de prisión. Más adelante, el 14 de julio de 2009 comente otro delito por el que es condenado, el 25 de noviembre de 2010, a una pena de 30 años de prisión. La suma aritmética de las penas que debe cumplir Ernesto asciende a 85 años de prisión, sin que se pueda establecer un límite de cumplimiento máximo inferior a esa cantidad. Ello porque las penas correspondientes a los diferentes delitos cometidos no se han impuesto en un mismo proceso, ni podrían haberse impuesto en un mismo proceso de acuerdo con la regla del art. 76.2 CP: el segundo delito se comete con posterioridad a la condena del primero y el tercer delito se comete con posteridad a la condena del segundo.
Es importante recordar que el ejemplo expuesto no representa una situación aislada o infrecuente. De acuerdo con un informe de la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias al que se hizo referencia en líneas anteriores, en 2010 había en España 354 personas cumpliendo condena en centros penitenciarios —sin contar los presos por delitos de terrorismo— condenadas a una pluralidad de penas no susceptibles de acumulación cuya suma aritmética superaba los 30 años, llegando en algunos casos a los 70, 80 e incluso 106 años de duración.
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La concurrencia de más de dos circunstancias agravantes sin que concurra circunstancia atenuante alguna (ver regla 4ª del art. 66.1 CP), puede dar lugar a la aplicación de la pena superior en grado a la prevista por la ley, en su mitad inferior. Cuando tal pena supere el límite de 20 años, en caso de tratarse de una pena de prisión, su duración máxima será de 30 años (ver art. 70.3.1 CP).
B.2. Cómputo
La opinión mayoritaria, a efectos de calcular el tiempo de duración de la pena de prisión, entiende que los años tienen 365 días, los meses 30 días y los días 24 horas, si bien el Código penal no regula esta cuestión de manera expresa. Con respecto al inicio del cómputo, el art. 38 CP distingue entre dos posibilidades:
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Cuando el reo esté preso, la duración de la pena empezará a computarse desde el día en que la sentencia devenga firme, entendiendo por tal, según el art. 141 LECrim, aquella contra la que no cabe recurso ordinario o extraordinario, salvo los de revisión y rehabilitación.
El reo puede encontrarse preso por varios motivos:
- Porque se haya acordado su prisión provisional en la misma causa en la que resulta impuesta una pena de prisión. En tal caso, el tiempo cumplido en prisión provisional será abonado para el cumplimiento de la pena de prisión impuesta (ver art. 58.1 CP y supra lección 27).
- Porque se haya acordado su prisión provisional en causa distinta de la de la pena de prisión finalmente impuesta. En este supuesto también se puede proceder al abono para el cumplimiento de la pena impuesta, siempre que los hechos que motivaron la misma sean anteriores a la medida cautelar (ver art. 58.3 CP).
- Porque estuviese cumpliendo una condena de prisión anterior. En tal caso, si la condena anterior fuese más grave, tendría que terminar de cumplirse para que comenzase el inicio de la condena posterior. En caso contrario, la condena anterior menos grave debería dejarse en suspenso hasta que se cumpliese la posterior más grave. Las distintas penas de prisión se cumplirían en todo caso de forma sucesiva (ver art. 75 CP).
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Cuando el reo no estuviere preso, la duración de la pena empezará a contarse desde que ingrese en el establecimiento adecuado para el cumplimiento de la pena de prisión. Se entiende que cualquier centro penitenciario debe considerarse «adecuado» a estos efectos, incluso aunque no sea el que le corresponda al penado, pues de lo contrario se permitiría el retraso del inicio del cómputo de la pena de prisión por errores que no le son imputables a él, sino a la Administración penitenciaria.
B.3. El problema de la pena de prisión
B.3.1. La crisis de la pena de prisión
De entre las penas privativas de libertad, la de prisión se concibió como la panacea por parte de los sistemas punitivos liberales que se desarrollaron tras la Ilustración. Como ya se advirtió, este tipo de pena satisfacía las exigencias preventivo generales así como las preventivo especiales, tanto las negativas como las positivas, estas últimas gracias a la supuesta compatibilidad de la misma con la resocialización o reeducación del delincuente. Por otro lado, el cariz graduable de la prisión la hacia también acorde con planteamientos retributivos y racionalistas que abogaban por la proporcionalidad entre la gravedad del delito y la de sus consecuencias. Desde entonces, este optimismo ha derivado en una profunda y generalizada decepción. La prisión se ha revelado más ineficaz de lo esperado para satisfacer muchos de los cometidos que le fueron asignados. Varias son las disfunciones que se pueden advertir en este sentido:
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La prisión no es infalible desde el punto de vista preventivo general negativo teniendo en cuenta las dimensiones absolutas de la población que habita nuestros centros penitenciarios.
Según la información que aparece en la web oficial de la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias, en abril de 2015 la población reclusa total en España era de 65.416 personas (una de las ratios más elevadas de Europa). Dicha población ha aumentado en más de un 100% desde 1990 (ARROYO ZAPATERO). Ello supone que, para un sector de la sociedad, entre el que no podemos incluir a las personas encarceladas preventivamente (que, en abril de 2015, eran 8.182), el mecanismo intimidatorio de la prisión no funciona.
En cualquier caso, se puede entender que la prisión sigue teniendo un peso preventivo general considerable sobretodo si se toman en consideración los anteriores datos en términos relativos. Y es que el porcentaje que representan 65.416 personas respecto del total de la población española, es muy reducido (aproximadamente del 0,17%), lo que nos conduce a pensar que la prisión cumple con éxito su función intimidatoria para la mayoría social que se abstiene de cometer los delitos castigados con esta pena.
Estos porcentajes sin duda serian diferentes si tuviésemos en cuenta las personas a las que se les aplican los sustitutivos penales así como la cifra negra de criminalidad.
De todos modos, ello no cuestionaría la conclusión apuntada pues el número de infractores siempre será muy inferior al de los que respetan la ley penal por el efecto intimidatorio que sobre los mismos despliega la pena de prisión. En cualquier caso, estos cálculos no pueden considerarse ni mucho menos exactos y han de ser interpretados con cautela, pues no se puede negar que parte de la población que no delinque lo hace por haber interiorizado la norma y los valores sobre los que la misma se asienta, y no por sentirse intimidada por la amenaza de pena.
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Desde el punto de vista preventivo especial negativo la cuestión resulta más compleja de valorar. Es evidente que durante el periodo de cumplimiento la eficacia de la prisión es innegable, dado que el penado no puede cometer delitos en sociedad mientras está privado de libertad. Ahora bien, en muchos casos, esos efectos preventivo especiales no se prolongan más allá de la duración efectiva de la pena, teniendo en cuenta que un porcentaje de los penados vuelve a delinquir después de haber sido liberado.
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La experiencia ha demostrado que la prisión no consigue reeducar o resocializar al penado en la mayoría de los casos. Más bien al contrario, el paso por las instituciones penitenciarias supone para muchos un profundo deterioro personal. Resulta además paradójico que se intente educar al sujeto para una vida en sociedad en un medio completamente aislado de la misma, como es el carcelario. Los usos, las costumbres, el lenguaje y los códigos éticos del sistema penitenciario son muy distintos de los empleados por el ciudadano libre pero, como no puede ser de otra manera, el penado los acaba interiorizando, se acaba integrando en esta denominada subcultura carcelaria (algunos se refieren a este fenómeno como prisonización —RÍOS MARTÍN—) y, al quedar en libertad, le resulta mucho más difícil volver a formar parte del medio social que abandonó y sobre el que para nada incide el sistema penal. Asimismo, la estigmatización que supone para el sujeto la pena de prisión dificulta enormemente este proceso de reinserción al convertirlo en un individuo diferente del resto.
La prisión es, en definitiva, perniciosa para el ser humano pues resulta, como señaló VON HENTIG, un medio antinatural. El penado se ve obligado a permanecer encerrado pero al tiempo advierte que no debe luchar por su subsistencia puesto que la misma está cubierta por el Estado. El individuo puede perder así la motivación elemental que le acompaña cuando se encuentra en libertad y a veces esta pérdida es definitiva, sobre todo cuando la prisión se prolonga más allá de determinados límites temporales.
Por otro lado, los centros penitenciarios no cuentan en la actualidad con las condiciones óptimas para llevar a cabo programas de reinserción. Las prisiones están masificadas, lo cual hace que se de prioridad a la seguridad por encima de cualquier otra consideración. Además, hay una marcada escasez de profesionales especializados en tareas de tratamiento.
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La aspiración reeducadora de la prisión debe estar sometida a límites en el Estado social y democrático de Derecho que consagra nuestra Constitución. Y es que la resocialización, hasta cierto punto, pasa porque el penado interiorice el sistema de valores que subyace al orden legal que ha quebrantado y esto no puede convertirse en una exigencia por parte del sistema. El sistema puede exigir del sujeto el respeto por la ley, lo cual ha de traducirse, por su parte, en un comportamiento externo que no la contradiga, pero no en la comunión con los valores sobre los que se asienta la misma. Ello resulta consustancial al sistema de libertades que consagra nuestro texto constitucional. La resocialización es un objetivo deseable pero no puede convertirse en una imposición absoluta que, por otro lado, haría imposible el mismo proceso resocializador que pasa por la genuina cooperación del penado.
A pesar de todas las circunstancias apuntadas, que determinan la profunda crisis actual de la pena de prisión, la opinión mayoritaria entiende que la sociedad actual no puede prescindir de esta pena porque existen delitos cuya gravedad exige la aplicación de la misma, que además sigue resultando suficientemente eficaz en el sentido preventivo general y preventivo especial negativo antes apuntado. En consecuencia, la prisión se concibe hoy día como un mal necesario e inevitable de la sociedad actual.
Dicho todo esto, ¿qué sentido tiene entonces que el art. 25.2 CE establezca que las penas privativas de libertad deben orientarse a la reeducación y reinserción del penado? Ello no significa que la prisión deba en todo caso lograr tales objetivos, entre otras cosas porque ya se ha visto que en muchos casos, de facto, no puede. A este respecto, es de recordar la jurisprudencia del Tribunal Constitucional analizada en la lección 27. Lo que el mandato constitucional exige de la prisión es que la misma se regule y se aplique de modo que, al menos, no imposibilite las referidas metas y de forma que los efectos perniciosos que provoca en el sujeto se reduzcan al máximo. Para lograr estos objetivos, muchos consideran necesario, más allá de regular convenientemente sus condiciones de ejecución, evitar las penas de prisión excesivamente cortas y las excesivamente largas por los motivos que se analizan en el siguiente apartado.
B.3.2. El problema de las penas de prisión de larga y corta duración
Es preciso evitar las penas de prisión excesivamente largas pues los efectos perniciosos del encierro se tornan irreversibles cuando este se prolonga por encima de determinados limites, que algunos ubican en torno a los quince años o, a los sumo, a los veinte años (RÍOS MARTÍN). En este sentido, se entiende, como ya se apuntó, que la prisión permanente revisable no es compatible con el mandato del art. 25.2 CE, teniendo en cuenta el régimen de revisión de la misma previsto en el ordenamiento vigente. La actual regulación exige una permanencia mínima en prisión que resulta, en todos los casos, excesivamente prolongada y que dificulta, cuando no impide, la reinserción y reeducación del penado. Y lo mismo se puede afirmar respecto de las penas de prisión de 25, 30 o 40 años de cumplimiento efectivo, sobre todo si durante su ejecución el penado no accede al tercer grado ni a la libertad condicional. Idéntica reflexión se puede hacer también respecto de los casos de pluralidad delictiva en los que las penas de prisión impuestas no son susceptibles de acumulación.
Sin embargo, este rigor punitivo viene perfilándose como la clara apuesta del legislador, sobre todo desde el año 2000. Es evidente, y más tras la aprobación de LO 1/2015, de 30 de marzo, que se ha renunciado a la reinserción y a la reeducación como fines de la pena de prisión en determinados casos. Se opta manifiestamente por una orientación retributiva del castigo y por la protección de otros valores como la seguridad colectiva (independientemente de que la misma no resulte necesitada de tan extrema protección, si tenemos en cuenta los datos que arrojan las estadísticas). Y ello por mucho que el legislador no reconozca sus verdaderas intenciones y afirme en el preámbulo de la citada LO 1/2015, por ejemplo, que la prisión permanente revisable «de ningún modo renuncia a la reinserción del penado». El articulado de esta reforma evidencia que esto es rotundamente falso.
Por otro lado, se hace también necesario prescindir de las penas de prisión excesivamente cortas y por las mismas se entiende aquellas inferiores a seis meses, pues son muchos los inconvenientes que plantean y muy pocas las ventajas que presentan. Así, resultan demasiado breves para llevar a cabo con éxito un programa de reeducación o reinserción que permita al penado interiorizar hábitos de convivencia y trabajo. Además, son lo suficientemente largas como para que se produzca la estigmatización y el ya aludido proceso de prisonización, los cuales hacen muy difícil la reinserción una vez recuperada la libertad por parte del penado, que, por otro lado, ha roto con el entorno personal y laboral al que regresa. A estos inconvenientes algunos añaden el hecho de que la prisión corta resulta ineficaz desde el punto de vista preventivo general, pues es percibida como poco grave por parte del potencial infractor.
No obstante, ello parece discutible pues la prisión, aunque corta, puede resultar suficientemente disuasoria para el individuo medianamente formado y socialmente integrado que es, al tiempo, potencial infractor de muchas de las figuras delictivas que recoge el Código penal como consecuencia de su progresiva expansión (por ejemplo, los delitos contra la seguridad vial consistentes en el mero exceso de velocidad, susceptibles de ser castigados con pena de prisión). No es aconsejable, por tanto, valorar el potencial preventivo general de una pena sin hacer diferencias entre sus posibles destinatarios, que pueden ser más o menos sensibles al efecto intimidatorio de la misma.
También, y en este caso con acierto, se afirma que las penas de prisión de corta duración pueden quebrantar el principio de proporcionalidad.
Se entiende que la prisión inferior a seis meses se prevé en muchos casos para comportamientos que no revisten la suficiente gravedad y para los cuales habría que aplicar otro tipo de penas. Ya se vio que la prisión constituye un recurso inevitable que el sistema debe reservar para castigar los comportamientos que revistan especial gravedad, lo cual guarda coherencia con los principios de ultima ratio, subsidiariedad y fragmentariedad que limitan el ius puniendi estatal.
Para estos casos es preciso encontrar alternativas a la prisión. Todos estos planteamientos parecieron calar en el legislador de 1995, puesto que el entonces nuevo Código penal suprimió las penas de prisión inferiores a seis meses, previendo en su lugar alternativas como la pena de arresto de fin de semana, que constituía una pena privativa de libertad de cumplimiento discontinuo y en régimen de aislamiento.
Su incorporación fue muy celebrada por la mayor parte de la doctrina pues esta pena mantenía los efectos intimidatorios de la prisión, al tiempo que evitaba su efecto desocializador ya que su discontinuidad permitía al penado mantener el contacto con su entorno personal y laboral. En esta misma línea de evitar las penas de prisión cortas, aparecieron novedades como los trabajos en beneficio de la comunidad y el sistema de días multa. Por otro lado, se modernizaron las penas privativas de derechos y se introdujo la suspensión y sustitución para evitar la privación de libertad de hasta dos años con carácter general.
No obstante, la reforma de la LO 15/2003, de 25 de noviembre, dio un giro a esta política. El cambio se tradujo en la admisión de penas de prisión con un mínimo de 3 meses de duración (es decir, inferiores a 6 meses) y la desaparición del arresto de fin de semana, que fue reemplazado por los trabajos en beneficio de la comunidad y la pena de localización permanente. Muchos lamentan la eliminación del arresto de fin de semana del sistema de penas del vigente Código penal. El legislador de 2003 justificó esta decisión en la insatisfactoria aplicación práctica de la misma. Algunos entienden que este motivo era insuficiente para prescindir de una pena que presentaba pocos inconvenientes, más allá de la falta de medios para su aplicación y de la ausencia de una normativa que regulase sus condiciones de ejecución.
La reforma de LO 5/2010, de 22 de junio recuperó en parte esta pena, a través de la nueva regulación prevista para la de localización permanente en determinados supuestos, que desaparecen tras la reforma de LO 1/2015, de 30 de marzo.
C. La localización permanente
La reforma de LO 15/2003, de 25 de noviembre, modificó el art. 37 CP suprimiendo la pena de arresto de fin de semana e introduciendo, en su lugar, la de localización permanente, como pena privativa de libertad de carácter leve y, en consecuencia, prevista solo para las hoy derogadas faltas (pese a su coincidencia parcial con los delitos leves).
La negativa experiencia práctica del arresto de fin de semana motivó la aparición de esta pena que, siendo privativa de libertad, no presentaba los inconvenientes de la pena de prisión y resultaba adecuada como respuesta a infracciones de escasa gravedad, tomando en consideración además los avances tecnológicos que, en principio, facilitarían su efectiva aplicación. En el régimen de 2003 la localización permanente nunca se previó como pena única, sino alternativa o acumulativa a otras penas.
La reforma de LO 5/2010, de 22 de junio, introdujo importantes modificaciones en la regulación de esta pena, que pasó a estar prevista no solo como pena leve alternativa o acumulativa, sino también como pena única y menos grave, en algunos casos. En la Exposición de Motivos de dicha Ley se hacía constar el mayor protagonismo que se otorgaba a la localización permanente, así como la ampliación de su contenido y extensión. Todo ello como respuesta a las nuevas demandas y necesidades sociales y teniendo en cuenta la carencia de penas alternativas a las penas cortas de prisión del sistema español. No obstante, la reforma de LO 1/2015, de 30 de marzo, en consonancia con el rigor punitivo que la caracteriza, da un paso atrás, volviendo a un régimen similar al de 2003. Así, en el Código penal vigente, esta pena solo está prevista como pena leve ligada a muy pocos delitos leves [se prevé solo para los delitos de amenaza leve, coacción leve e injuria o vejación injusta de carácter leve, y siempre que los hechos tengan lugar en determinados contextos institucionales, domésticos y/o de pareja, y entre determinados sujetos (ver arts. 171.7, 172.3 y 173.4 CP)] y nunca como pena única, sino alternativa a otras como la multa o los trabajos en beneficio de la comunidad.
C.1. Contenido y régimen de cumplimiento
La localización permanente obliga al penado a permanecer retenido en un lugar determinado durante un periodo de tiempo. Estamos, por tanto, ante una pena privativa de libertad que afecta a la libertad ambulatoria de modo similar a como lo hace la pena de prisión pero, a diferencia de ésta, permite que el condenado ejerza todos los derechos compatibles con la obligación de permanencia antes mencionada. En este sentido, el condenado no tiene por qué estar aislado dentro del lugar de cumplimiento de la pena, puede recibir visitas, comunicarse con el exterior, organizar actividades colectivas e incluso desempeñar una profesión. Tampoco tiene que dar razón constante de su paradero como una interpretación literal de los términos «localización permanente» parece sugerir. Dicha labor de control corresponde, como habrá ocasión de comprobar, a la autoridad judicial competente y podría afectar a la intimidad del penado en función de las medidas de vigilancia que se dispongan.
El lugar donde el penado ha de ser retenido puede variar y, en este sentido, podemos diferenciar tres hipótesis:
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El propio domicilio del penado. Esta es la primera opción a la que se refiere el vigente art. 37.1 CP. Por domicilio se entenderá cualquier lugar en el que pueda permanecer el penado de modo estable. No tiene necesariamente que coincidir con su domicilio civil o fiscal. En caso de tener varios, se entenderá que se trata de aquel en el que el penado resida habitualmente.
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En otro lugar determinado fijado por el juez en sentencia o posteriormente en auto motivado. Esta segunda posibilidad, contemplada por el art. 37.1 CP, se prevé para los casos en los que el penado no pueda cumplir condena en su propio domicilio por carecer de este, o bien porque en el mismo resida la víctima y la relación entre esta y el penado exija el cumplimiento de la pena en un lugar distinto.
Ej. 28.3: Si el sujeto comete una injuria o vejación injusta de carácter leve contra cualquiera de los sujetos a los que se refiere el art. 173.2 CP (cónyuge o persona que esté o haya estado ligada a él por análoga relación de afectividad aun sin convivencia, descendientes, ascendientes o hermanos por naturaleza, adopción o afinidad, menores o incapaces sujetos a la potestad, tutela, curatela, guarda, acogimiento, etc.), la pena de localización permanente que pudiera resultar impuesta se habrá de cumplir siempre en domicilio diferente y alejado del de la víctima (art. 173.4 CP).
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En el centro penitenciario más próximo al domicilio del penado, los sábados, domingos y festivos, según dispone el segundo párrafo del art. 37.1 CP. Semejante posibilidad, que permite el retorno del desaparecido arresto de fin de semana, fue introducida por la reforma de LO 5/2010, de 22 de junio, y se prevé para los casos en los que la localización permanente esté establecida como pena principal, atendiendo a la reiteración de la infracción y siempre que así lo disponga expresamente el concreto precepto aplicable. El juez, cuando se den los requisitos mencionados, está facultado pero no obligado a imponer este régimen de cumplimiento. No obstante, tras la reforma de LO 1/2015, de 30 de marzo, ningún precepto de la Parte especial contempla esta posibilidad, por lo que la localización permanente no puede cumplirse en un centro penitenciario, independientemente de lo que al respecto establece, concarácter general, el art. 37.1 CP.
Antes de la reforma de 2015 el único precepto que incluía una previsión expresa, en el sentido apuntado, era el derogado art. 623.1 CP y lo bacía para la reiteración de las desaparecidas faltas de hurto, siempre que el montante acumulado no superase los cuatrocientos euros.
Con respecto a su régimen de cumplimiento, la localización permanente habrá de cumplirse en principio de forma continuada pero, a este respecto, caben dos excepciones:
- Que resulte de aplicación el párrafo segundo del art. 37.1 CP y la localización permanente se cumpla en un centro penitenciario. Algo que, como ya se indicó, no es posible conforme al vigente Código penal, pese a la previsión del citado art. 37.1 CP.
- Que el juez acuerde el cumplimiento durante los sábados y domingos o de forma no continuada. Para ello es necesario que el reo lo solicite, las circunstancias lo aconsejen y se dé audiencia al ministerio fiscal.
Por otro lado y aunque resulta obvio, el art. 37.3 CP dispone que si el condenado incumpliera la pena de localización permanente, el juez o tribunal sentenciador deducirá testimonio para proceder de conformidad con lo que dispone el art. 468 CP, que regula el delito de quebrantamiento de condena. Precisamente para garantizar el cumplimiento efectivo, el art. 37.4 CP permite que juez o tribunal utilice los medios electrónicos que hagan posible comprobar la localización del reo.
C.2. Extensión y cómputo
El art. 37.1 CP no dispone de manera expresa un límite mínimo de duración que el régimen de 2003 establecía en un día. No obstante, el art. 33 CP no contempla la posibilidad de que la localización permanente tenga una duración inferior. Ello también se desprende del principio de indivisibilidad de la unidad temporal en la que se establecen todas las penas salvo la multa proporcional, siendo dicha unidad el día o el día multa.
Por su parte, el límite máximo es ahora de seis meses, cuando la regulación de 2003 lo ubicaba en doce días.
Es de destacar cierta confusión que genera la reforma de LO 1/2015, de 30 de marzo, a este respecto. Y es que tras este cambio legislativo, la localización permanente aparece clasificada en el art. 33 CP exclusivamente como pena leve pero siempre que tenga una determinada duración. En este sentido, el art.33.4 CP establece que «… Son penas leves:… h) La localización permanente de un día a tres meses». No se entiende esta limitación, teniendo en cuenta que, con carácter general, la pena de localización permanente la puede superar y considerando, además, que esta pena solo puede tener la consideración de pena leve conforme al propio art. 33 CP.
El referido límite máximo de seis meses que establece el art. 37.1 CP se puede rebasar de acuerdo con lo establecido en el art. 53.1 CP. Así, cuando el penado incumpla la pena originaria de multa impuesta por la comisión de un delito leve, quedará sujeto a una responsabilidad personal subsidiaria que podrá cumplirse mediante un día de localización permanente por cada dos cuotas de multa insatisfechas. El periodo de localización permanente resultante que superase los seis meses de duración podría, por tanto, cumplirse.
Para el cómputo de la localización permanente rige, igual que para la pena de prisión, lo dispuesto en el art. 38 CP. Si el reo estuviese preso por otra causa en el momento en que la sentencia condenatoria a localización permanente deviene firme, deberá cumplir la misma una vez liquidada la pena de prisión.
C.3. Problemas que plantea
Con respecto a su adecuación a los fines que las penas privativas de libertad están orientadas a cumplir; se duda del potencial preventivo de la localización permanente tanto en el ámbito de la prevención general, como en el de la prevención especial negativa, más allá de lo que la mera retención temporal del penado pueda suponer con respecto a esta última. La capacidad preventiva de esta pena resulta especialmente baja cuando la misma tiene una duración corta y se ha de cumplir en el domicilio del penado.
Por otro lado, esta pena no contradice el espíritu del art. 25.2 CE analizado supra dado que no provoca los efectos perniciosos de la prisión imposibilitando la reinserción y reeducación del penado.
Los problemas que, en este sentido, podría plantear su cumplimiento en un centro penitenciario no son relevantes en la actualidad, teniendo en cuenta que esta posibilidad, prevista con carácter general en el art. 37.1 CP, no se establece en ningún precepto de la Parte especial, por lo que no podría aplicarse.
No obstante, lo cierto es que tampoco la localización permanente se orienta directamente a la consecución de la reeducación o reinserción del penado, puesto que la ley no prevé obligaciones adicionales a la mera permanencia en un lugar determinado.
D. La responsabilidad personal subsidiaria por impago de multa
La responsabilidad personal subsidiaria por impago de multa constituye, de acuerdo con el art. 35 CP, una pena privativa de libertad. No obstante, su análisis se llevará a cabo junto al de la pena de multa por la estrecha vinculación que tiene con la misma. Ver infra lección 31.