Los cuasicontratos y el enriquecimiento injusto

La categoría de los cuasicontratos: error histórico e intrascendencia de la categoría

El título XVI del Libro IV del Código Civil, bajo la rúbrica general “De las obligaciones que se contraen sin convenio”, regula los cuasicontratos y la responsabilidad civil extracontractual. El objeto es el de situarse en la esfera de las obligaciones ex lege.

Noción y tipos de cuasicontrato

El art. 1887 afirma que “son cuasicontratos los hechos lícitos y puramente voluntarios, de los que resulta obligado su autor para con un tercero y a veces una obligación recíproca entre los interesados”.

En este artículo más que un precepto se da una definición. Algunas notas relevantes a resaltar sobre los llamados cuasicontratos son:

  • Se trata de hechos lícitos frente a los hechos o actos ilícitos que originan la responsabilidad extracontractual (art. 1902 y ss.).
  • Son hechos voluntarios es decir, actos jurídicos llevados a cabo por el sujeto sin tener obligación alguna de realizarlos.
  • Son fuente de las obligaciones, siendo indiferente que resulte sólo el autor del acto que los origina o éste y cualquier otra persona afectada por el supuesto de hecho.

El Código Civil identifica como cuasicontratos a la gestión de negocios ajenos y al cobro de lo indebido. La pretendida categoría es fruto de un error histórico (señalado en STS 21/06/1945). La doctrina se pronuncia en contra de que ésta categoría sea fuente de las obligaciones (afirmación que sí se contiene en el art. 1089) por carecer de fundamento alguno.

El error histórico

Gayo dividía las obligaciones en aquellas que nacían de los contratos, de los delitos, y de otras causas. Para superar ésta división, en las “Instituciones” de Justiniano, los juristas de Bizancio consideraron preferible hablar de cuatro fuentes de las obligaciones: el contrato, el delito, las obligaciones nacidas quasi ex contrato y quasi ex delito. Luego, una posterior alteración de términos lingüísticos, arrojó que una de las posibles clasificaciones de las obligaciones, atendiendo a su fuente, requería hablar de las obligaciones nacidas ex quasi contrato, naciendo así una categoría sistemática que carecía de sentido.

El conservadurismo de la mayor parte de los juristas y su respeto por las “fuentes” del Derecho romano hicieron que el juego de palabras propio de la “creación” bizantina perdurara y fuera admitido este término en el Código Civil francés, lo que provocó la consagración normativa de un verdadero desatino, que después se incorporó a la codificación española.

La intrascendencia de la categoría

El error histórico no fue seguido por el BGB, ni por los Códigos a los que ha servido de modelo (suizo, italiano de 1942, portugués de 1966, etc.), que optó por regular la gestión de negocios ajenos como una subsección del contrato de mandato y por reconocer al pago de lo indebido como una mera derivación del enriquecimiento injusto. Este esquema propuesto por un importante sector doctrinal como el procedimiento idóneo de clasificación, choca con la regulación propia de nuestro Código Civil.

Hay que reconocerle al art. 1887 el valor que realmente tiene: ser una norma definitoria (privada de mandato alguno) que, al mismo tiempo, constituye un tributo al pasado (erróneo) y centrarse en la regulación de las dos figuras de obligaciones legales que el Código Civil regula: la gestión de negocios y el cobro (o pago) de lo indebido, completadas con el estudio del enriquecimiento injusto.

La cuestión de los cuasicontratos atípicos

Dos sentencias del Tribunal Supremo (de 8 de enero de 1909 y 21 de diciembre de 1945), originaron el problema, al entender que cabía hablar de cuasicontratos innominados en determinados supuestos que -sin encajar en los moldes legales de la gestión de negocios ajenos ni del cobro de lo indebido- exigían una solución en equidad que era similar a la que se hubiera derivado de su conceptuación como cuasicontratos. A partir de entonces fue aceptada por algún autor comenzando entonces la polémica.

Actualmente, la doctrina considera que se trata de un problema mal planteado, pues la justicia material requerida por algunos supuestos que escapan a las previsiones legales propias de la gestión de negocios ajenos y del cobro de lo indebido, no debe buscarse mediante el recurso a la discutidísima categoría de los cuasicontratos atípicos, sino haciendo valer en su caso el enriquecimiento injusto, pues al ser éste un principio general del derecho, es operativo en relación con cualquier supuesto.

La gestión de negocios sin mandato

Noción general y fundamento

Los ordenamientos jurídicos de base romanista ofrecen una regulación propia de los supuestos de intervención de una persona en los negocios ajenos sin autorización ni mandato alguno de su titular. Esta independencia o autonomía de la figura no se da en otros sistemas jurídicos, como los sajones.

El art. 1888 presupone la existencia de gestión de negocios sin mandato cuando uno “se encarga voluntariamente de la agencia o administración de los negocios de otro, sin mandato de éste”. Se dará en los casos en que una persona, mediante una intervención de carácter voluntario y sin autorización alguna del interesado, asume la carga de adoptar decisiones respecto de los asuntos de otro.

Al que interviene sin mandato se le denomina gestor. Al interesado en la gestión el Código Civil lo denomina “dueño” (dominus en ciertas sentencias y exposiciones teóricas), pero no pretende tener significado técnico alguno, en el sentido de propietario.

Tampoco la referencia a “negocios” hay que entenderla como “negocio jurídico”, sino como “asuntos” atinentes a otra persona.

El dominus es el titular o el interesado en las cuestiones que puede asumir el gestor.

Requisitos o presupuestos de la gestión de negocios ajenos

Las características son:

  1. Actuación voluntaria del gestor: el gestor actúa por iniciativa propia, considerando que la situación de hecho existente justifica su intervención en la esfera ajena.
  2. Actuación espontánea del gestor: El gestor actúa “sin mandato” y por su propia iniciativa, sin encontrarse obligado a ello ni estar particularmente autorizado por el dominus. No hace ninguna referencia el Código Civil a la posible oposición del dominus a la actividad gestora, sin embargo, la gestión de negocios ajenos excluye cualquier supuesto en el que el titular de los asuntos excluya la intervención ajena, y aquellos en que los asuntos del dominus, atendiendo a la propia naturaleza de los mismos, requieran su actuación personal.
  3. Actuación lícita: Aunque el articulado específico de la gestión de negocios ajenos silencia esa actuación, así lo requiere la aplicación del art. 1887, cuando al referirse en general a los cuasicontratos los califica como “hechos lícitos”.
  4. Actuación útil: Del art. 1893 cabe deducir que la gestión requiere ser útil al dominus. Dicha utilidad debe predicarse en sentido objetivo como útil al dominus.
  5. Actuación desinteresada: Se presupone el carácter altruista y, por tanto, debe encontrarse privada de interés alguno por parte del gestor (éste no puede actuar pensando en el lucro o provecho propios). Dicho desinterés no conlleva que el gestor haya de soportar los gastos o pérdidas que pueda generarle la gestión, pues nada autoriza a pensar que el gestor debe actuar con ánimo de liberalidad.

Régimen normativo básico

Se regula en los arts. 1888 a 1894 CC.

El gestor, una vez iniciada la gestión, se encuentra vinculado por su propia decisión de inmiscuirse en los asuntos ajenos, debiendo observar una conducta acorde con los intereses del dominus.

El dominus no despliega papel alguno en el comienzo de la gestión, sin embargo, una vez concluida -o incluso iniciada- la gestión puede quedar obligado a compensar o indemnizar al gestor de los gastos suplidos o de las pérdidas sufridas.

En la gestión de negocios ajenos, con pluralidad de gestores, el art. 1890.2 impone de forma taxativa la responsabilidad solidaria: “La responsabilidad de los gestores, cuando fueren dos o más, será solidaria”. Que contrasta precisamente con la paralela prevista para el mandato (art. 1723) según la cual “la responsabilidad de dos o más mandatarios, aunque hayan sido instituidos simultáneamente, no es solidaria, si no se ha expresado así”. La razón de ésta diferencia de régimen de responsabilidad se funda en el hecho de que las obligaciones de los gestores nacen ex lege, mientras que en el caso del contrato de mandato cabe la libertad contractual.

Obligaciones del gestor

Desde el momento en que el gestor se introduce en la esfera ajena, nacen una serie de obligaciones a las que queda vinculado por disposición de la ley.

La continuidad de la gestión. Art. 1888 “… está obligado a continuar su gestión hasta el término del asunto y sus incidencias, o a requerir al interesado para que le sustituya en la gestión, si se hallase en estado de poder hacerlo por sí”. Cualesquiera de tales actitudes o conductas son suficientes para entender que el gestor no abandona la gestión iniciada.

El deber de diligencia. Art. 1889: “el gestor oficioso debe desempeñar su encargo con toda la diligencia de un buen padre de familia”, establece la regla general sobre el deber de diligencia. Su infracción determinará que el gestor deba “indemnizar los perjuicios que por su culpa o negligencia se irroguen al dueño de los bienes o negocios que gestione”, dejando al arbitrio de los Tribunales la posibilidad de moderar dicha indemnización “según las circunstancias del caso” (art. 1889.2).

El gestor sólo será responsable cuando los daños irrogados al dominus procedan de su actuación negligente.

Sin embargo, este régimen de responsabilidad puede verse agravado, llegando hasta establecer la responsabilidad del gestor por caso fortuito (art. 1891) en los dos supuestos siguientes:

  • Cuando el gestor lleve a cabo operaciones arriesgadas que el dueño no tuviese costumbre de hacer
  • Cuando el gestor posponga el interés del dominus al lucro o provecho propio.

La responsabilidad por delegación. En el art. 1890 se contempla la posibilidad de que el gestor delegue en otra persona la ejecución de “todos o algunos de los deberes de su cargo”. Cabe tanto la delegación total cuanto parcial de las actividades propias del gestor oficioso. En todo caso, el gestor “responderá de los actos del delegado, sin perjuicio de la obligación directa de éste para con el propietario del negocio”.

El gestor no queda exonerado de responsabilidad; tampoco el delegado, pues el Código Civil otorga al dominus acción directa contra él.

Obligaciones del dominus

En la gestión de negocios ajenos es natural pensar que, por razones de justicia material, los gastos y las pérdidas sufridas por el gestor pueden verse resarcidos a cargo del dominus que se ha beneficiado de la gestión. Con esta idea el Código Civil declara obligado al dominus en tres casos: ratificación de la gestión, gestión útil o provechosa y gestión precautoria.

La ratificación*.* “La ratificación de la gestión por parte del dueño del negocio produce los efectos del mandato expreso” (art. 1892). La ratificación puede realizarla el *dominus* de forma expresa (Ej. declaración de voluntad en tal sentido) o tácita (Ej. Transferencia bancaria al gestor, abonándole los gastos).

Según la doctrina la ratificación supone la conversión del cuasicontrato en un auténtico mandato, por lo cual la normativa aplicable será la establecida por el Código Civil para tal institución (art. 1709 y ss). Ésta remisión al mandato supone el abandono del criterio objetivo de responsabilidad contemplado en el art. 1891, pasando a responder el “gestor-mandatario” solamente en los supuestos de dolo y culpa (art. 1726), eximiéndose al gestor de responsabilidad en los supuestos de caso fortuito.

La gestión útil o provechosa*.* Según el art. 1893.1 “aunque no hubiere ratificado expresamente la gestión ajena, el dueño de bienes o negocios que aproveche las ventajas de la misma será responsable… “, identificando así el supuesto de que la gestión le resulte útil o provechosa.

Algunos autores han defendido que se trata de un supuesto de ratificación tácita, sin embargo, dicha pretendida simetría es dudosa y digna de ser abandonada según el profesor Lasarte.

Basta y sobra con el aprovechamiento por el dominus de la gestión realizada para que éste quede obligado.

La gestión precautoria*.* Contemplada por el art. 1893.2. La objetividad viene dada ahora no porque el *dominus* obtenga aprovechamiento positivo alguno de la gestión, sino porque la iniciativa del gestor encuentre su fundamento en la evitación de algún mal inminente y manifiesto (sin tener relevancia el aprovechamiento positivo del *dominus* sobre la gestión).

Los art. 1891 y 1893.2 no han sido citados nunca por la jurisprudencia. Ante ello, sólo cabe imaginar supuestos (ej. en evitación de inundaciones ante una fuga de agua en un piso, en ausencia del dominus).

Los requisitos que tratan de objetivar la oportunidad de intervención del gestor son:

  • El carácter manifiesto del mal requiere la existencia de circunstancias que, de forma objetiva, justifiquen la intervención gestora de cualquier persona (o “buen padre de familia”).
  • La inminencia del perjuicio, referida a el hecho de que la evitación del mismo exija la intervención gestoría ajena de forma temporánea y precisa, ya que su dilación supondría el efectivo acaecimiento perjudicial o dañino para el dominus.

La igualdad de efectos*.* El art. 1893 establece que la gestión útil y la gestión precautoria originan los mismos efectos: el *dominus* ha de considerarse responsable de las obligaciones contraídas por el gestor; ha de indemnizar a éste de los gastos necesarios y útiles que hubiese hecho y ha de afrontar los perjuicios que el gestor haya sufrido en el desempeño de su cargo.

Dado que el elenco de obligaciones que ha de soportar o asumir el dominus en el caso de gestión útil y de gestión precautoria, coincide con el contenido de la relación obligatoria nacida del mandato expreso (con las lógicas variaciones institucionales), tanto la ratificación ex art. 1892, cuanto los supuestos del art. 1893, producen similares consecuencias de responsabilidad a cargo del dominus.

¿Retribución del gestor?. Aunque en el Proyecto de 1851 del Código Civil se vetaba expresamente la retribución del gestor, la doctrina ha pretendido cambiar ésta prohibición, hasta afirmar que la vigente redacción del Código Civil no prohibiría la retribución del gestor.

Ésta postura ha sido defendida por la doctrina (profesor Lacruz) propugnando la aplicación e interpretación extensiva del art. 1711 para que el gestor pueda devengar honorarios o ser retribuido cuando la gestión consista en servicios profesionales (ej. servicios médicos), aunque la gestión no sea expresamente ratificada por el dominus.

El gestor que por su dedicación a los negocios ajenos hubiera sufrido menoscabos en su propio sueldo y así lo acreditara estaría reclamando un perjuicio sufrido a causa de la gestión, pretensión que encuentra fundamento en el espíritu del art. 1893. No es así en el supuesto de reclamación de honorarios médicos, debido a una actuación que esté presidida por la cobditia de ganar, ello excluye el animus aliena negotia gerendi (así lo entiende el Tribunal Supremo).

Supuestos especiales de gestión

El art. 1894 contempla y regula dos casos especiales de gestión de negocios ajenos, atendiendo al hecho de que el gestor satisface los gastos alimenticios o los gastos funerarios de una persona, para establecer quién debe responder de ellos frente al gestor. Cabe hablar, pues, de gestión alimenticia y gestión funeraria, respectivamente.

El cobro o pago de lo indebido

Concepto y significado

Regulada en la sección segunda del capítulo dedicado a los cuasicontratos (arts. 1895 a 1901) tiene por objeto la regulación del “cobro de lo indebido”. El art. 1895 establece que “cuando se recibe alguna cosa que no había derecho a cobrar, y que por error había sido indebidamente entregada, surge la obligación de restituirla”.

Hablar de “pago de lo indebido” o “cobro de lo indebido” resulta intrascendente, es una mera cuestión de perspectiva de un mismo acto jurídico, que en lo sustancial consiste en que alguien, por incurrir en error, paga algo que no debía; o más de lo que debía; o a quien no debía.

El deber de restituir la prestación indebidamente recibida constituye una genuina e indiscutible obligación en sentido técnico. No sólo porque lo establezca así el art. 1895, sino porque realmente reúne todos los requisitos propios de las obligaciones.

Requisitos o presupuestos de la figura

Deben darse tres requisitos: pago efectivo con animus solvendi; inexistencia de vínculo obligatorio entre solvens y accipiens o inexistencia de obligación entre quien paga y quien recibe; y error por parte de quien hizo el pago.

La realización del pago con animus solvendi*.* Aunque el art. 1895 se refiera en exclusiva a la entrega de una cosa, la prestación que puede originar el pago de lo indebido no está limitada a la obligación de dar propiamente dicha (una cosa específica y determinada), sino que puede consistir en cualquier otra prestación, siempre y cuando se lleve a cabo con ánimo solutorio, entendiendo por error el *solvens* que, mediante su ejecución cumple una obligación (que sin embargo, es inexistente).

En la práctica, son relativamente frecuentes los casos en que transferencias bancarias generan supuestos de pago de lo indebido.

La inexistencia de obligación: el indebitum*.* Representada por la inexistencia, en relación con el pago realizado, de vínculo obligatorio alguno entre el *solvens* y el *accipiens*. La inexistencia de deuda alguna provoca el denominado ***indebitum***. Como afirma el Pleno en la STS 541/2013 de 13 de septiembre (Ponente Sr. Ferrándiz Gabriel), efectivamente, la norma obliga al *accipiens* a restituir lo que hubiera recibido, cuando el que pagó lo hubiera hecho no por liberalidad, sino por haber creído erróneamente que lo debía, siendo ello inexacto, ya por no haber deuda (*indebitum ex re*), ya por no ser quien recibió la prestación el verdadero acreedor (*indebitum ex persona*), … para que quepa hablar de cobro de lo indebido …, es necesario que el pago no constituya cumplimiento de una obligación, como la establecida en una reglamentación contractual, ya que, en tales supuestos, se tratará de un acto debido …”.

Lo que, tradicionalmente, distingue entre el indebitum ex re y el indebitum ex persona.

Se habla de indebitum ex re o en sentido objetivo para poner de manifiesto que el pago realizado es indebido por no existir nadie que tuviera derecho a reclamar efectivamente el pago realizado o por no tener obligación alguna el solvens de llevar a cabo la prestación ejecutada (ej. deudas extinguidas).

La regla de restitución propia del pago de lo indebido tiene excepciones de importancia en supuestos en los que verdaderamente la base fáctica del caso supondría su tendencial aplicación (por ejemplo, en las obligaciones aplazadas, el pago indebido, por cumplimiento anticipado, excluye la acción de repetición o restitución con carácter general -art. 1126-).

Ha sido discutido si las obligaciones prescritas representan un supuesto de indebitum ex re. Parece que no, pues la obligación prescrita puede ser reclamada por el acreedor (aunque ejercite su derecho de crédito de forma extemporánea), porque la prescripción sólo tiene operatividad si es alegada u opuesta por el beneficiado por ella. En consecuencia, la falta de alegación de la prescripción ganada por parte del deudor debe interpretarse como una renuncia, aunque tácita, a la misma. En efecto, dicha conclusión parece concorde con lo dispuesto en el art. 1935.2: “Entiéndese tácitamente renunciada la prescripción cuando la renuncia resulta de actos que hacen suponer el abandono del derecho adquirido”. Así planteado, el razonamiento parece correcto. No obstante, deberíamos preguntarnos qué ocurre si el deudor no ha alegado la prescripción por considerar, erróneamente, que todavía no había transcurrido íntegramente el plazo de aquélla.

Los supuestos de indebitum ex persona sitúan al pago de lo indebido en coordenadas de carácter subjetivo: la obligación correspondiente al pago existe y es cierta, pero recibe quien no es acreedor o lleva a cabo la prestación quien no es deudor.

La regla general en el caso de que el accipiens no sea el verdadero acreedor es la natural en caso de pago de lo indebido: este último habrá de restituir lo recibido indebidamente. Así pues, el pago indebido al acreedor incierto genera, en principio, la repetibilidad del pago atendiendo a la falta de liberación del deudor.

Si el accipiens es el verdadero acreedor pero el pago o cumplimiento ha sido realizado por quien no es su deudor, éste -dejando aparte el supuesto contemplado en el art. 1899- podrá exigir la restitución excepto en el caso de que el pago haya extinguido la obligación del verdadero deudor. La extinción de la relación obligatoria existente entre los verdaderos acreedor y deudor no excluye, sin embargo, el posible ejercicio de la acción de enriquecimiento del solvens frente al deudor beneficiado por su actuación.

El error del solvens*.* Es necesario para la calificación de pago de lo indebido que el *solvens* haya intervenido por error, por equivocación. Exigido por el art. 1895, además de la presunción general de error en el art. 1901.

Dispone este último que “se presume que hubo error en el pago cuando se entregó cosa que nunca se debió o que ya estaba pagada; pero aquel a quien se pida la devolución puede probar que la entrega se hizo a título de liberalidad o por otra causa justa”.

La prueba del error en el pago es impuesta (art. 1900) al solvens, lo que, con frecuencia, se convierte en “espada de Damocles” del carácter indebido del pago.

La obligación de restitución

La consecuencia fundamental del pago de lo indebido es que el accipiens tiene “la obligación de restituir(la)” (art. 1895). Por tanto, el ejercicio de la acción de restitución y la devolución de la prestación realizada corresponde exactamente al solvens., aunque pueda darse el caso de que el dueño de la cosa sea una persona diferente.

El alcance y la extensión objetiva de la obligación de restitución es diverso y depende de la buena o mala fe del accipiens.

Establece el art. 1899 la “exención de la obligación de restituir” cuando el verdadero acreedor, de buena fe y entendiendo que el pago correspondía a un crédito legítimo y subsistente del que es titular, lleve a cabo cualquiera de los siguientes actos:

  • Inutilización del título correspondiente al derecho de crédito.
  • Dejar transcurrir el plazo de prescripción sin reclamar el crédito (por entenderlo ya pagado).
  • Abandono de las prendas, y
  • Cancelación de las garantías de su derecho.

La exención de la obligación de restituir establecida por el art. 1899 es un precepto excepcional dentro del sistema, pero al propio tiempo configura supuestos de tal amplitud y generalidad que resulta difícil restringir o predicar una interpretación restrictiva de los actos que conllevan el perjuicio o deterioro del derecho de crédito del accipiens, y a veces requiere una interpretación casuística.

El fundamento último del precepto radica en que el error del solvens no debe conllevar el perjuicio del acreedor de buena fe que, conforme a las reglas generales de diligencia y comportamiento honesto, una vez que entiende haber cobrado, realiza actos liberatorios de su deudor.

La restitución del accipiens de buena fe

El art. 1897 establece la obligación de restitución de una “cosa cierta y determinada”. En caso de cosa específica, el accipiens ha de devolver la cosa o su valor de enajenación. En caso de pérdida de la cosa o de haberse deteriorado, sólo habrá de indemnizar en el caso de que haya obtenido enriquecimiento efectivo (ej. en caso de contrato de seguro).

Para el supuesto de que la cosa consista en un bien genérico, se impone la conclusión de que el accipiens habrá de restituir el tantundem.

La restitución del accipiens de mala fe

En caso de mala fe del accipiens, su responsabilidad por pérdida o deterioro de la cosa que debe restituir se ve agravada, tal y como dispone el art. 1896:

  • Si la prestación consistió en dinero, al principal habrán de añadirse los correspondientes intereses legales.
  • Si la cosa (genérica o específica) era fructífera, junto con aquélla habrá de entregar tanto los frutos generados cuanto los que, en condiciones normales, se hubieran debido producir.

Exige el art. 1896 en relación con la pérdida, deterioro o menoscabo de la cosa, que el accipiens de mala fe deberá afrontar:

  1. Los menoscabos que haya sufrido la cosa por cualquier causa, incluido el caso fortuito (salvo que el suceso inevitable hubiera tenido el mismo resultado encontrándose las cosas en posesión del solvens).
  2. Los perjuicios que se irrogaren al solvens hasta que la recobre.

La aplicación de las normas sobre la liquidación del estado posesorio

El art. 1898 dispone que “en cuanto al abono de mejoras y gastos hechos por el que indebidamente recibió la cosa, se estará a lo dispuesto en el Título V del libro II” (“se estará a lo dispuesto en el título de la posesión”).

La utilización de la cosa suele conllevar una serie de gastos que pueden ser o no reintegrables al poseedor que deja de serlo. El criterio fundamental para ello sigue siendo el de la buena o mala fe. Conviene distinguir entre: gastos necesarios, gastos útiles o mejoras, y gastos suntuarios.

Gastos necesarios*.* Su ejecución va ligada a la propia conservación de la cosa o a la obtención de su natural rendimiento. El art. 453 afirma que “los gastos necesarios se abonan a todo poseedor” (tanto de buena como de mala fe).

Sin embargo, hay que tener en cuenta que sólo el poseedor de buena fe tiene derecho de retención, es decir, el derecho a seguir poseyendo material, efectiva y legítimamente la cosa, mientras no se le satisfagan tales gastos.

Gastos útiles o mejoras*.* Según se deduce del art. 453.2 las mejoras son aquellas que conllevan un incremento del valor de la cosa.

El poseedor de buena fe tiene el derecho de retención para que se le reintegre el importe de los gastos.

Respecto al poseedor de mala fe, a pesar del silencio del Código Civil, entiende la doctrina (y también el Prof. Lasarte) que no se le debe restituir el importe de los gastos de mejora.

Gastos suntuarios*.* El Código Civil habla de “gastos de puro lujo o mero recreo” (art. 454) o de “gastos hechos en mejoras de lujo y recreo” (art. 455). El concepto es claro: son gastos provocados sólo por el afán de lujo, sin que supongan aumentar el rendimiento económico de la cosa fructífera a que benefician (bello empedrado del camino de acceso a un cortijo) o el valor de las cosas no fructíferas.

Los gastos suntuarios no son abonables al poseedor de mala fe (art. 455), ni tampoco al poseedor de buena fe (art. 454).

El Código Civil permite que el poseedor que ha efectuado gastos de carácter suntuario pueda llevarse los adornos y ornamentos añadidos a la cosa principal, pero son necesarios dos requisitos:

  1. Que la cosa principal no sufra deterioro por la separación de los adornos u ornamentos que en su día se le incorporaron.
  2. Que el sucesor en la posesión no prefiera quedarse con los adornos incorporados abonando:
    1. “El importe de lo gastado” en su día (art. 454), en caso de poseedor de buena fe.
    2. “El valor que tengan en el momento de entrar en la posesión” (art. 455), en caso de poseedor de mala fe.

El enriquecimiento injusto

Antecedentes

El sistema romano clásico perfiló una serie de acciones tendentes a procurar que, en ningún caso, se produjeran situaciones de enriquecimiento patrimonial que se encontraran privadas de causa y fundamento.

Tales acciones recibieron el nombre de condictio (condictiones). Una de tales acciones fue la condictio sine causa, llamada posteriormente condictio sine causa generalis, en cuanto era la más genérica de todas ellas.

En las Partidas aparecía expresamente la previsión de que “ninguno debe enriquecerse torticeramente con daño de otro”.

Llegado el momento de la codificación no se reguló específicamente en el Code Civil ni en los siguientes Códigos, y posteriormente la doctrina de los correspondientes países debatió sobre la existencia o no de la prohibición del enriquecimiento injusto.

Hoy en día, superado el debate, la doctrina se pronuncia en favor de la existencia de una regla jurídica o de un principio general del Derecho que proscribe el enriquecimiento injusto; a la que ha contribuido decisivamente la jurisprudencia del Tribunal Supremo.

Desde el punto de vista doctrinal, la tesis favorable a la existencia de una regla excluyente del enriquecimiento injusto se ha visto fortalecida por el hecho de que las codificaciones más recientes, que no siguen los patrones del Código Civil francés, han regulado expresamente la prohibición del enriquecimiento injusto. Así lo hizo el BGB y diversos Códigos europeos (suizo, italiano de 1942, portugués vigente, etc.).

En nuestro país, con ocasión de la reforma del Titulo preliminar del Código Civil 1973/74, ha sido recibido legalmente en el art. 10.9 aunque sólo sea para fijar la norma aplicable en los conflictos de Derecho internacional privado: “En el enriquecimiento sin causa se aplicará la ley en virtud de la cual se produjo la transferencia de valor patrimonial en favor del enriquecido”. Se deduce que el enriquecimiento injusto, por disposición legal, es fuente de las obligaciones.

La Compilación navarra regula de manera detallada la prohibición del enriquecimiento injusto.

Fundamento de la prohibición del enriquecimiento injusto

El fundamento de la obligación dimanante del enriquecimiento injusto ha sido muy discutido en la doctrina. En el fondo, la jurisprudencia del Tribunal Supremo parece cimentarse sobre todo en razones de equidad, pero ya que la equidad requiere en nuestro sistema una norma expresa y habilitante en cada caso, la mayor parte de las sentencias suelen argumentar trayendo a colación la idea de principio general del Derecho.

La tarea continuada de la Sala 1ª del Tribunal Supremo ha terminado por perfilar, tras un siglo de jurisprudencia, los presupuestos de la vigencia del principio. Antes conviene subrayar que la aplicación de la doctrina del enriquecimiento injusto excluye cualquier consideración de tipo culpabilista, pues no se funda en la culpa, ni en el dolo, ni en la realización de acto ilícito alguno por parte del obligado a responder frente al empobrecido. Es más ni siquiera se asienta en el posible error de alguno de lo interesados.

Sencillamente se trata de ofrecer una solución a supuestos repugnantes para la idea de justicia atendiendo a datos puramente objetivos (las ventajas o desventajas patrimoniales identificadas comúnmente bajo los términos de “enriquecimiento” y “empobrecimiento”). La consideración de elementos culpabilistas no desempeña, pues, función alguna en relación con la figura. Tampoco la existencia de un acto ilícito, sea generador de responsabilidad contractual propiamente dicha o de una agravación de la responsabilidad contractual de cualquiera de las partes, pues en tales casos basta (y sobra) con el propio régimen normativo de la responsabilidad civil o del contrato para atender a los desequilibrios producidos.

La doctrina, por su parte, una vez admitido el principio general, pone de manifiesto que la obligación de resarcimiento del que se ha enriquecido torticeramente a costa de otro constituye el fundamento último de numerosas disposiciones del Código Civil.

Merece una especial atención la opinión e interpretación que del art. 1901 hace el profesor Lacruz (compartida por el profesor Lasarte), que entiende que dicho artículo contiene el entronque normativo de la acción general de enriquecimiento. “Se presume que hubo error en el pago cuando se entregó cosa que nunca se debió o que ya estaba pagada; pero aquél a quien se pida la devolución puede probar que la entrega se hizo a título de liberalidad o por otra causa justa”.

Propone Lacruz la división en dos partes del art. 1901 CC:

  1. Establece la presunción de error (en relación inmediata con el pago de lo indebido).
  2. Relativa a la firmeza de determinados desplazamientos patrimoniales.

En conclusión: Cualquier prestación hecha sin causa alguna que la justifique (absolutamente indebida), puede ser reclamada por quien la realizó, por cuanto lo prestado sólo puede ser conservado por el accipiens mediando liberalidad u otra causa justa.

Presupuestos

La abundante jurisprudencia ha reiterado que la entrada en juego del enriquecimiento injusto exige inexcusablemente la concurrencia de 3 requisitos:

  1. Un enriquecimiento patrimonial que puede consistir tanto en un incremento patrimonial como en la evitación de una disminución por el concepto de daños o de gasto.
  2. Que para ser injusto o sin causa, carezca de toda razón jurídica.
  3. Que, en relación con el enriquecimiento, se produzca un paralelo empobrecimiento en el patrimonio de otra persona, con el efecto de haberse de restituir o resarcir.

En análogo sentido, se refiere a estos requisitos, entre otras, la STS 618/2017 de 5 de abril, de la Sala Contencioso-administrativa (Ponente Sr. Trillo Alonso).

El enriquecimiento. La noción de enriquecimiento puede identificarse con cualquier acto o hecho que genera un incremento patrimonial para el enriquecido o, lo que es lo mismo, un aumento del valor de su patrimonio.

Puede consistir tanto en un incremento patrimonial como en la evitación de una disminución por el concepto de daños o de gasto.

Puede consistir tanto en un incremento patrimonial por la adquisición de la propiedad de una cosa (o la posesión de una cosa fructífera), la desaparición o disminución de una deuda, la adquisición o generación de un derecho de crédito,…

La inexistencia de causa*.* Se trata de que no exista hecho, acto o situación alguna que justifique el desplazamiento patrimonial; una razón de ser que, además de ser lícita, lo justifique.

El empobrecimiento*.* La noción de empobrecimiento representa la contrafigura del enriquecimiento antes analizado. Se trata de que el enriquecimiento injusto se produzca precisamente a costa del patrimonio del desfavorecido (puede bastar que la acción del enriquecido haya comportado la falta de incremento de los elementos patrimoniales del empobrecido, así, no es necesario que el patrimonio del mismo haya sido dañado de forma negativa). Debe haber una relación causal.

La relación de causalidad*.* El empobrecimiento de una de las partes y el enriquecimiento de la otra deben encontrarse estrechamente interconectados o ser entre sí interdependientes, como la jurisprudencia exige reiteradamente.

Efectos del enriquecimiento injusto

Las consecuencias propias de las situaciones de enriquecimiento injusto radican en procurar el reequilibrio patrimonial de los sujetos afectos por las situaciones de enriquecimiento. El empobrecido, demandante, reclamará al enriquecido o los bienes que se hayan podido incorporar a su patrimonio o una cifra dineraria.

En relación con la cuantía de dicha reclamación cabe extraer de la jurisprudencia que el ejercicio de la acción de enriquecimiento injusto tiene por objeto reclamar el beneficio efectivamente conseguido por el enriquecido que, al propio tiempo, guarde correlación o correspondencia con el empobrecimiento del demandante. En tal sentido, la STS 267/2015 matiza la jurisprudencia anterior, al precisar que sí cabría tal enriquecimiento en aquellos casos en que dicha ejecución fuera seguida de una posterior enajenación del bien por un precio muy superior, en un lapso de tiempo próximo al de la adjudicación, cuando el bien ejecutado es adjudicado al ejecutante por la mitad del valor de tasación.

La obligación de restituir, en el caso de pluralidad de deudores, ha de configurarse como solidaria conforme a la línea jurisprudencial que, en todo caso, restringe la aplicación de los arts. 1137 a 1138 a las obligaciones procedentes de contrato, al no caber pacto sobre el particular en las obligaciones ex lege.

Características de la acción de enriquecimiento

La acción de enriquecimiento es una acción personal. Por tanto, en cuanto no se encuentra regulada especialmente, en relación con la prescripción debe entenderse que rige el plazo general de los quince años previsto en el art. 1964 CC. Con la entrada en vigor de la Ley 42/2015 de reforma de la LEC, el plazo ha quedado reducido a la tercera parte: 5 años.

La acción tiene carácter subsidiario, la obligación de restituir que pesa sobre el enriquecido sólo podrá reclamarse por esta vía si no existe otra posible pretensión autónoma; solo puede acudirse a la acción por enriquecimiento injusto cuando no exista una acción que concreta y específicamente haya sido otorgada por el legislador para remediar un hipotético enriquecimiento sin causa (STS de 7/4/2016, entre otras). Sin embargo, la subsidiariedad de la acción no debe llevar a negar la compatibilidad de su ejercicio con otras acciones. Cabe, por ejemplo, ejercitar conjuntamente la acción reivindicatoria sobre una cosa y, al mismo tiempo, la acción de enriquecimiento por haberse producido un desplazamiento patrimonial complementario sin causa, como tuviera ocasión de afirmar el Tribunal Supremo en Sentencia de 27/03/1958.

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