Las fuentes de las obligaciones
Introducción: la expresión fuentes de las obligaciones
Hablar de “fuentes de las obligaciones” tiene un sentido puramente instrumental y descriptivo de cuáles son las circunstancias, los hechos o los actos que sirven de fundamento genético de las obligaciones en sentido técnico. La expresión “fuentes de las obligaciones” no deja de ser un giro verbal que, en sentido figurado, desempeña un papel sistematizador del origen de las diferentes obligaciones.
La respuesta concreta a la pregunta correspondiente ¿de dónde nacen las obligaciones?, la proporciona directamente el art. 1089 CC.
El artículo 1089 del Código Civil
El art. 1089 CC expresa que “las obligaciones nacen de la ley, de los contratos y cuasicontratos, y de los actos y omisiones ilícitos o en que intervenga cualquier género de culpa o negligencia”.
Según este artículo, la génesis de las obligaciones en sentido técnico puede deberse a una cuaternidad (cuatro elementos), formada por la Ley, los contratos, los cuasicontratos y los actos o hechos generadores de responsabilidad civil.
De otra parte, la expresada cuaternidad no excluye la existencia de otros hechos, actos o circunstancias que originadores de obligaciones, entre ellos la propia voluntad unilateral de cualquier sujeto de derecho.
Cabe defender que el art. 1089 establece una sistematización pentamenbre (cinco elementos) de las fuentes de las obligaciones, dado que los actos ilícitos generadores de responsabilidad extracontractuales diversifican en actos ilícitos civiles propiamente dichos y en actos ilícitos penales.
El carácter enunciativo del precepto
Para el sentir mayoritario, el art. 1089 no establece un catálogo exhaustivo de hechos o actos originadores de las obligaciones, que sencillamente trata de ofrecer una sistematización de la materia.
Frente a dicha tesis, algún autor alega que el tenor literal y el espíritu del precepto suponen un catálogo exhaustivo de las fuentes originadoras de las obligaciones, aduciendo en su favor que en alguna ocasión el Tribunal Supremo ha realizado afirmaciones en tal sentido.
Otras muchas sentencias permiten fundamentar la opinión generalizada de que el artículo 1089 constituye un mero ejercicio de sistematización que, en absoluto, permite excluir la eficacia obligatoria de otros actos o conductas humanas que, sin poder incluirse en las previsiones del art. 1089, constituyen no obstante causa de obligaciones generalmente admitidas. Cabe hablar, por tanto, de la insuficiencia descriptiva del artículo comentado.
La insuficiencia descriptiva del art. 1089 CC
El art. 1089 ha recibido toda suerte de críticas doctrinales por razones que ponen de manifiesto su parcialidad o insuficiencia:
- La falta de toda referencia al testamento, acto “mortis causa” por excelencia, no excluye su eficacia obligatoria. El testamento no es un contrato, ni un cuasicontrato, ni un acto ilícito. Entonces, las obligaciones nacidas ex testamento, por exclusión, ¿habrían de configurarse como obligaciones legales?. Evidentemente, la respuesta negativa se impone y deriva de ello la convicción de la insuficiencia del art. 1089.
- El olvido por parte del artículo 1089 de la obligación de restitución o reparación consiguiente a la aplicación del enriquecimiento injusto, tampoco significa que éste deje de generar obligaciones técnicamente entendidas.
- Existen numerosos supuestos de responsabilidad civil en los que ésta nace de actos (o incluso hechos) en los que no interviene culpa o negligencia de ningún género, como exige el artículo 1089. La obligación de reparar el mal causado nace en ocasiones atendiendo simplemente al mal acaecido, de forma objetiva, aunque no exista culpa o negligencia del sujeto agente.
Consideración de las distintas fuentes de las obligaciones
Puestas de manifiesto las carencias del precepto, consideremos ahora el alcance y significado propios de las diversas fuentes de las obligaciones consideradas por el art. 1089 CC.
Las obligaciones ex lege
De conformidad con el art. 1090, tales obligaciones serían aquellas “derivadas de la ley” en el sentido de que el nacimiento de cualquier obligación encuentra su fuente directa e inmediatamente en la propia ley.
¿Debe entenderse por ley, estrictamente, la norma jurídica escrita, la disposición legislativa, o, por el contrario, puede tratarse de cualquier norma jurídica, sea de carácter consuetudinario o trátese de un principio general del Derecho?.
Nuestros autores clásicos eran partidarios de la primera opción. La mayor parte de los autores actuales, sin embargo, considera que la expresión “ley” debe ser interpretada en un sentido amplísimo, propugnando un estricto paralelismo entre “las fuentes de las obligaciones” y “las fuentes del Derecho”.
En dicha línea, pues, se concluye que trátese de ley en sentido propio, de costumbre o de principios generales del Derecho, cualquier norma jurídica puede originar obligaciones ex lege.
Restringir la existencia de obligaciones ex lege a las expresamente determinadas en una concreta disposición legislativa presenta en nuestro sistema un problema prácticamente insuperable: Justificar la aplicación de la prohibición del enriquecimiento injusto. Por consiguiente, en términos reales y prácticos, la derivación de las obligaciones ex lege no puede restringirse a los casos de existencia de una norma legislativa precisa y concreta.
Los contratos
Los contratos asumen un papel estelar en la generación de obligaciones, ya que tanto su celebración cuanto su ejecución tienen por finalidad fundamental crear un entramado de derechos y de obligaciones entre las partes. No cabe pensar en contrato alguno que no tenga por objeto generar obligaciones, sea para ambas partes contratantes o para una sola de ellas.
El art. 1091 CC afirma que “las obligaciones que nacen de los contratos tienen fuerza de ley entre las partes contratantes, y deben cumplirse al tenor de los mismos”.
La expresión fuerza de ley utilizada por el Código Civil es hiperbólica y expresiva de que la iniciativa económica privada, constitucionalmente garantizada, se instrumenta de forma general través de los contratos. La jurisprudencia del Tribunal Supremo, resalta que la estricta obligatoriedad del clausulado contractual corresponde al ámbito propio de la autonomía privada o libertad contractual.
Los cuasicontratos
El art. 1887 CC afirma que “son cuasicontratos los hechos lícitos y puramente voluntarios, de los que resulta obligado su autor para con un tercero y a veces una obligación recíproca entre los interesados”. El Código Civil regula, considerándolos como tales, la gestión de asuntos o negocios ajenos y el cobro de lo indebido. Sin embargo, la gestión de negocios ajenos y el cobro de lo indebido poco -o mejor, nada- tienen que ver entre sí, y en consecuencia, en modo alguno puede elevarse a categoría autónoma de fuente de las obligaciones.
La responsabilidad civil
Aunque el art. 1089 considere conjuntamente “los actos y omisiones ilícitos o en que intervenga cualquier género de culpa o negligencia”, el Código Civil se refiere por separado a la responsabilidad civil nacida de delito y a la responsabilidad civil propiamente dicha o responsabilidad contractual:
- Las obligaciones civiles que nazcan de los delitos o faltas se regirán por las disposiciones del Código Penal (art. 1092 CC).
- Las que se deriven de actos u omisiones en las que intervenga culpa o negligencia no penadas por la ley quedarán sometidas a los arts. 1902 y ss (art. 1093 CC).
Ello hace que sea discutible determinar si la clasificación del Código Civil es cuatrimembre o pentamembre, pues el inciso trascrito del art. 1089 puede ser interpretado de dos formas distintas:
- Cabe entenderlo en el sentido de que el legislador español superó la distinción entre delito y cuasidelito y, por tanto, optó por hablar sólo de “actos ilícitos”, explicando seguidamente que también lo eran aquellos en que interviniera cualquier género de culpa o negligencia. Gramaticalmente la partícula “o” desempeñaría una función copulativa.
- Es igualmente defendible propugnar que la referida partícula tiene una significación disyuntiva: por una lado, el art. 1089 contemplaría las obligaciones civiles inherentes a los casos de ilicitud penal (art. 1092); por otro, los actos y omisiones en que cualquier género de culpa o negligencia habrían de entenderse referidos a los supuestos generadores de la responsabilidad civil extracontractual.
Optar por una u otra interpretación no es determinante para desentrañar el valor propio del art. 1089, sino sólo para establecer si en dicho artículo establece el Código Civil cuatro o cinco tipos de fuentes de obligaciones.
La sistematización de las fuentes de las obligaciones: explicación histórica
La sistematización de las fuentes de las obligaciones
En realidad, la doctrina contemporánea pone en duda la necesidad de enzarzarse en una cuestión puramente sistematizadora, como la planteada por el art. 1089 CC.
No obstante, ante la insuficiencia de los criterios sistemáticos utilizados por el art. 1089, algunos de nuestros mejores civilistas han tratado de reconstruir la materia recurriendo a la confrontación ley/autonomía privada. Las obligaciones, según ello, nacerían directamente de la ley o procederían de la voluntad particular o autonomía privada.
Háblese ahora de “dualismo” o “clasificación dualista” en relación con las fuentes de las obligaciones, tratando de resaltar que las obligaciones nacen de un acto de autonomía privada (legalmente reconocida como productora de obligaciones) o directamente de la ley, en sentido amplio, que a veces las impone y superpone a la propia autonomía privada.
Explicación histórica
Dos milenios de Historia del Derecho han puesto de manifiesto la inutilidad de las pretensiones sistematizadoras respecto de las doctrinalmente denominadas fuentes de las obligaciones.
En las “Instituciones” de Gayo se comenzaba la explicación o exposición de lo que hoy llamamos “Derecho de obligaciones” con una frase que, traducida del latín, decía; “toda obligación procede del contrato o del delito”.
Al parecer, en una obra posterior de Gayo la clasificación de las obligaciones se ve completada con una referencia a otras posibles causas de nacimiento de las obligaciones.
En el momento final de la evolución del Derecho romano, se consideraba que las obligaciones podían proceder del contrato y del acto ilícito (delito, maleficio) o de cualquier otro hecho o acto muy cercano a tales clasificaciones. Retocada posteriormente la fórmula pasa por una deformación lingüística de la que procede la creación de la figura de los cuasicontratos.
La fórmula gayana-justinianea fue mantenida a lo largo de todo el período del ius commune y, siendo aceptada también por Pothier, se incorporó finalmente al Código Civil francés, pasando con ligeras variantes al resto de los Códigos de la “familia latina” entre ellos el Código Civil italiano de 1865, el cual incorpora expresamente a la ley como fuente de obligaciones.
La voluntad unilateral como fuente de las obligaciones
Planteamiento
La matriz romanística de nuestro Código Civil conlleva que en él no haya referencia alguna a la posibilidad de considerar como fuente de las obligaciones a las declaraciones unilaterales de voluntad que, sin embargo, son frecuentes en la práctica cotidiana. Como manifestación concreta de dicha voluntad unilateral podríamos fijar la exposición en las numerosas promesas a través de pasquines o mediante medios de comunicación (gratificación del Ministerio del Interior por informaciones relativas a delincuentes peligrosos o de la solterona que ha perdido a su perrito). ¿Cabe defender que el declarante queda obligado o, por el contrario, se trata de actos que no generan obligaciones, sino en todo caso deberes jurídicos en sentido amplio?.
En esta materia la jurisprudencia del Tribunal Supremo ha sido tachada de confusa y contradictoria. La doctrina y jurisprudencia españolas se han esforzado en ofrecer una consideración del problema que llegue al reconocimiento de que, al menos, las promesas públicas de recompensa pueden ser consideradas como originadoras de obligaciones por evidentes razones de justicia material, protección del tráfico y reforzamiento del principio de buena fe.
Sin embargo, dicha conclusión no puede significar en ningún caso que, con carácter general, sea admisible en nuestro ordenamiento que la voluntad unilateral sea un vehículo propio de generación de obligaciones, ni que no existan autores y sentencias que se pronuncian por la negativa incluso en relación con las promesas públicas de recompensa.
La promesa pública de recompensa
La promesa pública de recompensa debe considerarse como fuente productora de obligaciones para el declarante o promitente, exceptuando así la regla general de que en Derecho español la voluntad unilateral no es fuente de las obligaciones.
Ahora bien, ¿qué requisitos debe reunir la promesa pública de recompensa para generar realmente obligaciones a cargo del promitente?.
Los Códigos que regulan esta cuestión suelen exigir que la promesa haya sido objeto de pública divulgación y que se encuentre dirigida a personas indeterminadas. Ambos requisitos parecen, en efecto, venir exigidos por la propia naturaleza de la figura, pues de lo contrario estaríamos frente a un precontrato o ante una oferta de contrato.
Más discutible resulta fijar el carácter revocable o irrevocable de la promesa pública de recompensa, pero la revocabilidad debe admitirse siempre que alcance la misma publicidad o divulgación que la propia promesa o se haya alcanzado ya el resultado o la actividad perseguida por el prometiente.
Los concursos con premio
Con esta denominación suele referirse la doctrina a aquellas promesas de premio o recompensa que van indisolublemente unidas a la participación de varias personas en al realización de cualquier actividad lícita (premio en un concurso de televisión… ).
La realización de una actividad o del resultado que, mediante la promesa del premio, impulsa el prometiente no basta por sí misma, es necesario la concurrencia o competencia entre varias personas por conseguir que “su” actividad o “su” resultado sea considerado idóneo por el prometiente o por el jurado (comité, comisión, etc.) designado por el promitente o entidad organizadora del concurso.
Con carácter general, suele considerarse a tales concursos como una clase de promesa pública de recompensa. Sin embargo, en numerosas ocasiones, la participación en tales concursos y la aceptación de las propias bases de participación en los mismos suponen, en realidad, que los participantes prestan su conformidad a un juego o apuesta, esto es, a uno de los modelos contractuales típicos, o bien a cualquier otro esquema contractual atípico.
En definitiva, la calificación de los concursos con premio requiere atender de forma casuística a las bases de la convocatoria o a las reglas del concurso. Entre tales reglas, constituye una cláusula de estilo en la práctica la de establecer que “el concurso podrá ser declarado desierto”, de tal manera que el promitente no se encuentra ni siquiera vinculado al otorgamiento del premio aunque la convocatoria del concurso determine la participación efectiva de sus eventuales destinatarios.