La culpabilidad como elemento del delito

I. EL DELITO COMO CONDUCTA CULPABLE

Pese a que una conducta antijurídica supone lesión de o peligro para un bien jurídico, atentando gravemente contra las concepciones ético-sociales, jurídicas, políticas o económicas de la sociedad, no es suficiente para legitimar la imposición de una pena. Sin perjuicio de lo que digamos en su momento sobre la punibilidad, el recurso a la pena requiere de la culpabilidad. Solo cuando una conducta antijurídica es, además, culpable, puede plantearse la posibilidad de acudir a la pena como reacción más grave del ordenamiento jurídico. Consideramos a la culpabilidad, por tanto, fundamento y límite de la pena.

Si la antijuridicidad de la conducta supone que esta es objetivamente contraria al ordenamiento jurídico, ilícita, una conducta que el derecho desaprueba y no quiere que se realice (por eso la prohíbe), la culpabilidad supone que podemos reprocharle al autor la conducta antijurídica que ha realizado teniendo en cuenta las circunstancias concretas en las que actuó. Así, concebimos la culpabilidad como la reprochabilidad personal de la conducta antijurídica; una conducta culpable es una conducta personalmente reprochable, una conducta que le podemos echar en cara al autor.

En este elemento del delito estudiaremos si y en qué condiciones podemos reprocharle al autor que realizase la conducta típica y antijurídica. Ello hará necesario tener en cuenta una perspectiva valorativa distinta a la de la antijuridicidad. Como se dice habitualmente, la culpabilidad es el elemento del delito en el que se utiliza una visión individualizante, es la categoría en la que se tiene en cuenta al sujeto concreto, frente al proceder generalizante de la antijuridicidad. Es, como también se señala (MIR PUIG), el lugar donde realizar la igualdad real, lo que implica tratar de modo diferente lo que es distinto.

De este modo, si en la antijuridicidad priman las consideraciones generales, la determinación de los marcos de convivencia, las consideraciones (des) valorativas sobre cómo vivir en sociedad, en la culpabilidad vamos a buscar algo más. La reprochabilidad de la conducta concreta supone que podemos censurar esa misma conducta de forma individual, atendidas también las características del sujeto que realiza la conducta y las circunstancias en las que la realiza. La conducta desaprobada y disvaliosa en general se convierte en una conducta desaprobada teniendo en cuenta también al sujeto que la lleva a cabo. La conducta se convierte en un acto desaprobado de un sujeto concreto y, por tanto, en un acto que podemos censurar, reprochar, a un sujeto concreto; en este sentido hablamos de desvalor individual de la conducta antijurídica. Se le echa en cara el desvalor concreto de su acto particular; se le censura la realización de su acto, se le desaprueba el mismo (tal y como se configura en el caso que se analiza).

Ej. 20.1: Un homicidio se desaprueba y prohíbe porque, obviamente, no puede haber una convivencia pacífica en común si cualquiera puede acabar con la vida de otro. Ese carácter lesivo para el bien jurídico vida es el que explica y justifica que se desaprueben las conductas dirigidas a producir la muerte de una persona (son antijurídicas). En la culpabilidad, sin embargo, no nos conformamos con esa desaprobación, sino que partimos de ella. Al sujeto le vamos a reprochar que realice un concreto homicidio y, en cuanto podía abstenerse de realizarlo (dado que partimos de que estamos ante un sujeto imputable que no se encuentra en un error de prohibición invencible, ni en una situación de inexigibilidad), le echamos en cara su homicidio concreto. Esto es, ya no hablamos del homicidio que se ha producido únicamente como especie de una clase de conductas desaprobadas (los homicidios están desaprobados y prohibidos, son antijurídicos, luego un homicidio concreto está también desaprobado y prohibido), sino de un homicidio antijurídico que el sujeto realizó sabiendo que era antijurídico y, en ese sentido, sabiendo que realizaba una conducta desaprobada por el orden jurídico. Su capacidad para evitar la conducta antijurídica hace que le podamos censurar que realice ese homicidio concreto; esto es, más allá de que lo podamos desaprobar o censurar en general, lo podemos desaprobar y censurar en el caso concreto y a una persona concreta (al conocer el sujeto el desvalor de la conducta y, sin embargo, no omitirla le podemos echar en cara la conducta disvaliosa tal cual; el desvalor, sin embargo, no es el mismo, pues ya no es ese desvalor general, sino que se ha convertido en el desvalor concreto de la conducta de un sujeto concreto —es decir, no es únicamente que desaprobemos los homicidios y el homicidio concreto ocurrido, sino que, más allá de ello [que también ocurre], se lo desaprobamos a él, a él le censuramos, le reconvenimos su acto concreto que, por tanto, no solo tiene el desvalor general, sino el desvalor de su realización concreta—).

El concepto analítico del delito supone un análisis secuencial del mismo. Así, en cada elemento ampliamos la perspectiva de análisis que ha caracterizado el elemento anterior, añadiendo nuevos elementos fácticos, elementos del hecho que no se han tenido en cuenta en el escalón anterior del delito, pero también una perspectiva valorativa diferente. Ello también ocurre en la culpabilidad como elemento del delito. Así, tendremos en cuenta nuevos elementos fácticos (los que nos sirven para determinar si el sujeto era o no imputable, los que afectan a la conciencia o cognoscibilidad de la antijuridicidad y las circunstancias que nos sirven para determinar la exigibilidad o inexigibilidad de la conducta —configuración fáctica concreta, motivos y razones de la conducta—), pero también una perspectiva valorativa nueva, que nos ayude a comprender valorativamente el hecho.

La imputabilidad y la conciencia de la antijuridicidad serían, en este sentido, los elementos que permitirían «individualizar» el desvalor de la conducta antijurídica. Esto es, si le podemos echar en cara una conducta antijurídica a una persona, si podemos considerar que ese comportamiento es también individualmente disvalioso es porque el sujeto, que no padece anomalías o alteraciones psíquicas, conoce —o puede conocer— el desvalor jurídico de la conducta pero, en lugar de omitirla —y omitirla precisamente por su desvalor, por su carácter antijurídico—, la realiza, la hace suya en sentido pleno (esto es, conociendo tanto la configuración de la conducta como su significado valorativo —disvalioso en este caso—), anteponiendo sus propias convicciones e intereses a los del ordenamiento. Eso nos permite censurársela personalmente, echársela en cara y considerarla como un comportamiento individualmente disvalioso, al traspasar los límites que se habían acordado (y que se han acordado en aras de la convivencia de todos). Pese a conocer las exigencias de la comunidad, el individuo decide vulnerarlas. Dado que esas exigencias se establecen para permitir la vida en sociedad, su conducta resulta también individualmente desaprobada.

Sin embargo, no siempre la realización de una conducta típica y antijurídica por parte de un imputable que, además, tenia conciencia de la antijuridicidad tiene ese desvalor. Hay determinadas situaciones en las que la conducta, por más antijurídica que sea y por más que haya conciencia de la antijuridicidad de la misma, no nos parece reprochable. Son las situaciones que se sitúan bajo la denominación de «no exigibilidad de obediencia a la norma». Lo característico de las mismas es que, pese a estar ante conductas típicas y antijurídicas de sujetos inimputables que conocían o podían conocer la antijuridicidad de su conducta, parece difícil reprochárselas a su autor. Podemos aludir a los supuestos de estado de necesidad en caso de conflicto de intereses iguales en que se vean afectadas vidas humanas.

Ej. 20.2: Recordemos el ejemplo 17.10, en el que Juan Antonio J. U. ahoga a Eduardo R. M. para poder salvarse de morir ahogado usando la tabla que solo puede sostener a uno. Parece difícil no desaprobar la muerte de Eduardo y, por tanto, no considerar antijurídica la conducta de Juan Antonio. Sin embargo, en atención a las concretas circunstancias del caso, no parece que la conducta sea reprochable. Pese a que Juan Antonio es imputable y conoce —o puede conocer— la antijuridicidad de su conducta, la situación concreta en que actúa hace que no parezca adecuado reprocharle la muerte de Eduardo, dado que significaba su salvación. Las razones por las que se realiza una conducta antijurídica devienen fundamentales, por tanto, de cara a su reprochabilidad.

Nos alineamos dentro de las dominantes concepciones normativas de la culpabilidad, en cuanto concebimos la culpabilidad como reprochabilidad. Para comprender la concepción que mantenemos sobre la reprochabilidad y sobre la culpabilidad como elemento del delito, es necesario conocer cómo se ha configurado esta categoría; debemos exponer, por tanto, su evolución. Antes de ello, sin embargo, tenemos que analizar si la culpabilidad es un elemento esencial del concepto de delito en nuestro Código penal.

En alguna ocasión se ha señalado que la culpabilidad no era un elemento del concepto legal del delito (LUZÓN PEÑA), al no aparecer entre los elementos de la definición del mismo que utiliza nuestro Código penal, dado que el art. 10 CP dice que «son delitos las acciones y omisiones dolosas o imprudentes penadas por la ley», sin que, aparentemente, se incluya aquí la culpabilidad. Otros autores (CEREZO MIR), por el contrario, señalan que la utilización del término «imprudentes» en este artículo permite sostener que la culpabilidad es un elemento esencial del concepto del delito, pues, más allá de la infracción del cuidado objetivamente debido, la imprudencia necesita la capacidad del sujeto para observar dicho cuidado, capacidad que pertenece a la culpabilidad. Además, la existencia de determinadas eximentes obliga a concebir la culpabilidad como un elemento esencial del concepto del delito.

Así, se alude a la regulación, en el art. 20 CP, de las denominadas causas de inimputabilidad (anomalía o alteración psíquica; intoxicación plena y síndrome de abstinencia; alteraciones en la percepción); a la consideración que hace nuestro Código del error sobre la antijuridicidad de la conducta (art. 14.3 CP) y, finalmente, a la presencia de otros institutos difícilmente explicables si no se admite la culpabilidad como elemento del delito (el estado de necesidad en caso de conflicto de intereses iguales, el miedo insuperable y el encubrimiento entre parientes). Por último, también se ha aludido (DÍEZ RIPOLLÉS) a la existencia de determinadas circunstancias atenuantes y agravantes, cuya correcta interpretación debe llevarse a cabo como graduaciones de la culpabilidad.

II. LA EVOLUCIÓN DE LA CULPABILIDAD COMO CATEGORÍA DEL DELITO

La culpabilidad como categoría del delito nace en la segunda mitad del siglo XIX, en el momento en que se consolida el denominado «concepto clásico» de delito, que suele caracterizarse por su concepción causal del comportamiento y por la concepción psicológica de la culpabilidad, expresando así el contraste entre lo objetivo (objeto del juicio de la antijuridicidad) y lo subjetivo (objeto del juicio de culpabilidad). Si lo ilícito, lo antijurídico, era la causación de la lesión de un bien jurídico, la culpabilidad era la relación psicológica que existía entre el autor y el resultado o el hecho delictivo, esto es, el reflejo subjetivo del acontecer externo.

Debido a la metodología naturalista dominante en el concepto clásico de delito no resulta extraño que buscasen la culpabilidad en una relación psicológica, que debiese simplemente constatarse, de forma que la relación psicológica, como tal, era ajena a todo contenido valorativo. Sin embargo, no hay que cometer el error de pensar que veían la culpabilidad como una categoría valorativamente neutra, indiferente, como señalaba VON LISZT, en la actuación dolosa o imprudente se ponía de manifiesto el desvalor del autor, considerando la culpabilidad material como la disposición de ánimo antisocial. Tendríamos así la dicotomía desvalor del hecho (antijuridicidad)/desvalor del autor (culpabilidad), todavía presente en muchos planteamientos.

Esta relación psicológica entre autor y hecho podía adoptar, según su intensidad o carácter, dos formas: dolo (el autor tenía conciencia y voluntad de la producción del resultado o hecho delictivo) o imprudencia (el autor había previsto o había podido prever la producción del resultado y no había observado el cuidado al que estaba obligado), que eran así las formas, especies o clases de la culpabilidad. Ahora bien, como para ser responsable penalmente era necesario ser imputable, mayoritariamente se concebía la imputabilidad como un presupuesto de la culpabilidad (del dolo y de la imprudencia), sin que faltasen autores que la consideraban un mero presupuesto de la pena.

A. DE LAS CONCEPCIONES PSICOLÓGICAS A LAS CONCEPCIONES NORMATIVAS DE LA CULPABILIDAD

Las concepciones psicológicas, dominantes a finales del siglo XIX y principios del siglo XX —perdurarán hasta la primera guerra mundial—, planteaban una serie de problemas para cuya solución aparecieron los planteamientos normativos.

Así, la comprensión de dolo e imprudencia como relaciones psíquicas no era aceptable desde diversas perspectivas. Por un lado, se decía que el dolo era un concepto psicológico —la relación con el resultado o hecho—, mientras que la imprudencia era un concepto ético o jurídico,pues más allá de la relación con el resultado —cuando existía, como veremos a continuación—, lo relevante era que el sujeto no observaba el cuidado necesario en el tráfico, esto es, el cuidado debido para no lesionar bienes jurídicos, única razón por la que se podía hablar de imprudencia. Por otro lado, la imprudencia inconsciente no podía caracterizarse, de ningún modo, como una relación del sujeto con el hecho o el resultado, pues se trata, precisamente, de la ausencia de toda relación (el sujeto no ha previsto, aunque podría haberlo hecho, la producción del resultado).

Ej. 20.3: Recordemos el ejemplo 11.23, en el que una enfermera confunde las conexiones de alimentación enteral con las de administración parenteral, de forma que produce la muerte del bebé al suministrarle, sin saberlo, leche por vía intravenosa, en lugar de hacerlo por vía nasogástrica, como ella creía. En este caso, no se ha previsto la producción del resultado (la enfermera no ha previsto la muerte del bebé, pues desconoce que suministra la leche por vía intravenosa), luego es obvio que no existe una relación psicológica con ese resultado de muerte (no lo ha previsto, luego no se da la relación que sí existiría en caso de previsión). Cuestión distinta es que se hubiese podido prever; en cuyo caso podría haberse dado una relación psicológica con el resultado, pero que no se ha dado. Si no se ha dado dicha relación, no podemos concebir la culpabilidad como una relación psíquica, salvo que excluyamos la imprudencia inconsciente de las formas o clases de culpabilidad (como, de hecho, hicieron algunos autores —RADBRUCH—).

En suma, la culpabilidad, como género —meramente formal, además— del que predicar las especies dolo e imprudencia, no podía comprenderse como relación psíquica; sus formas o clases eran heterogéneas o, dicho de otra forma, no había un concepto unitario de culpabilidad.

La doctrina buscó un elemento unitario, común a dolo e imprudencia, y lo encontró en la contrariedad a deber, esto es, en la conciencia de la antijuridicidad de la conducta —normalmente considerada elemento del dolo— o en la posibilidad de dicha conciencia —asociada a la imprudencia—. Evidentemente, la contrariedad a deber es un elemento que tiene carácter normativo, de forma que dolo e imprudencia dejarán de ser ya meras relaciones psicológicas entre autor y resultado y pasarán a ser las formas que adoptará la conducta contraria a deber: en un caso (dolo) porque el autor es consciente de la antijuridicidad de su conducta, y en el otro (imprudencia) porque podía haberlo sido. La diferencia en su configuración fáctica (conciencia/posibilidad) se iguala normativamente (en ambos casos la actuación del sujeto es contraria a deber).

Este elemento normativo termina siendo de gran importancia: por un lado, sirve para insistir en que dolo e imprudencia son algo más que meras relaciones psíquicas: son formas, especies o clases de culpabilidad, esto es, se insistía en que a los mismos les era inherente una desaprobación, una desvaloración.

Igualmente, la comprensión de la antijuridicidad, la conciencia de la misma, deviene un elemento fundamental de la culpabilidad jurídico-penal: solo si la conciencia de lo ilícito es un elemento de la culpabilidad tiene sentido comprender la imputabilidad como capacidad general de distinguir entre lo licito y lo ilícito. En definitiva, se insistirá en que es la conciencia de la antijuridicidad lo que convierte a la conducta del sujeto en culpable (en desvalorada), en reprochable, sentando así las bases para el reconocimiento de la relevancia del error de prohibición —por mucho que este tarde en ser aceptado por la jurisprudencia—. Ha aparecido un primer planteamiento normativo.

Sin embargo, será la crítica a la relación entre el concepto de culpabilidad (género) y los conceptos de dolo e imprudencia (especies), la que llevará a la formulación por FRANK de la famosa frase «culpabilidad es reprochabilidad», en la que suele sintetizarse el paso de la concepción psicológica a la normativa y que representa, sin duda, otra alternativa en las concepciones normativas.

Así, señala FRANK que si el concepto de culpabilidad solo contiene el dolo y la imprudencia, que consisten en la producción consciente o imprevista del resultado, es imposible comprender cómo el estado de necesidad no justificante puede excluir la culpabilidad, pues el mismo no niega el dolo.

Ej. 20.4: Pensemos de nuevo en el ejemplo 17.10, dado que se trata de un estado de necesidad en caso de conflicto de intereses iguales (vida-vida) y, por tanto, uno de los casos a que se refería FRANK. No puede discutirse seriamente que Juan Antonio actúa dolosamente, pues sumerge la cabeza de Eduardo para producir la muerte del mismo, de modo que él podrá asirse a la tabla y salvarse. El dolo del homicidio, la conciencia y voluntad de producir la muerte de otro, se da. Por tanto, si la culpabilidad fuese el dolo, ¿cómo es que Juan Antonio estaría exento de pena por no ser culpable?Además, en la medida de la culpabilidad, tanto los tribunales como el lenguaje cotidiano tienen en cuenta elementos que están más allá del dolo y de la imprudencia, lo que de nuevo nos lleva a un concepto de culpabilidad más amplio.

Así, se refiere FRANK a que las circunstancias desfavorables disminuyen la culpabilidad mientras que, por ejemplo, las inclinaciones lujuriosas la aumentarían, o también a que la culpabilidad es mayor cuando se comienza la jornada laboral tras un largo descanso que cuando se llevan trabajadas once horas.

En definitiva, el concepto de culpabilidad, en este planteamiento, está compuesto por tres elementos:

  1. La imputabilidad.
  2. El dolo o la imprudencia.
  3. La normal configuración de las circunstancias en que tuvo lugar la acción delictiva (circunstancias acompañantes). Aparece así un nuevo elemento, enormemente relevante para valorar la conducta: siempre habrá que tener en cuenta las circunstancias que rodeaban la realización de la conducta para decidir si la misma es o no reprochable.

Busca FRANK una expresión que contenga las partes de este concepto de culpabilidad y llega a la formulación «culpabilidad es reprochabilidad»; actuar culpable es actuar reprochable, esto es, «un comportamiento tal del que se puede hacer un reproche al actuante». Se han sentado los pilares de las concepciones normativas. A partir de aquí tendrá lugar un fuerte debate sobre el fundamento de la reprochabilidad: es la hora de la polémica sobre la exigibilidad de obediencia a la norma.

La posibilidad de explicar el estado de necesidad del art. 54 del Código penal alemán como excluyente de la culpabilidad tendrá mucho que ver con la aceptación de la «reprochabilidad». Ahora bien, a partir del mismo, autores como GOLDSCHMIDT y FREUDENTHAL irán más allá, defendiendo la existencia de una causa general supralegal —no está contemplada en la regulación — de exculpación basada en la no exigibilidad de obediencia a la norma. Se llega así al debate sobre la no exigibilidad, que prácticamente monopolizó la discusión sobre la culpabilidad en Alemania entre 1927 y 1936.

B. EL DESARROLLO DE LAS CONCEPCIONES NORMATIVAS DE LA CULPABILIDAD

El concepto neoclásico del delito es el ámbito en el que dominan las concepciones normativas de la culpabilidad. Sin embargo, siempre se ha destacado la falta de claridad de las concepciones normativas. Y con razón.

Si nos fijamos en la estructura del concepto de culpabilidad, no resulta difícil encontrar destacados normativistas (como FREUDENTHAL o Eb. SCHMIDT) que siguen partiendo de la existencia de especies de culpabilidad (dolo e imprudencia); igualmente, el propio MEZGER seguía considerando a dolo e imprudencia «formas» de la culpabilidad, por mucho que, al mismo tiempo, los considerase un elemento de la misma.

Tampoco desde perspectivas materiales o de contenido las cosas son muy diferentes: así, la reprochabilidad ha permitido y permite que, tras la misma, se considere que lo reprochable es la voluntad (culpabilidad de la voluntad), el carácter o la personalidad que se expresa en el hecho (culpabilidad por el carácter o culpabilidad de la personalidad), la disposición de ánimo manifestada (culpabilidad de la disposición de ánimo), etc.

Incluso puede comprenderse la reprochabilidad como un mero filtro de lo injusto, sin que haya ningún aspecto material, de contenido valorativo, en la misma (BRAUNECK, HORN).

Finalmente, pese a la habitual vinculación de la reprochabilidad con una postura indeterminista —los autores que defienden el libre albedrío, la libertad de la voluntad—, no podemos olvidar que destacados autores deterministas aceptaban la reprochabilidad (basta pensar en ENGISCH, GRAF ZU DOHNA, NOWAKOWSKI).

Ningún aspecto resulta más ilustrativo a este respecto que la polémica sobre la no exigibilidad de obediencia a la norma. Como acabamos de señalar, en un primer momento los planteamientos normativos se centran en destacar la importancia de la conciencia de la antijuridicidad o la posibilidad de la misma, esto es, lo que permite reprocharle la conducta a su autor es que conocía o podía conocer la antijuridicidad de su conducta en el momento de actuar y, por tanto, podía omitirla (se hace acreedor del desvalor que supone realizar la conducta desaprobada, prohibida, sabiendo o pudiendo saber que está desaprobada, prohibida). Sin embargo, este planteamiento resultará insuficiente para muchos autores. Dado que la ley no castiga los hechos cometidos en el estado de necesidad del art. 54 del Código penal alemán de 1871 —que el sujeto puede realizar con conciencia de la antijuridicidad de su conducta—, el concepto mencionado parece insuficiente y no puede ser el concepto de culpabilidad material que reflejan las normas. Si existen casos en que no hay culpabilidad pese a que sí se da la conciencia de la antijuridicidad, la conciencia de la antijuridicidad no puede ser el núcleo, el elemento determinante del reproche, de forma que el principio de culpabilidad exige algo distinto, algo más. Se pasa así a una concepción para la que el aspecto decisivo del reproche es la exigibilidad de obediencia a la norma, es decir, el que se le pueda exigir al sujeto concreto que actúe conforme a Derecho en las circunstancias en que se encontraba. Con otras palabras, lo relevante será la valoración que se puede hacer de la conducta antijurídica teniendo en cuenta las circunstancias en las que se realizó la misma.

La polémica desapareció tan rápido como había surgido, a través de una solución —mayoritaria— de compromiso: la no exigibilidad solo excluirá la culpabilidad en los supuestos expresamente regulados en el caso de los delitos dolosos de acción; en el caso de los delitos imprudentes y de los delitos de omisión no se ven obstáculos a su aplicación más allá de los supuestos expresamente regulados.

Si bien las concepciones personales de lo injusto comienzan a exponerse en los años treinta, la discusión sobre las mismas y, por tanto, de sus repercusiones en la culpabilidad, solo tendrá lugar después de la segunda guerra mundial. Es en los años cincuenta cuando el traslado del dolo al tipo de lo injusto lleva a MAURACH a distinguir entre el concepto complejo de culpabilidad (MEZGER) y el concepto valorativo (WELZEL).

El concepto normativo complejo se caracteriza por situar la valoración y el objeto de esta en la misma categoría sistemática (la culpabilidad); el concepto normativo puro, por el contrario, distingue entre la valoración (culpabilidad) y su objeto (lo ilícito doloso o imprudente). En definitiva, para el concepto complejo de culpabilidad el dolo, que incluye la conciencia de la antijuridicidad —por lo que se le denomina dolus malus, dolo malo— pertenece a la categoría de la culpabilidad. El concepto normativo puro, por el contrario, distingue: el dolo pertenece a lo injusto —es el denominado dolo natural o dolo del hecho, pues se trata de la conciencia y voluntad de realizar los elementos del tipo objetivo— y la conciencia de la antijuridicidad es un elemento de la culpabilidad. Dado que el dolo ya no incluye la conciencia de la antijuridicidad ya no es un dolo malo, sino un mero dolo natural o dolo del hecho.

Los años 50 y 60 tuvieron importantes repercusiones en las concepciones normativas de la culpabilidad. Destacados representantes del finalismo (ARMIN KAUFMANN, por ejemplo) defendieron la ruptura entre la inexigibilidad y el principio de culpabilidad presente en algunos planteamientos reseñados anteriormente. El principio de culpabilidad, según estos autores, únicamente exige tener en cuenta la inimputabilidad y el error sobre la antijuridicidad de la conducta —los supuestos en que el sujeto no puede actuar de conformidad con el ordenamiento jurídico—, pero no las demás causas tradicionalmente incluidas en la culpabilidad (cuyo ejemplo clásico es el estado de necesidad no justificante), que se convierten en «causas fácticas de disculpa» (existe culpabilidad, pero es tan escasa que el legislador es indulgente y la perdona).

Ello supuso, por tanto, que un gran número de autores normativistas se centrase en exceso en la capacidad del autor de obrar de otro modo como aspecto exclusivo de la culpabilidad. La capacidad de motivarse por la norma sería el único elemento que tendría que añadirse a la conducta antijurídica para dar lugar a la culpabilidad y, por tanto, al desvalor individual en que esta categoría consiste. Este planteamiento será objeto de críticas tanto respecto a su fundamento (la capacidad del sujeto de actuar de otro modo) como a su contenido material (el desvalor personal de la culpabilidad).

C. LA CRISIS DE LAS CONCEPCIONES NORMATIVAS

En la segunda mitad de los años sesenta y principios de los años setenta del pasado siglo se alzaron multitud de voces críticas contra la comprensión de la culpabilidad de las concepciones normativas, esto es, contra la idea de que la culpabilidad es reprochabilidad o, al menos, que tiene que ver de algún modo con un reproche.

La idea directriz de la crítica es el rechazo al poder obrar de otro modo, al libre albedrío, a la capacidad de decidir libremente (con matices, pues siempre se reconocen condicionamientos), considerado mayoritariamente el fundamento de la culpabilidad como reprochabilidad (pese a que no faltasen autores partidarios del determinismo que defendían el mismo concepto). Dado que no se puede demostrar que un sujeto, en un caso concreto, podía haber actuado de otra forma (y menos todavía con los límites del proceso penal), resulta «irracional» fundamentar la culpabilidad (y, por tanto, la pena) en ese postulado. El Derecho penal, dicen los partidarios de la crítica, no puede ser un reducto de la metafísica ni hacer profesiones de fe, sino que tiene que basarse en ideas racionales —lo que, para muchos autores, supone sustituir la culpabilidad como criterio rector por la idea de la necesidad de pena—.

Destaca en este sentido la crítica que realizó ENGISCH, subrayando la imposibilidad de demostrar si un sujeto podía actuar de modo distinto a como lo había hecho. Así, para una demostración empírica de esa posibilidad, ENGISCH consideraba que sería necesario situar al sujeto, de nuevo, ante la misma situación exacta en la que actuó y comprobar si alguna vez actuaba de modo distinto. Ahora bien, esta prueba resulta imposible, dado que el hombre tiene memoria y, por tanto, colocado de nuevo ante la situación, el sujeto recordaría la vez anterior, de forma que ya no estaríamos exactamente ante la misma situación. Se ha criticado a ENGISCH que su concepción de la prueba empírica era demasiado estricta (DÍEZ RLPOLLÉS).

Sea como fuere, la alusión a la indemostrabilidad empírica del libre albedrío se convirtió en una constante en la dogmática penal; también hoy día el libre albedrío suele considerarse indemostrable en el caso concreto.

También se insistió en el carácter y contenido moralizante y estigmatizante de términos como culpabilidad y reprochabilidad. La idea de realizar un reproche por el delito pone de manifiesto, según los críticos, una arrogancia social que oculta la propia responsabilidad de la sociedad en la comisión de delitos. No es extraño que se quieran eliminar estos términos. La última categoría del delito pasará por ello en las concepciones de estos autores críticos a denominarse responsabilidad, atribuibilidad, imputación personal, etc. Además, argumentan que las regulaciones legales no pueden explicarse partiendo de la idea básica de la libertad o la falta de libertad. Basta pensar en el estado de necesidad en caso de conflicto de intereses iguales: el sujeto puede actuar de otro modo y, sin embargo, no se le castiga, no parece que haya culpabilidad según las regulaciones.

En definitiva, según estos enfoques, la culpabilidad, en el mejor de los casos, pasa de fundamento a límite de la pena. Y no faltan planteamientos que pretenden prescindir de la misma, dado que, según sus críticos, todas las consecuencias que han ido derivándose del principio de culpabilidad pueden mantenerse aunque se prescinda de este elemento (GIMBERNAT ORDEIG). Mas, incluso en las posiciones que no renuncian a la culpabilidad, su importancia se ve disminuida, pues hay que complementarla con las necesidades preventivas de pena (ROXIN). Por último, incluso se puede mantener la categoría disolviendo su contenido en reflexiones preventivo-generales; la culpabilidad perdería así su autonomía y se convertiría en un mero derivado de la prevención general (JAKOBS).

La crisis de las concepciones normativas de la culpabilidad supone, en el fondo, el final de una época del Derecho penal, dado que la culpabilidad deja de ser la «coronación» del delito.En muchos planteamientos la culpabilidad pierde su carácter desvalorativo, pues se parte de que todas las consideraciones valorativas del concepto de delito se realizan en lo ilícito; la conducta antijurídica, por tanto, es la que posee todo el desvalor del delito, sin que la culpabilidad añada nada al mismo.

Pese a todo, hoy en día sigue señalándose que el Derecho penal tiene que ser un Derecho penal de la culpabilidad. Con otras palabras, se sigue otorgando un rango importantísimo —sea como límite del ius puniendi, como un conjunto de garantías, como un principio rector de la imputación— al principio de culpabilidad. ¿Qué podemos decir del mismo?

III. EL PRINCIPIO DE CULPABILIDAD

Según la comprensión mayoritaria del principio de culpabilidad, su formulación sería la siguiente: «No hay pena sin culpabilidad. La medida de la pena no puede superar la medida de la culpabilidad». Pese a su carácter de principio básico en el actual Derecho penal —resulta habitual hablar del mismo como límite del ius puniendi, como conjunto irrenunciable de garantías o como principio que estructura y rige toda la imputación—, no es infrecuente encontrar referencias a la falta de claridad del mismo, a nuestro desconocimiento de su contenido, sus funciones y exigencias. De hecho, ha podido decirse que no se discuten las consecuencias del mismo sino su fundamento (BACIGALUPO), llegándose incluso a propugnar su sustitución por un conjunto de otros principios (GARCÍA ARÁN).

Más allá de los problemas que provienen de la crisis de las concepciones normativas —a los que hemos hecho somera referencia—, el problema parece radicar en que la evolución del concepto de delito ha abierto un hueco entre el principio de culpabilidad y la categoría del delito de este nombre (GARCÍA ARÁN, DÍEZ RIPOLLÉS). Con otras palabras: exigencias que antes sí eran de la «culpabilidad» (como la necesidad de dolo e imprudencia para poder ser responsable —la denominada exclusión de la responsabilidad objetiva o por el resultado—), hoy en día lo serían de otras categorías (en este caso, serían una exigencia de lo ilícito, de la tipicidad).

La culpabilidad de la primera parte del principio (no hay pena sin culpabilidad) y la culpabilidad como elemento del delito serian distintas. Más aún, la culpabilidad a la que se refieren las dos partes del principio no sería la misma: si la primera (no hay pena sin culpabilidad) es la culpabilidad de fundamentación de la pena(esto es, haría referencia a una serie de requisitos que deben darse para poder imponer una pena, de los que la culpabilidad como elemento del delito seria solo uno), la segunda (la medida de la pena no puede superar la medida de la culpabilidad) seria la culpabilidad de medición de la pena, completamente distinta de la anterior, ya que abarcaría todos los factores relevantes para la determinación e imposición de la pena, claramente más que los que pertenecen a la categoría del delito (aunque incluye también los que pertenecen a la propia culpabilidad como categoría del delito).

Cuando en el siglo XIX se formula el principio de culpabilidad, se hace como «no hay pena sin dolo o imprudencia». Es lógico que así sea pues, como ya hemos podido ver; la culpabilidad como categoría sistemática era un concepto meramente formal, que podía sustituirse por sus clases o especies (el dolo o la imprudencia) sin ningún tipo de problema. Igualmente, en dicho momento histórico lo verdaderamente relevante era la exclusión de la responsabilidad por el resultado, pues la conciencia de la antijuridicidad como elemento del delito (incluida normalmente en el dolo), todavía no se ha consolidado como una exigencia unánime, como algo derivado del principio de culpabilidad —dicho de otra manera: no resultaba problemático admitir responsabilidad en supuestos en que el sujeto no sabía ni podía saber que su conducta era antijurídica—. Desde esta perspectiva lo extraño es que, superadas las concepciones psicológicas, el principio de culpabilidad se siguiese enunciando como «no hay pena sin dolo o imprudencia» cuando, en teoría, la culpabilidad —como reprochabilidad— era más que el dolo o la imprudencia. La explicación, sin embargo, podría ser bastante sencilla: en los planteamientos normativos, dolo e imprudencia siguieron siendo comprendidos como «especies» de la culpabilidad; igualmente, la idea de que estábamos ante las «formas» de la culpabilidad resultaba compatible con su consideración, al mismo tiempo, como elementos de la culpabilidad en cuanto categoría del delito.

La razón es en los dos casos la misma: se trata. en ambos casos, de formas de referirse al propio delito, esto es, se está haciendo referencia a las «especies» del delito (delito doloso o delito imprudente) o a las «formas» del delito entendido como conducta reprochable. Lo que resulta reprochable (y por tanto culpable) es un comportamiento doloso o imprudente. Dado que el delito es una conducta culpable, las formas del delito como conducta culpable son la actuación dolosa y la actuación imprudente.

En nuestra opinión, ninguna de las distinciones anteriores es necesaria. La culpabilidad a la que hace referencia el principio de culpabilidad —en sus dos partes— es la culpabilidad del concepto analítico del delito en su vertiente material, esto es, la culpabilidad como categoría del delito, la conducta reprochable.

Pese a que es reconocida con carácter general, existe una fuerte tendencia a pasar por alto la relación lógica-necesaria que existe entre los elementos del delito. Si prestamos atención a la misma, la culpabilidad tiene en cuenta los anteriores elementos del delito —especialmente si se parte de que estamos ante la reprochabilidad individual de la conducta antijurídica; al ser la conducta antijurídica el objeto que reprocharemos, su mayor o menor gravedad incidirá, directamente, en la gravedad de la culpabilidad—, de modo que todas las exigencias de elementos anteriores derivan de la misma. Se podría decir que las categorías anteriores están preparando, precisamente, el objeto de la reprochabilidad. Por otro lado, no podemos pasar por alto que el concepto analítico de delito tiene también una vertiente material, esto es, que no se limita a establecer la concurrencia de unas cualidades, sino que analiza las mismas. Así, igual que lo ilícito es una categoría graduable, la culpabilidad también lo es (más allá de la gravedad de lo ilícito, la propia reprochabilidad puede ser mayor o menor), de forma que, en última instancia, la culpabilidad reproduce, materialmente, la gravedad del delito.

En cualquier caso, resulta importante tener en cuenta que nuestro Código penal no formula expresamente el principio de culpabilidad. El art. 5 CP («no hay pena sin dolo o imprudencia») consagra el que se denomina principio de imputación subjetiva, es decir, excluye la responsabilidad objetiva, la responsabilidad por el resultado, pero deja fuera otras exigencias del principio de culpabilidad. Dada su importancia, sería deseable que se viese recogido en el Código penal.

Por último debemos referirnos a la posible consagración constitucional del principio de culpabilidad. La Constitución no se refiere directamente al mismo, pero, de acuerdo con CEREZO MIR, podemos deducirlo de su artículo 10, en su referencia a la dignidad de la persona humana como fundamento del orden político y la paz social, fundamentación preferible a la ofrecida por otros autores. El principio de culpabilidad es una exigencia del respeto a la dignidad humana, pues imponer una pena sin culpabilidad o una pena mayor que la medida de la culpabilidad supondría utilizar a la persona como mero instrumento para la obtención de fines sociales, lo que supondría una grave vulneración del respeto debido a la dignidad de la persona humana.

IV. SOBRE EL ESTADO ACTUAL DE LA CULPABILIDAD

La característica más destacable de la situación actual de la culpabilidad como categoría del delito es la amplitud y diversidad de planteamientos que podemos encontrar en la misma.

Así, junto a los planteamientos que entroncan con las tradicionales concepciones normativas —también diversos entre sí (basta pensar en las posiciones de CEREZO MIR, DÍEZ RIPOLLÉS, TORÍO LÓPEZ o MARTÍN LORENZO)— podríamos situar los enfoques preventivos, que, por supuesto, tampoco son unitarios.

Dentro de los enfoques preventivos debemos hacer una breve mención a GIMBERNAT ORDEIG, tanto por la radicalidad de su planteamiento, como por su carácter de pionero en la crítica de las concepciones normativas. Para GIMBERNAT, se puede prescindir del principio de culpabilidad y, sin embargo, mantener todas sus consecuencias (centradas en la necesidad de dolo o imprudencia para poder castigar una conducta, en el mayor castigo de los delitos dolosos frente a los delitos imprudentes, en la imposición a los inimputables únicamente de medidas de seguridad y en la impunidad del error de prohibición invencible). Las exigencias de la prevención general y de la prevención especial podrían justificar, en su opinión, las consecuencias que se han atribuido tradicionalmente al principio de culpabilidad.

Sin poder entrar en un exhaustivo análisis de su postura, lo cierto es que la misma ha sido rebatida, convincentemente, en nuestro país (CEREZO MIR, GRACIA MARTÍN, PÉREZ MANZANO).

Así, se señala que, desde una perspectiva preventiva, los delitos imprudentes deberían castigarse con mayor pena que los delitos dolosos, dado que son más frecuentes; del mismo modo, la eficacia preventiva podría legitimar que se castigase en los casos en que había un error de prohibición invencible, ya que si el desconocimiento de la antijuridicidad de la conducta no exime de pena, las personas examinarían más cuidadosamente la licitud o ilicitud de su comportamiento; la aplicación de una pena a los inimputables también podría tener efectos preventivos, sobre todo de cara a la generalidad, dado que al ver que esas personas son castigadas sabrían que ellos también lo van a ser, etc. Más allá de estas cuestiones debemos recordar las consecuencias que la utilización del criterio de la necesidad de pena tenía para la distinción entre antijuridicidad y culpabilidad: se convertían en los ámbitos de lo que el legislador quiere prohibir (antijuridicidad) frente a lo que el legislador puede castigar (culpabilidad), criterio que tampoco convencía. Por último se ha puesto en duda que realmente se esté renunciando a la culpabilidad, dado que conserva los elementos básicos de la misma, como son la imputabilidad y la necesidad de conocimiento (o de posibilidad de conocimiento) de la antijuridicidad.

Si en la construcción de GIMBERNAT la necesidad preventiva se habría convertido en el fundamento y el límite de la pena, en la de MIR PUIG la culpabilidad se mantiene como un límite a las exigencias preventivas (a las exigencias de la necesidad de pena). Elemento básico —y con bastante éxito en la doctrina— de su planteamiento es la consideración de que la culpabilidad, materialmente, consiste en la capacidad de motivación normal por las normas jurídicas, lo que explica su concepción de la culpabilidad como categoría donde realizar el principio de igualdad real.

Lo que caracteriza a los inimputables y a los que actúan en situaciones de inexigibilidad es que no tienen capacidad de motivación normal por la norma. El inimputable no tiene una capacidad normal en cuanto sufre una anomalía o alteración psíquica, de manera que existen razones internas —situadas en el propio sujeto— que explican su falta de capacidad de motivación normal; dado que los delitos los suele cometer una persona que no padece alteración alguna, la diferencia en cuanto a la normalidad (uno padece determinadas anomalías o alteraciones y los demás no) parece clara. Tampoco quien está en una situación de inexigibilidad tiene una capacidad de motivación normal: en este caso es la situación externa la que influye en el sujeto repercutiendo en la normalidad de su capacidad de motivación; la normalidad de su capacidad está rota por la concurrencia de esas circunstancias externas que modifican la misma; obviamente, los delitos no se suelen cometer en una situación de inexigibilidad, de forma que la diferencia —la anormalidad— parece obvia.

Pese a lo sugestivo de su postura, la misma tampoco termina por resultar convincente, tal y como han señalado otros autores (CEREZO MIR, PÉREZ MANZANO, DÍEZ RIPOLLÉS).

Por un lado, la capacidad de motivación normal por la norma no parece que presente grandes ventajas frente a la capacidad de actuar conforme a la norma (la capacidad de obrar de otro modo): no parece que su demostración empírica vaya a ser más fácil; sigue suponiendo la utilización de elementos valorativos, si bien sus referentes no son tan claros como en otros casos; una capacidad pasiva —ser motivado normalmente—, es insuficiente para atribuir el hecho a una persona. Por otro lado, tampoco consigue explicar satisfactoriamente las eximentes que se basan en situaciones de no exigibilidad. Basta pensar en las personas que quedan excluidas de la eximente de estado de necesidad (los que han provocado intencionadamente el estado de necesidad o las que tienen una obligación de sacrificio por su oficio o cargo); ¿qué es lo que fundamenta que, en estos casos, su capacidad de motivación sí sea normal? ¿Realmente podemos decir que su capacidad es normal, que no se ve alterada? Podría aludirse, igualmente, a otros límites del estado de necesidad (la igualdad de los males) o a por qué solo el miedo insuperable exime (¿no hay otras emociones de la misma intensidad y que, por tanto, también disminuyan la capacidad normal de ser motivado por las normas jurídicas?).

A necesidades preventivas responde también el concepto dialéctico de MUÑOZ CONDE. Si tenemos en cuenta que la libertad en que se basa el concepto tradicional no es demostrable empíricamente y que existen supuestos en que no hay culpabilidad pese a existir capacidad de obrar de otro modo (los supuestos de no exigibilidad), parece obvio, según este autor, que debemos abandonar las posiciones tradicionales con su planteamiento individual. Es imprescindible, en su opinión, reconocer que la culpabilidad es un fenómeno social, de manera que serán las necesidades preventivo generales —avaladas, en su caso, por razones preventivo especiales— las que legitimarán los supuestos en que existe culpabilidad, cuyo elemento esencial será la capacidad de motivación por la norma —insistiendo en esta relación entre función de motivación por la norma y concepto material de culpabilidad—.

La postura de MUÑOZ CONDE también ha recibido críticas en la doctrina (CEREZO MIR, DÍEZ RIPOLLÉS). Así, la relación entre culpabilidad y prevención general es menos sencilla de lo que este autor pretende. Si definimos la culpabilidad en función de las exigencias de la prevención queda claro que la misma no podrá suponer un límite a dichas exigencias, lo que podría dar lugar a abusos —problema que, en el fondo, reconoce el propio MUÑOZ CONDE al señalar la posibilidad de que existan esos excesos y recordar, con acierto, que lo que debe hacerse en este caso es criticar esos excesos; el problema es que sin un criterio material independiente de las propias consideraciones preventivas no se podrán distinguir los abusos o excesos—. Por otro lado, tampoco las interpretaciones que aluden a la falta de necesidad preventiva de pena consiguen explicar satisfactoriamente las causas de no exigibilidad. Así, por ejemplo, todavía no se ha ofrecido una explicación convincente de por qué solo el miedo insuperable hace innecesaria la pena desde perspectivas preventivo generales y preventivo especiales, mientras que la misma sigue siendo necesaria cuando se trata de otra perturbación emocional (que puede tener la misma intensidad). Igualmente, tampoco parece que las necesidades de pena puedan explicar los límites a los males en juego en caso de estado de necesidad en conflicto de intereses iguales.

Existen, por supuesto, otras posturas (pensemos en la influencia de ROXIN y su defensa de la categoría de la responsabilidad, esto es, la complementación de la culpabilidad tradicional —imputabilidad y conciencia o cognoscibilidad de la antijuridicidad— con reflexiones sobre la necesidad de pena —causas basadas tradicionalmente en la no exigibilidad—, los planteamientos de síntesis entre prevención y garantías —ALCÁCER GUIRAO, SILVA SÁNCHEZ—, la conocida disolución de la culpabilidad en razones preventivo generales de JAKOBS o la sugerente teoría del sujeto responsable de BUSTOS RAMÍREZ con las reflexiones complementarias de VARONA GÓMEZ) en cuya exposición no podemos detenernos.

V. EL CONCEPTO MATERIAL DE CULPABILIDAD

Ya hemos señalado que el concepto de reprochabilidad es, como tal, un concepto formal, dado que no nos dice por qué podemos reprocharle a una persona su conducta antijurídica. En este sentido necesitamos conocer el fundamento, la razón que nos legitima a reprocharle a una persona su comportamiento, aspecto que se estudia en el concepto material de culpabilidad.

Para nosotros el reproche de culpabilidad se fundamenta en la capacidad de la persona de actuar de modo distinto a como lo hizo, de modo acorde con las exigencias del ordenamiento jurídico. Además, la referencia a la capacidad de actuar de acuerdo con el ordenamiento jurídico no tiene, como nos recuerda WELZEL, el sentido abstracto de que alguna persona, en lugar del autor, habría podido obrar de otro modo, sino el sentido concreto de que el autor, en la situación en la que estaba, hubiese podido tomar una resolución de voluntad conforme con la norma.

Dos son, por tanto, las cuestiones que deberíamos resolver:

  1. El problema general de si las personas pueden adoptar resoluciones de voluntad diferentes de las que adoptaron (el problema del libre albedrío).
  2. Admitido lo anterior, la siguiente cuestión que debemos resolver es si el sujeto concreto, en la situación concreta, pudo obrar de modo distinto a como lo hizo y el problema de cómo demostrarlo.

El problema de la negación del libre albedrío y de la adopción de un enfoque determinista parece tener un carácter cíclico en el Derecho penal, en el sentido de que cada cierto tiempo aparecen corrientes que lo niegan y quieren fundamentar el Derecho penal al margen del mismo (pensemos en la Escuela positiva italiana de finales del siglo XIX o en la escuela sociológica o político-criminal de VON LISZT; también recientemente se niega la existencia del libre albedrío desde el ámbito de las neurociencias, sin que los descubrimientos que se aportan supongan, sin embargo, la necesidad de modificar los planteamientos del Derecho penal).

Desgraciadamente, no podemos ocuparnos de este problema con una mínima profundidad, ni siquiera a efectos de esclarecer el debate (comenzando, así, por analizar el problema del compatibilismo o incompatibilismo, esto es, las doctrinas que consideran que la responsabilidad ética y, por tanto, también penal, sería compatible con la inexistencia del libre albedrío, frente a las posturas incompatibilistas, que señalan que, si se niega el libre albedrío, no puede hablarse de responsabilidad ni culpabilidad), por lo que nos limitaremos a exponer la postura en la que nos basamos y las razones por las que lo hacemos.

En esta obra hemos partido de una comprensión del Derecho penal como un instrumento de control social. Siendo así, la vinculación con las concepciones básicas de la sociedad resultan siempre fundamentales. Si las concepciones sociales se demostraron esenciales en el establecimiento de lo delictivo (el concepto material del delito), resulta obvio que deberemos atender a los valores sociales que determinen la exigencia de responsabilidad. Con otras palabras: las concepciones fundamentales sobre cómo y cuándo se puede exigir responsabilidad a un sujeto van a resultar cruciales en este ámbito.

Sin perjuicio de que volveremos sobre ello más adelante, la imputación cotidiana, la forma, presupuesto y límites con que nos atribuimos y exigimos responsabilidad en la vida ordinaria, se verá reflejada en las estructuras jurídicas. La culpabilidad, por supuesto, no es una excepción.

Aceptamos por tanto el libre albedrío, la libertad de la voluntad, como un elemento básico de nuestra autocomprensión como sujetos (no nos entendemos como sujetos sometidos directamente a sus impulsos, de forma que en cada caso actuaríamos según lo que los mismos nos dictasen, sino que partimos de la base de que somos libres para decidir las acciones y omisiones que realizaremos —lo que no quiere decir, por supuesto, que no tengamos condicionamientos—) y de nuestra forma de interactuar en sociedad (que también se basa en la libertad).

Imaginemos que, por un momento, al realizar un contrato no supiésemos si la otra parte lo cumplirá o no, pues no sería una cuestión que dependa de su voluntad, sino que los factores causales que se fuesen dando serían los que inclinarían la balanza hacia el cumplimiento o el incumplimiento. No parece necesario insistir en que no es así como contemplamos la vida social. Esta perspectiva es compartida por un buen número de autores (CEREZO MIR, DÍEZ RIPOLLÉS, VIVES ANTÓN, HIRSCH, SCHÜNEMANN, etc.) que incluso añaden otros argumentos en los que no vamos a detenernos (estructura de nuestro lenguaje, coherencia con la Constitución y nuestro ordenamiento jurídico, etc.).

Sigue restando el problema de su demostrabilidad empírica en el caso concreto. Algunos autores (como DÍEZ RIPOLLÉS), consideran que puede verificarse empíricamente la capacidad concreta del sujeto concreto de actuar de otra forma. La mayoría doctrinal, sin embargo, es bastante más escéptica y señala que, a lo sumo, solo se pueden demostrar aspectos parciales de dicha capacidad (CEREZO MIR), especialmente los aspectos intelectuales (si una persona había podido prever la producción de un determinado resultado, si podía conocer que su conducta era antijurídica, etc.), teniendo en el fondo como referencia la comprobación de la capacidad general de autodeterminación del ser humano, lo que, sin embargo, se traduce en la utilización de criterios generalizantes (el hombre medio, la persona normal), que ocultan los presupuestos valorativos.

En nuestro país no ha tenido excesiva repercusión el concepto «empírico-pragmático» o «social» de culpabilidad, muy extendido en Alemania (KRUMPELMANN, JESCHECK, LACKNER, MAIWALD, SCHREIBER). Este concepto parte siempre de una persona con una capacidad de autodeterminación media —criterio normativo— para solucionar los problemas de si el sujeto concreto podía haber actuado o no de otro modo. El reproche al sujeto concreto se basaría en que la persona media sí habría actuado de otro modo. Además de otras posibles críticas (TORÍO LÓPEZ), resulta completamente insatisfactorio fundamentar una culpabilidad individual en lo que habría hecho un tercero (tercero que, además, no existe como tal).

Dejando al margen la polémica doctrinal, deberemos tener en cuenta, por un lado, todos los elementos que sean individualmente demostrables.Cuando un elemento sea empíricamente constatable en el caso concreto, no podrá sustituirse por un criterio generalizante o normativo.

Así, no podrá castigarse a alguien que no conocía ni podía conocer la antijuridicidad de su conducta por el mero hecho de que «el ciudadano medio» sí la hubiese conocido.

En otros casos resultará inevitable tener en cuenta criterios normativos. Ahora bien, en estos casos conviene detallar lo más posible los mismos, para evitar confusiones y, sobre todo, para aclarar los términos del debate (y poder discutir racionalmente). De otro modo, puede ocurrir que vagas apelaciones psicológicas encubran la resolución normativa de un problema.

En definitiva, con toda la demostración empírica de la que se sea capaz, partiremos de la capacidad de actuar de otro modo, de la capacidad de actuar conforme a la norma, como elemento básico, irrenunciable, de la culpabilidad. Siempre que pueda demostrarse que un sujeto concreto no pudo actuar de otro modo en el caso concreto, quedará exento de culpabilidad y pena.

Sin embargo, no podemos caer en una errónea conclusión inversa y defender que siempre que el sujeto tuviese capacidad para actuar de manera conforme con la norma habrá culpabilidad. De este modo, como decía WELZEL, «se muestra el carácter normativo de la reprochabilidad, que no queda disuelta en el mero poder obrar lícitamente». En definitiva, debemos insistir en que la reprochabilidad es la esencia de la culpabilidad. La capacidad de obrar conforme a la norma es un elemento fundamental de la misma, pero no la agota, pues la culpabilidad puede faltar cuando se da la capacidad de obrar conforme a la norma la misma.

Ahora bien, ¿cuáles son los criterios que nos llevan a determinar materialmente la reprochabilidad? Recurrir al concepto de Estado en el que tenga lugar una determinada regulación parece evidente.

Igualmente, la sociedad y sus pautas valorativas también van a resultar fundamentales en este ámbito. Debe superarse la visión del delito como una mera cuestión de relación entre el sujeto y la norma (aunque no prescindir de la misma; la capacidad del sujeto para actuar conforme a la norma seguirá siendo esencial pero no excluyente de otras razones) y contemplarlo como un fenómeno social.

En este sentido es en el que consideramos relevante la forma de nuestra interacción cotidiana, el modo como actuamos en sociedad, que se refleja también en nuestro lenguaje y en las categorías que utilizamos en el lenguaje ordinario. Una cuestión fundamental en nuestras relaciones con los demás son las razones por las que alguien hace o deja de hacer algo. Las razones —las extraigamos de su proceso de motivación o del contexto en que actúa— resultan fundamentales en la calificación valorativa de las conductas. Y si las razones tienen importancia en el análisis de nuestra praxis es porque reflejan un determinado concepto de sujeto que es, por tanto, el concepto de sujeto que utilizamos cotidianamente (y al que le pedimos responsabilidad, al que le censuramos su conducta, con el que tenemos relaciones o las interrumpimos). La imagen que una sociedad posee de sus miembros es un elemento fundamental en la determinación de las relaciones de los mismos entre sí y con estructuras colectivas (como el Estado).

Debemos destacar que el Derecho penal regula la convivencia social, pero que esa convivencia es la de sujetos concretos, finitos, limitados e irrepetibles. No se trata de que cada sujeto concreto sea solo una especie del género «hombre» del idealismo, sino que cada sujeto concreto es un ente irrepetible, definido por sus relaciones. Lo vamos a resumir, valorativamente, con la utilización del término «individuo».

Al decir que cada uno de nosotros somos un individuo hacemos referencia a que valorativamente tenemos un valor propio, que nos distingue de los demás —cualitativamente— y que lleva a que, por tanto, dentro de ciertos límites tenga sentido la preferencia de los intereses propios. Resulta importante tener en cuenta que se trata de una diferencia cualitativa y no cuantitativa. Cuando en una situación de necesidad en conflicto de intereses iguales uno opta por salvarse a sí mismo, todos lo comprendemos porque hay una diferencia clara entre «la» vida y «mi» vida (prescindir de nuestras relaciones subjetivas nos haría dejar de ser lo que somos). No es que «mi» vida valga más que otra, es que es distinta —de ahí que la desigualdad, dentro de una igualdad básica, tenga relevancia normativa—.

De esta manera, la preferencia de los intereses vinculados a uno mismo —dentro de ciertos límites, como es obvio—, en las sociedades modernas no es desaprobada. Con esta idea se pueden explicar la mayoría de los supuestos basados en la no exigibilidad de obediencia a la norma: son supuestos en que la actuación es antijurídica pero en los que no podemos efectuar un reproche porque la consideración del sujeto actuante como un individuo hace que comprendamos su actuación y, en este sentido, que no se la podamos censurar, que no nos parezca reprochable.

En definitiva, para establecer y determinar la reprochabilidad personal de la conducta antijurídica habrá que atender a la capacidad del sujeto para actuar de conformidad con la norma, pero también deberemos tener en cuenta las circunstancias concretas en las que se produce la conducta y la motivación que se manifiesta en el concreto comportamiento, pues sólo estos elementos nos permiten comprender valorativamente la conducta de modo exhaustivo.

VI. ESTRUCTURA Y ELEMENTOS DE LA CULPABILIDAD

A. SOBRE LA ESTRUCTURA DEL CONCEPTO DE CULPABILIDAD

Cuando FRANK formula su famosa frase «culpabilidad es reprochabilidad» defiende, como sabemos, que el concepto de culpabilidad está compuesto por tres elementos: la imputabilidad; el dolo y la imprudencia; la normalidad de las circunstancias acompañantes (circunstancias que rodean la realización de la conducta delictiva).

Sin embargo, pese a que FRANK se refirió a tres elementos en plano de igualdad, resultaba bastante frecuente encontrar un esquema expositivo que distinguía entre la imputabilidad, considerada presupuesto de la culpabilidad, y los elementos de la reprochabilidad, el elemento intelectual —en el que se analizan los problemas del error de prohibición— y el elemento volitivo — en el que se estudian las causas de inexigibilidad y, especialmente, el estado de necesidad exculpante—.

Todavía hoy se discute, en las concepciones normativas de la culpabilidad, si la imputabilidad es un presupuesto o un elemento de la culpabilidad. Lo verdaderamente importante son los argumentos que latían en la distinción entre imputabilidad y reprochabilidad que, además, podían utilizarse aunque se defendiese un esquema constructivo diferente (ya se los considerase elementos, ya se acudiese a una concepción totalmente distinta —imputación—). Como vamos a ver, el planteamiento material, el planteamiento de fondo, legitimaba toda una comprensión y explicación de la culpabilidad y su exención.

Así, la imputabilidad era concebida como una capacidad general, que iba más allá del caso concreto; en palabras de WELZEL, la capacidad de culpabilidad «existe (o no) de un modo general en la situación concreta con independencia de que el autor actúe o no, de que se comporte jurídica o antijurídicamente». Frente a ello, la conciencia de la antijuridicidad y la ausencia de un estado de necesidad eran cuestiones del caso concreto, de la conducta efectivamente realizada. Una vez más lo expone con claridad WELZEL: «la reprochabilidad se refiere…, a una conducta antijurídica real». De este modo, «como la culpabilidad individual no es otra cosa que la concreción de la capacidad de culpabilidad en relación con el hecho concreto, la reprochabilidad se basa en los mismos elementos concretos cuya concurrencia con carácter general constituye la capacidad de culpabilidad». Claro está que la verdadera relevancia de esa distinción entre lo general y lo concreto va mucho más allá de su armonía constructiva, sistemática. Lo realmente importante radicará en la relación valorativa entre la inimputabilidad y las otras causas de exclusión de la culpabilidad.

La imputabilidad es el ámbito donde se decide la constitución del sujeto cuyos actos pueden ser susceptibles de reproche, esto es, el ámbito donde se decide si estamos ante un igual, ante una persona como nosotros, o ante alguien distinto. De nuevo WELZEL lo expresa con claridad, destacando que considerar a alguien imputable supone «el reconocimiento del otro como tú, como igual, como susceptible de determinación plena de sentido y por ello tan sujeto responsable como yo». El reverso sería la consideración del inimputable como alguien que no es persona (ENGISCH), alguien excluido de la comunidad vital (NOWAKOWSKI), alguien que no es comparable con la persona normal, insistiéndose en que precisamente la diferencia es lo determinante (BOCKELMANN).

Es importante que tengamos en cuenta esta referencia a la anormalidad, a lo patológico, además del carácter general, pues resulta básico en la explicación de las causas de exclusión de la culpabilidad. Así, por mucho que una persona sea capaz, en general, de comprender lo ilícito de su conducta y de actuar conforme a ese conocimiento, puede suceder que, en el caso concreto, no pueda conocer la antijuridicidad (error de prohibición invencible) o no pueda actuar de forma distinta (estado de necesidad exculpante). Frente al carácter patológico, anormal, de las situaciones de inimputabilidad, nos encontramos ahora ante supuestos que pueden sucederle a cualquiera, ante supuestos que, hasta cierto punto, son normales, no en el sentido de que sean frecuentes, sino en el sentido de que pueden sucederle a cualquiera de nosotros. Y así, puede ocurrir que, en el caso concreto, no podamos actuar de otro modo, ya sea porque estamos en un error de prohibición invencible, ya porque estamos en un estado de necesidad exculpante. Se comprende que no se quiera castigar lo que puede sucederle a cualquiera y, en este sentido, que las actuaciones en estado de necesidad exculpante no se consideren exigibles, pues es lo que habría hecho cualquiera (menos los héroes o los santos). ¿Cómo le vamos a reprochar a alguien lo que también haríamos nosotros? ¿Qué sentido tiene censurar lo que haría cualquiera?

La ruptura de este esquema en los años cincuenta tendrá importantes consecuencias en la comprensión de la culpabilidad,más allá de que facilite la comprensión de la imputabilidad como elemento y no como presupuesto de la culpabilidad. Así, la imputabilidad dejará de ser considerada una capacidad general, para concebirse como la capacidad de comprender lo ilícito de la concreta conducta, de la conducta que el sujeto realiza y, además, la capacidad de actuar conforme a ese conocimiento, también en el caso concreto. Esto obligará a replantearse la relación entre la inimputabilidad y las demás causas de exclusión de la culpabilidad.

Las relaciones cambian considerablemente. El elemento intelectual de la imputabilidad (la capacidad de comprender lo ilícito del hecho) coincide con la conciencia de la antijuridicidad, de manera que ¿cuál es el sentido de la distinción entre inimputabilidad y error de prohibición?

La inimputabilidad en caso de imposibilidad de conocer la antijuridicidad de la conducta no es más que un subcaso de error de prohibición, un error de prohibición por determinadas razones (la incapacidad del sujeto por una anomalía mental), lo que obligará a coordinar las regulaciones si difieren (como ocurre, por ejemplo, en Alemania). Igualmente, al decir que el sujeto es imputable sabemos que puede actuar conforme al conocimiento de lo injusto, puesto que se presupone de modo general —si no hay anomalía no hay exclusión de la capacidad de actuar de otro modo—, lo que impide seguir aludiendo en el estado de necesidad exculpante a una imposibilidad de actuar de otro modo. Deberá modificarse el modelo y así se hará: a partir de este momento, muchos autores defenderán que, en el fondo, en el estado de necesidad exculpante hay culpabilidad, solo que es tan escasa que el legislador la perdona. Hay distintas formas de explicar esa disculpa del legislador, pero la misma se convertirá en la explicación dominante en Alemania.

A tenor de la evolución dogmática, hoy día parece preferible considerar a la imputabilidad un elemento más de la reprochabilidad. Incluso podría pensarse en modificar el esquema expositivo y situar en primer lugar los problemas del conocimiento de la ilicitud (BACIGALUPO ZAPATER), algo que, sin embargo, no vamos a hacer, siquiera sea por razones pragmáticas.

B. LOS ELEMENTOS DE LA CULPABILIDAD

Debemos recordar, una vez más, la relación lógica-necesaria entre los elementos del delito. Cada elemento del delito presupone al anterior y es parte del siguiente. De esta manera, la conducta antijurídica es un elemento de la culpabilidad. Es precisamente el objeto del que vamos a predicar la reprochabilidad. En función de los demás elementos de la culpabilidad determinaremos la reprochabilidad de la concreta conducta antijurídica. Es por esto que la mayor o menor gravedad de lo ilícito da lugar a una mayor o menor gravedad de la culpabilidad.

No es esto, sin embargo, lo que nos interesa en este momento. Como decía WELZEL, a la culpabilidad pertenecen todos los elementos del delito previos a ella. Sin embargo, distinguía entre los que solo son elementos de la culpabilidad y los que, además, pertenecen a otros elementos del delito (como el dolo y la imprudencia que son ya elementos de los tipos dolosos e imprudentes respectivamente). En este mismo sentido, aquí vamos a referirnos, únicamente, a los elementos que son solo elementos de la culpabilidad. A los elementos con cuya concurrencia se determina la reprochabilidad individual de la conducta antijurídica.

En primer lugar tenemos la imputabilidad o capacidad de culpabilidad. Para poder reprocharle su conducta a una persona, necesitamos que la misma tenga, en el momento del hecho, un determinado grado de madurez y unas determinadas características psicofísicas (que no padezca una enfermedad o trastorno mental), de manera que podamos afirmar la posibilidad de comprender la ilicitud de su acción u omisión antijurídica y de actuar conforme a esa comprensión. Deberemos ocuparnos de las anomalías o alteraciones psíquicas que puedan excluir cualquiera de dichas capacidades.

En segundo lugar será necesario que el autor hubiese conocido realmente o al menos hubiese podido conocer la ilicitud de su conducta. Nos situaremos en el ámbito de estudio del error sobre la antijuridicidad de la conducta —error de prohibición—, dado que deberemos analizar cuándo podemos decir que una persona conoce lo ilícito de su conducta (objeto, forma, clase y grado de conocimiento), cuándo, pese a no haberlo conocido, podía haberlo conocido (el problema de la vencibilidad del error de prohibición), o en qué medida exime de pena el error de prohibición.

Como tercer elemento aparecen los supuestos de no exigibilidad de obediencia a la norma. Mayoritariamente se hace referencia aquí a que el sujeto no se encuentre en una situación de presión anímica tal que disminuya considerablemente su capacidad de actuar conforme a la norma, planteamiento que solo compartimos de forma muy incidental.

En cualquier caso hay que analizar los supuestos en que determinadas circunstancias —influyan o no en la capacidad de motivación del sujeto — modifican la valoración normal de la conducta, haciendo que no parezca reprochable al no ser exigible una conducta conforme a la norma. Igualmente, no podemos olvidar la importancia del análisis del proceso de motivación concreto, dado que la motivación, al modificar el significado del hecho, resulta asimismo relevante, como demuestra la existencia en nuestro ordenamiento de circunstancias atenuantes y agravantes cuya localización sistemática es la culpabilidad.

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