Teoría y práctica de gobierno: Monarquía y Cortes en el Edad Moderna
Monarca y Estado
El Estado Moderno en las monarquías europeas
Naturaleza y fines del Estado
El Estado moderno es la estructura política que a partir del Renacimiento encarna la organización del poder en los países occidentales europeos. El Estado del siglo XVI aparece como la institución que ostenta la exclusiva legitimidad del poder público. Ese Estado surge cuando concurren en la práctica una serie de factores (administración centralizada, sistema burocrático, etc) mientras en el plano teórico se reconoce la supremacía de un monarca que recibe el poder directamente de Dios. Es fuente de ese poder hacia el interior del cuerpo social, y rechaza cualquier superioridad ajena a lo largo del Antiguo Régimen, el Estado absoluto habría vivido en Europa tres etapas: la de génesis y formación, desde los orígenes hasta la mitad del siglo XVI; la del absolutismo problematizado hasta mediados del XVII; y finalmente, el absolutismo maduro, durante la segunda mitad de esa centuria y todo el siglo XVIII, cuyo prototipo se ecnuentra en el apogeo centralista del Despotismo Ilustrado.
El Estado es una creación del monarca donde sobresale la preeminencia del príncipe.
Esa supremacía arranca de la interpretación del origen divino del poder real. Los reyes son vicarios de Dios para ejercer en el mundo su poder en la esfera temporal.
El monarca es quien está facultado para declarar la guerra y quien puede impartir justicia entre los súbditos sometidos a su autoridad. En esta preeminencia estriba la soberanía, siendo soberano aquel príncipe “que después de Dios no reconoce a nadie superior a sí mismo”, según la clásica afirmación de Bodino en el libro primero de La República.
El fin genérico del Estado es la consecución del bien común, lo que significa proteger la religión y la fe, hacer cumplir el derecho y mantener la paz. La defensa de lo religioso no sólo viene dada por el argumento doctrinal de que el poder y la misma existencia de la comunidad proceden de Dios, sino la ética cristiana.
Al estado corresponde gobernar con justicia y que el derecho sea respetado, por lo que el mismo monarca jura acatar las leyes y observar el ordenamiento jurídico de los reinos. El rey debe velar por la paz de la comunidad, tanto en la defensa ante posibles ataques, como haciendo unos de su derecho a declarar la guerra, que es así guerra justa.
La “razón de Estado”
La unidad, el fortalecimiento y la imposición del Estado constituyen una razón suprema, la razón de Estado, a la que se subordinan todas las demás. Ella se justifica por sí misma y debe informar el comportamiento del príncipe que quiera gobernar con fortuna.
Este es el mensaje político de Maquiavelo. Su tesis suscitó agudas controversias en el pensamiento político europeo.
El maquiavelismo propiamente dicho, como estrategia para lograr o conservar el poder a toda costa, fue objeto de permanentes censuras por los pensadores de los siglos XVI y XVII, e incluso en el XVIII.
El poder real y el acceso al trono
Doctrinas europeas sobre la Soberanía y absolutismo
La soberanía supone potestad absoluta y la inexistencia de cualquier poder superior.
¿Quiere ello decir que el monarca no está limitado por nada? ¿Siquiera por las leyes? La respuesta afirmativa a esta segunda cuestión conduce a la figura del “príncipe desvinculado de las leyes”, característica del absolutismo estricto. La Escuela jurídica española del siglo XVI, arbitró desde Vitoria una solución conciliadora entre el absolutismo monárquico y el propio imperio de la ley, defendiendo la necesidad de que el príncipe se sujete a ella a fin de que el poder no degenere en tiranía. Las razones que justifican tal interpretación fueron dos: pese a su supremacía, el monarca forma parte de la comunidad, por lo que la ley le vincula también a él; en segundo lugar, la ley es concreción de un orden superior que tiene a Dios como punto de referencia, y el monarca sí depende de eso que la ley refleja.
Sánchez Agesta ha destacado la diferenciación existente entre la potestad absoluta o extraordinaria, que desvincularía al monarca de las leyes en casos graves y la soberanía propiamente dicha, que supone esa desvinculación con carácter normal y permanente.
La soberanía entraña la potestad de gobernar, el poder declarar la guerra o asentar la paz, la potestad legislativa, la administración de justicia y la facultad o privilegio de dispensar del cumplimiento de las normas.
La sucesión en la Corona: la Ley Sálica y la Pragmática Sanción
Hasta el siglo XVIII la sucesión a la Corona se rigió por las normas de derecho castellano fijadas en las Partidas. Según ellas, la Corona se transmite a los descendientes legítimos del monarca difunto, prefiriéndose los varones a las hembras y los de mayor a menor edad. En defecto de descendientes, heredan los padres, y si éstos no viven entran en juego por línea colateral los hermanos del rey que ha fallecido. Se admite el derecho de representación, es decir, la transmisión a los descendientes del derecho al trono del heredero que muere sin reinar.
En 1713 las Cortes promulgan a instancias de Felipe V una ley, la llamada Ley Sálica que deroga el anterior régimen sucesorio. Ésta otorgó preferencia absoluta a la rama masculina, estableciendo un minucioso sistema sobre la base de los derechos de primogenitura y representación.
Tan complejo sistema no sirvió de nada y Felipe V fue el primero en incumplirlo. La Pragmática sanción no fue promulgada, habiendo de transcurrir casi medio siglo hasta que se publicara en 1830.
El poder y su ejercicio
Las limitaciones teóricas: tiranía y derecho de resistencia
El uso del poder es amplio pero no ilimitado. Los excesos y abusos pueden convertir al rey en tirano, justificándose así el derecho de resistencia a la opresión e incluso la posibilidad de dar muerte al déspota.
Tirano puede ser quien se hace con el poder sin justo título y logra imponerse por la fuerza. Pero apenas llega a hacerse real en la dinámica del Estado moderno. En éste es tirano quien ejerce el poder abusivamente.
El padre Mariana en su obra distingue dos tipos de leyes: unas, correspondientes a la competencia del monarca, quien en consecuencia puede alterarlas o revocarlas, y otras, que son fruto de la comunidad misma, no siendo así posible su mudanza sin el consentimiento de los súbditos. Si el rey vulnera éstas últimas, queda convertido en tirano.
Ante la opresión regia, los súbditos podían optar por tres tipos de soluciones. Algunos consideran que el déspota representa el castigo divino a los pecados del pueblo, procediendo en consecuencia la resignación. Otros patrocinan sencillamente incumplir lo que por torpe no debe ser cumplido, y a ser posible, apelar a algún tipo de instancia como al Papa. Por último, si la opresión resulta irremediable, ciertos autores defienden la legitimidad de la rebelión, e incluso, la de dar muerte al tirano. Ésta es justamente la tesis de Mariana. La publicación de la obra del párroco no produjo especial conmoción en la España de 1599. Durante el siglo XVII, sin embargo, fueron censurados varios de sus escritos. En algunos acontecimientos, como en la muerte de Enrique IV de Francia, se veía la sombra de los escritos de Mariana.
La oposición en la práctica: movimientos políticos y sociales
Comunidades y Germanías
El movimiento de las Comunidades de Castilla en 1520 fue resultado de muy diversas causas políticas y sociales. El agravio por la prepotencia de los personajes flamencos traídos por Carlos, llegó al extremo cuando con ocasión de la salida de España del monarca ese año, fue designado regente el extranjero Adriano de Utrecht. Además, Carlos V había sido elegido emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, con lo que los intereses imperiales se antepusieron a los propiamente castellanos, exigiéndose que Castilla financiara los cuantiosos gastos que esa política llevaba consigo.
En estas circunstancias se erige Toledo como portavoz del descontento y rechaza como extraño el título imperial y pide que si, pese a ello, el monarca se ausenta, la regencia se organice. Tras la partida de Carlos V se organiza la llamada Junta Santa, donde se radicalizan las posiciones. En 1520 la Junta es expulsada de Tardecillas por el ejército imperial. Al regresar Carlos V se consuman nuevas ejecuciones de otros comuneros presos, concluyendo la historia del levantamiento con un perdón casi general.
¿Qué significó la revolución de los comuneros y quiénes fueron ellos? Para la historiografía libera del siglo XIX, la guerra de las Comunidades fue un movimiento de los defensores de las libertades populares frente al absolutismo monárquico.
En sentido opuesto, Menéndez Pelayo juzgó a los comuneros como reaccionarios de espíritu medieval, que luchaban contra las ideas modernas y centralistas de su tiempo.
Tales opiniones han sido revisadas, de las que cabe asumir las siguientes líneas principales de interpretación:
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Lo que sucedió en Castilla en 1520 no fue una revuelta sino una auténtica revolución política. Resultó en todo caso prematura porque se intentó hacer con el poder una burguesía todavía débil.
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Desde un prisma social, las Comunidades agruparon a la burguesía mercantil y la nobleza, cuyos intereses eran complementarios por aprovecharse ambas del comercio lanero.
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Geográficamente, la revolución comunera representó el descontento del centro castellano frente a los territorios periféricos.
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Políticamente las Comunidades pretendieron limitar los poderes del monarca y de la aristocracia, en beneficio de las ciudades y de su representación en Cortes. Se trató de un intento de organizar el gobierno de las clases medias burguesas.
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La revolución se inicia desde una plataforma urbana, con motivaciones fiscales y nacionalistas, pero desemboca luego en un vasto movimiento antiseñorial.
En Valencia y Mallorca las Germanías son un movimiento contemporáneo del comunero. En Valencia la lucha de plantea entre los artesanos agermanados y las élites gremiales, y entre los campesinos oprimidos y la aristocracia terrateniente apoyada por los moriscos.
Las Germanías han merecido como las Comunidades un tratamiento historiográfico variable según los tiempos. Cabe preguntarse si hubo alguna relación de fondo entre comuneros y agermanados, o si en cambio se trató de dos movimientos inconexos y heterogéneos. En uno y otro caso, las clases urbanas provocaron la insurrección, pero los objetivos fueron bastante distintos: más políticos en los comuneros y más sociales en los agermanados.
Las rebeliones andaluzas
Las dos rebeliones andaluzas de las Alpujarras tuvieron en carácter racial y religioso. La primera se produjo a finales del XV, provocando la quiebra de la etapa de la tolerancia y el espíritu de concordia previsto en los acuerdos de capitulación de la ciudad.
En la segunda rebelión de 1568 se impuso a los moriscos el aprendizaje del castellano, prohibiéndoles hablar, leer o escribir en árabe, y obligándoles a abandonar su indumentaria y costumbres.
El decreto en sí mismo no constituía gran novedad, pero lo que resultó nuevo fue que se llevara a la práctica. Dos años transcurrieron hasta ser sofocada la insurrección en 1570, resolviéndose un problema cuyo término fue el decreto de expulsión.
La insurrección de Aragón
También en el reino de Felipe II acaece el alzamiento de Aragón, con un resentimiento anti-castellano en las clases dirigentes. El conflicto aragonés tuvo dos claves principales: la pretensión del monarca de nombrar un virrey foráneo, y las peripecias del secretario Antonio Pérez. En el primer caso, si bien los Fueros parecían exigir que el representante regio fuera natural del reino, Felipe II llevó a cabo ciertas consultas que le permitieron confiar en la legalidad de la designación de uno no aragonés. Tropezó con el rechazo de esas clases dirigentes que se convirtió en beligerante hostilidad cuando se supo el nombre del elegido: el marqués de Almenara, pariente de otro personaje reconocidamente hostil a la causa aragonesa.
Hacia 1590 Antonio Pérez, quien consigue huir de la prisión en Madrid para acogerse al derecho aragonés de manifestación, amparado por el poder legal del Justicia Mayor y no pudiendo Felipe II renunciar a perder el control del prófugo, se recurre a una estratagema: declarar hereje a Antonio Pérez, pudiendo así ser hecho prisionero por el tribunal de la Inquisición, cuya jurisdicción no reconocía trabas forales.
El traslado de Pérez a la cárcel inquisitorial originó un verdadero tumulto en el que la muchedumbre atacó el palacio de Almenara, invadiendo también la cárcel y rescatando al secretario. Ante esto el ejército penetró en Aragón y puso término al levantamiento.
Pérez logró huir a Francia, pero el Justicia Juan de Lanuza fue decapitado. Las Cortes de Tarazona de 1592 modificaron los Fueron, concediendo al rey mayores poderes en el gobierno del reino.
La rebelión en Cataluña
El año 1640 fue clave en la historia catalana, momento en el que crecieron las necesidades económicas y militares de la monarquía, poniéndose de manifiesto la inconveniencia e imposibilidad de que Castilla afrontara en solitario todas las cargas. La atención de los gobernantes se dirigió pues a Cataluña, minada entonces por los problemas del bandolerismo. Durante el reinado de Felipe IV entra en acción la política centralizadora de Olivares, quien en 1624 propone constituir la Unión de Armas, reservada al militar de 140.000 hombres a la que Cataluña habría de aportar 16.000, así como obtener en los años siguientes una mayor aportación financiera. Al celebrarse las Cortes de la Corona en 1626, las de Aragón y Valencia negaron las tropas pero acordaron aportar dinero. Las de Cataluña rehusaron cualquier tipo de colaboración. De esta forma, la desavenencia entre la Corona de Aragón y Castilla dio paso al enfrentamiento directo de Cataluña y el monarca.
La guerra con Francia llevó al Conde-Duque a instalar al ejército en Cataluña, lo que extremó las tensiones entre unas tropas consideradas extranjeras y la población civil.
Las revueltas campesinas fueron al comienzo de naturaleza antiseñorial; pero la nobleza catalana supo desviar esos objetivos y sumarse a la protesta.
La entrada en Barcelona de medio millar de segadores en 1640 dio pie a terribles incidentes, entre ellos, la muerte del virrey. Los amotinados abrieron el primer capítulo de una guerra separatista (llamada guerra dels segadors) que duraría hasta 1652.
Cataluña intentó constituirse en república independiente, pero la presión castellana obligó a los catalanes a requerir la protección de Francia, cuyo monarca se convirtió en conde de Barcelona. La sustitución de Felipe IV por Luis XIII no sólo no resolvió el problema catalán, sino que las quedas que habían sido frecuentes ante Madrid, arreciaron ante París al verse Cataluña explotada por el ejército y los comerciantes galos.
La ayuda francesa fue escasa y ello facilitó la recuperación de Cataluña por Felipe IV, quien concedió una amnistía general y prometió respetar sus fueros y constituciones.
Disturbios en la España ilustrada: el Motín de Esquilache
La principal revuelta popular del siglo XVIII tuvo como justificación formal el rechazo a una real orden que prohibía usar capa larga, sombrero redondo y embozo a los empleados de los servicios y oficinas palaciegas. Las manifestaciones exigieron la destitución del ministro Esquilache. Carlos III cesó al ministro y, restablecida la paz, el monarca quedó consternado. Ningún acontecimiento afligió más a Carlos III que haber tenido que ceder ante el “populacho amotinado”.
¿Fueron capaces por sí mismas esas medidas legales sobre la indumentaria de provocar tan graves resultados? Indudablemente no. Rodríguez Casado ha desechado así que aquello fuera un motín espontáneo, para explicar los acontecimientos en base a la conjura de los perjudicados por la política reformista del gobierno, es decir, de eclesiásticos y nobles, con la plebe como elemento de choque. En el motín de Esquilache se dieron múltiples factores: el apego a formas tradicionales de indumentaria; la repulsa en provincias hacia los excesos del poder municipal u la oposición de los estamentos sociales privilegiados, adoptando así el motín un tono ciertamente revolucionario.
Los grupos políticos y sus intereses
Siglos XVI y XVII
En la España de Carlos V la lucha se planteó en principio entre el grupo flamenco y sus protegidos, por un lado, y los españoles, por el otro. Apartados los flamencos, la secuela de la guerra de las Comunidades, los desajustes financieros, la presencia agobiante de los flamencos y el afianzamiento de la Inquisición, desencadenaron un sentimiento de malestar político.
En el reinado de Felipe II se enfrentan dos principales grupos políticos, liderados por el Duque de Alba y por el Príncipe de Eboli, que tratan de acaparar el favor regio y de colocar a los suyos en los múltiples cardos de una administración cada vez más tupida.
Ambos sectores políticos colisionan en el problema aragonés, donde Alba preconiza el uso del ejército y el marqués de los Vélez defiende el respeto a los fueros; y sobre todo, en la espinosa cuestión de Flandes.
Al margen de esos grupos se percibe entonces la pugna de los secretarios de Estado y de los secretarios privados del monarca. Estas gentes colocan a sus hijos y parientes en las oficinas reales.
En la España del XVII la lucha por el poder es la lucha por convertirse en privado o valido del monarca. La pugna política, una vez logrado el poder, se traduce en la estrategia de defenderlo ante los sectores que lo ambicionan.
Siglo XVIII
En la etapa de Felipe V la confrontación política se plantea entre el sector oficialista francés y aquel encabezado por la princesa de los Ursinos. Al consolidarse el sistema surgirá la opción de la política internacional.
Con Fernando VI la lucha por el poder se ciñe a la que protagonizarán dos poderosos ministros, Ensenada y Carvajal, y sus respectivos partidarios.
La procedencia de Carlos III facilitó en la primera parte de su reinado la formación de un influyente núcleo italiano. Durante la década 1766-1776 la lucha política se centra entre los golillas y el partido aragonés, es decir, entre los que han sido calificados de partidos “filosófico” y “militar”.
En los últimos años del XVIII las fuerzas tienen un signo u otro según su actitud respecto a los revolucionarios franceses.
Poder real y poder señorial
Cabría suponer que la consolidación del Estado absoluto llevó consigo el término y fin de aquel poder señorial que durante la Edad Media se había alzado frente al de los reyes. Los Reyes Católicos no sólo no toleraron el establecimiento de nuevos señoríos, sino que además disminuyeron y debilitaron los entonces existentes. Tal interpretación peca de elemental. La realidad muestra la supervivencia de los señoríos y plantea el problema de las relaciones entre el poder real y el señorial.
En los dos siglos de la monarquía de los Austrias, las prácticas enajenatorias reportaban un alivio al agobio económico de los reyes. Los monarcas obtuvieron permiso de los Papas para vender pueblos pertenecientes a las Ordenes Militares y a la Iglesia, a cambio de una indemnización mediante juros. Ello dio origen a nuevos señoríos, con titulares más predispuestos a obtener un fruto rentable de aquello que habían comprado.
El iniciarse el siglo XVII, los terceras partes de las villas castellanas eran de señorío eclesiástico y secular. En algunas circunscripciones el señor era un mero propietario de las tierras sin facultades jurisdiccionales. En otras, el titular era a la vez señor jurisdiccional y propietario. El poder de los señores fue especialmente fuerte en Aragón y Valencia.
En el siglo XVIII se produjo el ocaso del régimen señorial. No se crearon más señoríos y se redujeron los existentes a través de una Junta de Incorporación, creada por Felipe V para rescatar las rentas y propiedades de la Corona.
Si el régimen señorial persistió bajo la monarquía del Antiguo Régimen, ¿cómo se concilió el poder de los señores con el absolutismo del Estado moderno? Tal pregunta ha sido respondida de tres formas distintas:
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La pujanza del poder señorial imposibilitó la existencia del Estado propiamente dicho.
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La consolidación de la monarquía absoluta no fue incompatible con el auge del poder nobiliario sino congruente con él, porque lo que aquélla hizo fue garantizar políticamente la hegemonía social y económica de la nobleza. Persistió así en la Edad Moderna un régimen feudal u la monarquía se alió con él, resultando en consecuencia una especie de feudalismo centralizado.
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Existió un Estado absoluto, sin que la perduración de los señoríos desvirtuara su naturaleza.
En 1983 González Alonso ensayó una revisión global del problema, aportando juicios más que razonables. Frente a la hipotética incompatibilidad del Estado con el régimen señorial, observa que difícilmente cabe plantear relaciones contradictorias entre ambos cuando uno de ellos (el Estado) no existe si se da el otro (los señoríos), con lo que la tesis de Clavero no podría ser valorada como una respuesta al problema sino como la negación del problema. Discrepando asimismo de quienes creen en una especie de feudalismo centralizado, Gonzáles Alonso pone de relieve que las facultades jurisdiccionales, gubernativas y fiscales de los señores no entrañaron disfrute de soberanía alguna.
La delegación del poder regio: Privados y Validos
Que el monarca conceda a determinadas personas cierta confianza y delegue en ellas parte del poder, fue un fenómeno ya advertido en la Edad Media, que cierra la historia del Antiguo Régimen. En el siglo XVII cobra perfiles institucionales y es objeto de justificación por los teóricos de la política. Felipe III, Felipe IV y Carlos II gobiernan a través de un personaje: el privado o valido, que más tarde será el primer ministro.
¿Cuál es la razón de esta entrega del poder y cuándo y por qué los validos son reemplazados? Francisco Tomás y Valiente interpreta este fenómeno del valimiento, al cual ve marcado por dos características: por un lado, destaca la amistad íntima de éste con el monarca y, por otra, la intervención directa del valido en el gobierno de la monarquía.
Durante el reinado de Felipe III destacaron validos como los duques de Lerma y Uceda, mientras que durante el reinado de Felipe IV es remarcable el papel de validos como Baltasar de Zúñiga o el Conde-Duque de Olivares. Por último, bajo la corona de Carlos II destacó el papel del valido Nithard.
Cabe finalmente preguntarse cómo fue visto por los teóricos políticos el régimen de valimiento, es decir, el valimiento como institución en sí misma. Según cabría esperar, unos estuvieron a favor y otros en contra. Pero la mayoría de aquellos autores la consideraron una institución necesaria. El valimiento anticipa históricamente las monarquías constitucionales: el principio de que el rey reina pero no gobierna. Reinan
Felipe III, Felipe IV y Carlos II. Casi siempre gobiernan los validos.
Las Cortes
El declive de las asambleas representativas en Europa
Las Cortes bajo los Austrias; Castilla, Aragón y Navarra. Congresos de ciudades en Indias
Castilla
Función primordial de las Cortes fue la concesión de ayudas económicas y tributos demandados por el rey. Con este motivo tuvo lugar la gran quiebra institucional de la asamblea castellana, al negarse en 1538 los nobles en las Cortes de Toledo a conceder la sisa en los impuestos sobre el consumo. Desde entonces ellos y los eclesiásticos abandonan la cámara parlamentaria, que contará sólo con los representantes de las ciudades.
Las primeras ausencias se hicieron cada vez más y más frecuentes por las guerras, epidemias, carencia de seguridad y no penalización de las faltas. García-Gallo destacó a su vez que nobles y eclesiásticos dejaron de asistir porque las Cortes se centraron fundamentalmente en la aprobación de unos servicios económicos, que a ellos, como clases privilegiadas, no les interesaban por estar exentos de su pago. Pérez-Prendes ha atribuido el abandono a la pérdida creciente de poder político. Otros autores, ponen el acento en la irritación de Carlos V por lo sucedido en 1538.
Sólo dieciocho ciudades privilegiadas disfrutaron en principio del coto en Cortes. La representación fue desproporcionada a favor de la zona central en detrimento de la periferia. Amplias regiones carecieron de voto. Tras una tónica preliminar de desinterés, al iniciarse el siglo XVII ciertas ciudades hacen lo posible por incorporarse. ¿Cuál fue la razón de esa apetencia tardía? La misma que iba a originar la ruina de la institución parlamentaria. El cargo de procurador se había vuelto apetecible y lucrativo: los reyes otorgaban ayudas, costas, mercedes, hábitos de Ordenes y, sobre todo, un suculento 1,5% de los servicios económicos que ellos mismo votaban.
Pérdida pues de autoridad moral. Los componentes de las Cortes de Castilla conformaron así una cámara reducida en número; débil en poder y sin siquiera el aliento político de representar al pueblo en cuyo nombre hablaban. Eran, en realidad, portavoces de unas minorías. No obstante, las Cortes de Castilla no dejaron de enfrentarse en ocasiones a exigencias inmoderadas de los monarcas.
Corona de Aragón
Las Cortes de la Corona de Aragón conservan por lo general la presencia de la nobleza y el clero, y fueron asambleas más nutridas debido a que contaban con la representación de muchas pequeñas ciudades. Por éstas razones y por su propia mecánica institucional, a la hora de exigir la reparación de agravios y votar los servicios, resultaron mucho menos manejables para el absolutismo regio, e incluso en ocasiones opusieron frontal resistencia a los designios del monarca. A finales del siglo XV a la pugna de las Cortes Catalanas con Felipe IV se percibe una línea constante de autonomía, insumisión y fortaleza.
Las asambleas de la Corona se reunieron de dos formas. O bien por separado las de Aragón, Cataluña y Valencia, o en convocatorias generales a las que concurrían por tres parlamentos, aunque formalmente los procuradores se agruparan en razón del territorio de procedencia.
Navarra
La anexión a Castilla en 1512 supuso que Navarra quedara sin rey propio, pero fortaleció en cambio la entidad de las Cortes. Las asambleas navarras estuvieron compuestas por los tres brazos: el eclesiástico, el nobiliario y el popular. En nombre del monarca, el virrey convoca a la cámara y disfruta de plenos poderes. Esa discrecionalidad del virrey fue legalmente reconocida en las Cortes de 1561 y defendida en el siglo XVIII.
Objetivo prioritario de las Cortes fue la reparación de agravios y contrafueros, quedando subordinada a ella la concesión del servicio. El agobio centralista del XVIII ahogó su autonomía y vigor.
Los Congresos de Ciudades en Indias
En Indias no hubo Cortes y sus habitantes tampoco estuvieron representados en las de Castilla. Sí existieron en cambio, en los primeros años del siglo XVI, diversas juntas de ciudades a las que concurrían las más importantes de cada región.
Las ciudades y villas de Nueva España podían reunirse Congresos, siempre bajo previa autorización del monarca. No parece que tales reuniones llegaran a institucionalizarse ni que tuvieran lugar con el preceptivo permiso regio. Sí debieron ser frecuentes, en cambio, otras juntas de vecinos y apoderados de importantes poblaciones, con el objeto de solicitar la revocación de disposiciones promulgadas en la metrópoli y que esas ciudades consideraban inadecuadas.
Las Cortes en el siglo XVIII
Al suprimir los Decretos de Nueva Planta la organización jurídico pública de la Corona de Aragón, las Cortes de Cataluña, Aragón y Valencia quedaron extinguidas y sus procuradores se incorporaron a las de Castilla.
Las nuevas Cortes sólo se congregaron cinco veces en una de ellas, en 1709, se puso de manifiesto lo que resultaría claro en las siguientes: no se trataba de unas Cortes mixtas o de carácter integrador, sino de las Cortes de Castilla con el aditamento de algunos procuradores de la periferia rebelde y vencida. Además, todas las Cortes tenían lugar en Madrid.
Las Cortes del Setecientos no plantean reparación de agravios y su competencia se limita a las cuestiones relativas a la designación del monarca y a una concesión de servicios que también puede obtenerse al margen de ellas. Son atribuciones meramente formales, pues la sumisión al poder regio era absoluta.
La Diputación de Cortes: las nuevas Diputaciones
Castilla
Nace en 1525 y su historia atraviesa tres etapas principales. La primera, durante el siglo XVI, en que el organismo administra las rentas. La segunda, a lo largo del XVII, en que a esas funciones hay que sumar la gestión del servicio de millones.
Tomás y Valiente señala los siguientes rasgos de la Diputación:
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La Diputación de Castilla no sólo se ciñó casi en exclusiva a los temas fiscales, sino que además, sus componentes actuaron con codicia y en provecho partidista de unos pocos.
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Careció de libertad respecto a las Cortes y fue objeto del control de los monarcas.
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Al no ser eficiente perdió la oportunidad de consolidarse como institución fiscal
Navarra
La Diputación como órgano colegial y con una duración permanente surge en 1576, compuesta por cinco miembros que luego se convertirían en siete. Estos diputados eran elegidos por cada uno de los tres brazos. La presidencia no aparece vinculada a ninguna persona o cargo en especial, sino que recae en el diputado de mayor rango.
A diferencia de Castilla, la Diputación constituye en Navarra un organismo capital de la vida del reino, con importantes y muy variadas competencias que pueden ser sistematizadas de la siguiente forma:
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Defensa del derecho. La Diputación vela por la integridad del ordenamiento jurídico navarro y solicita del monarca la reparación de los agravios.
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Además, cualquier disposición regia, antes de ser ejecutada, debe obtener el visto bueno de las autoridades navarras a través del pase foral.
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Cuestiones económicas. La Diputación actúa básicamente en la recaudación y reparto de impuestos y servicios, pero interviene también en otras cuestiones económicas como el apeo, o exacción de tributos domésticos, régimen aduanero, acuñación de moneda, comercio e industria, abono de sueldos y libranzas.
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Defensa militar; relaciones exteriores y educación. La Diputación adquiere protagonismo en las relaciones con Francia y Roma y con los restantes territorios peninsulares próximos. La institución auspicia los centros docentes del reino, y defiende los derechos de los colegiales navarros en las universidades de Castilla.