El concurso de acreedores

Tutela del crédito en caso de insolvencia del deudor común: el concurso de acreedores

Cuando el deudor puede cumplir de forma regular las obligaciones contraídas, la tutela de los acreedores encuentra suficiente seguridad en las normas legales generales. Cada uno de los acreedores tiene como garantía todos los bienes presentes y futuros del deudor (art. 1911 CC) y entre las medidas de tutela de su derecho de crédito cuenta, aunque de forma subsidiaria, con la posibilidad de ejercicio de la acción revocatoria de los actos realizados por el deudor en fraude de acreedores (art. 1111 CC). Además, quienes dispongan del correspondiente título ejecutivo pueden iniciar la ejecución individual y aislada de los créditos y el embargo de bienes de ese deudor por valor suficiente para cubrir el importe de los créditos. Cuando, por el contrario, el deudor no puede cumplir regularmente las obligaciones a medida que devienen exigibles, ese Derecho general se sustituye por un Derecho excepcional en el que el interés colectivo prima sobre los singulares intereses de los acreedores.

Mientras que, si el deudor es solvente, no existe inconveniente alguno en que cada acreedor ejercite individualmente el derecho de crédito, en caso de insolvencia ese ejercicio individual tiene o puede tener un efecto negativo si existe pluralidad de acreedores: el de que tan sólo obtengan satisfacción aquellos acreedores que primero ejecuten o embarguen. Si la situación del deudor común es la de insuficiencia patrimonial, por ser el pasivo exigible superior al activo realizable -como acontece normalmente en caso de insolvencia-, la plena satisfacción de los acreedores más diligentes en el ejercicio de acciones ejecutivas supondrá inexorablemente la insatisfacción de aquellos que, por una u otra causa, demoren ese ejercicio. Pero esa misma consecuencia se puede producir también en situación de mera iliquidez -es decir, en aquellos casos en los que la imposibilidad de pagar no deriva de la situación de insuficiencia patrimonial, sino de dificultades de tesorería-, por cuanto que las ejecuciones individuales suelen producir la desorganización del patrimonio del deudor y afectar a la capacidad productiva de éste, de modo tal que los acreedores posteriores tendrán grandes dificultades para obtener satisfacción. De ahí que, en los casos de insolvencia, exista o no insuficiencia patrimonial, la experiencia jurídica aconseje establecer mecanismos jurídicos para eliminar o, al menos, paliar ese posible efecto negativo, de manera que la satisfacción individual por razón del tiempo en el ejercicio de los derechos de crédito -o, más exactamente, por razón de la prioridad en el tiempo del embargo (prior tempore potior iure)- se sustituya por la satisfacción colectiva, en la que, bajo la tutela de la autoridad judicial, los créditos de cada uno de los acreedores se identifiquen convenientemente, con cuantificación del pasivo que representen, se clasifiquen conforme a criterios legales de preferencia y se satisfagan los comunes u ordinarios con arreglo al principio de paridad de trato o de comunidad de pérdidas (par condicio creditorum). En el Derecho español vigente, la institución a través de la cual se articula ese postulado esencial de la tutela del crédito en caso de insolvencia del deudor común es el concurso de acreedores, que está regulado por la Ley 22/2003, de 9 de julio.

El concurso de acreedores se explica por razones de justicia . Al más elemental sentido de justicia repugna, en efecto, que, en caso de insolvencia, unos acreedores obtengan íntegra satisfacción y otros de la misma clase o categoría pierdan la posibilidad de cobrar siquiera parte de sus créditos. La aplicación de las normas legales generales significaría la satisfacción de los acreedores con mejor preparación o con mayor información -los acreedores profesionales, especializados en la concesión y en la recuperación de créditos, o los acreedores más cercanos al deudor (familiares o amigos, sociedades pertenecientes al mismo grupo)- en detrimento de los demás acreedores.

Pero el Derecho concursal se basa también en la eficiencia, de modo que trata de conseguir el mayor grado posible de satisfacción de los acreedores ordinarios. Así se explica, de modo especial, que el concurso de acreedores posibilite la rescisión de los actos perjudiciales para los acreedores realizados por el deudor dentro de los dos años anteriores a la declaración de concurso, aunque no hubieran tenido intención fraudulenta (art. 71.1 LC), o que, en caso de calificación culpable del concurso de acreedores, pueda también reintegrarse el patrimonio del deudor con condenas pecuniarias a quienes causaran o agravaran la insolvencia (art. 172 LC).

Evolución histórica de los procedimientos concursales

En la evolución histórica del tratamiento de la insolvencia del deudor común es posible distinguir un doble conjunto institucional, que, aunque nacido en épocas distintas, se desarrolla paralelamente a partir de la Baja Edad Media.

A) En primer lugar, la cesión de bienes, que propiamente arranca del Derecho romano clásico.

Prescindiendo de otros antecedentes (como la missio in possessionem del acreedor y la posterior bonorum venditio de los bienes del deudor, con reparto entre todos los acreedores del precio obtenido en esa venta, que comportaba la infamia ), en el Derecho clásico - Lex Iulia , del año 17 a.C.-, mediante la cessio bonorum, el deudor podía presentarse ante el magistrado y declarar solemnemente que ponía sus bienes a disposición de los acreedores, haciéndoles cesión de la posesión de ellos, con facultad de enajenación en bloque a cargo de un magister, en pública subasta, para hacerse pago, sin que esta cesión comportara la nota de infamia. A esta posibilidad un senadoconsulto de la época posclásica añadió la distractio bonorum, en la que los bienes pasaban a posesión de un curator , el cual procedía a la enajenación individual, y no en bloque, sin necesidad de pública subasta.

En el Derecho justinianeo, al lado de la cesión de bienes aparecen también -por influjo del cristianismo- las «moratorias», que no son sino «esperas» concedidas en ciertas circunstancias al deudor común de buena fe para, con una pequeña dilación, poder hacer frente a las obligaciones contraídas.

La cesión de bienes por parte del deudor insolvente se conserva en Las Partidas (que la denominan «desamparo de bienes»), y también se conservan las moratorias. Una y otras continúan utilizándose durante la Edad Moderna. Precisamente el Labyrinthus creditorum del regalista Salgado de Somoza (1646) -que es la primera obra científica de Derecho concursal que se publica en Europa- se ocupa de un complejo procedimiento de cesión de bienes.

En el siglo XIX, la cesión de bienes («en pago de» las deudas) se regula, aunque someramente, en el CC (arts. 1175 y 1913) y en la LEC de 1881; y lo mismo sucede con las antiguas moratorias, que, enriquecidas con la posibilidad de una quita o rebaja del nominal de los créditos, pasan a denominarse «beneficio de quita y espera» (arts. 1912 CC y 1130 y ss. LEC).

B) Junto con estas instituciones generales -de muy frecuente utilización en la práctica-, en la Baja Edad Media nace en el Derecho estatutario italiano, específicamente para los comerciantes, la quiebra (porque, en caso de insolvencia -que se solía manifestar en la fuga del deudor-, la mesa o el puesto del comerciante se quebraba o rompía: de ahí también «bancarrota»). La quiebra (llamada, en ocasiones, decoctio y fallimento, del verbo latino fallere, que significa «engañar», «ocultarse») es un procedimiento privado (es decir, con nula o muy escasa intervención de los jueces, que son, además, jueces mercantiles) en el que los propios acreedores proceden a la ocupación de los bienes del deudor, designan a unos representantes para que los administren y enajenen -los síndicos-, y con el producto obtenido se satisfacen con arreglo al principio de la par conditio. Los únicos acreedores privilegiados eran la mujer, por la dote, y el Estado, por los tributos que hubiera impagado el deudor. Por el hecho de quebrar, se presume que el comerciante ha actuado de mala fe -decoctor ergo fraudator-, por lo que, si se le da alcance, ingresa en prisión o se le somete a rigurosas penas personales (algunas muy infamantes).

Desde Italia, la quiebra se extiende por el resto de Europa. En la península ibérica, primero por los territorios de la Corona de Aragón -en Cataluña una Ley de las Cortes de 1299 se refiere ya a los comerciantes y banqueros abatuts - y después por los de la Corona de Castilla. En la Edad Moderna, la quiebra es un procedimiento profusamente utilizado en España y en las Indias. El ovetense Juan de Hevia Bolaños, en el Laberinto del Comercio terrestre y marítimo , de 1613, ofrece ya una exposición sistemática de este procedimiento concursal, que en el siglo XVIII regulan minuciosamente las Ordenanzas de Bilbao de 1737.

En esta época, la quiebra comienza a adquirir elementos de carácter público como consecuencia de la creciente intervención del juez; se incrementa poco a poco el número de los privilegios -fenómeno igualmente apreciable en el concurso-; se dulcifican los efectos sobre la persona del deudor, y comienza a admitirse que pueda finalizar por un convenio o concordato del deudor con los acreedores ordinarios. Al mismo tiempo -y también al igual que el deudor civil-, los comerciantes de buena fe pueden obtener moratorias, en ciertas condiciones, sean las concedidas con carácter general por el Rey (ej. como consecuencia del retraso de la llegada de la flota de Indias), sean las concedidas con carácter individual por los tribunales de comercio.

En el Código de Comercio de 1829 la quiebra es el único procedimiento predispuesto para las situaciones de crisis económica del comerciante. En este Código, sin embargo, aparece por primera vez, como una clase de quiebra, la suspensión de pagos, que no es sino una moratoria que puede solicitar el comerciante que manifiesta «bienes suficientes para cubrir todas sus deudas» (art. 1003).

A lo largo del siglo XIX, la suspensión de pagos se convertirá en un procedimiento autónomo, distinto de la quiebra. Esta emancipación se produce, primero, en la legislación especial sobre suspensiones de pagos y quiebras de compañías de ferrocarriles y concesionarias de obras públicas, para esta clase de sociedades; y, después, con el Código de 1885, para todos los comerciantes y sociedades mercantiles.

En el segundo Código de Comercio español coexisten, pues, dos procedimientos distintos: la quiebra, para el deudor mercantil insolvente, y la suspensión de pagos, para el deudor mercantil en situación de mera iliquidez. Pero esta diferencia institucional se rompe con la Ley de Suspensión de Pagos de 1922 -dictada, bajo una aparente generalidad, para tratar de evitar la quiebra del «Banco de Barcelona, SA», entonces en suspensión de pagos-, que permite tramitar a través de este «expediente», auténticas y definitivas situaciones de insuficiencia patrimonial.

Estos cuatro procedimientos -los dos civiles y los dos mercantiles- se funden o concentran en un procedimiento unitario, el concurso de acreedores, en la Ley Concursal de 2003, resultado de un largo -y complejo- proceso de reforma cuyos hitos principales fueron el Anteproyecto de Ley Concursal de 1959, redactado por el Instituto de Estudios Políticos, frustrado por el conflicto de concepciones básicas planteado por la quiebra de la «Barcelona Traction»; el Anteproyecto de Ley Concursal de 1983, redactado por la Sección de Derecho Mercantil de la Comisión General de Codificación; la Propuesta de Anteproyecto de Ley Concursal de 1995, redactada por el Profesor A. Rojo por encargo de dicha Sección; y, en fin, el Anteproyecto de Ley Concursal del año 2000, redactado por una Sección especial de dicha Comisión, bajo la presidencia del Profesor M. Olivencia. Esta Ley, a pesar de su corta vida, ha sido objeto de múltiples reformas que, en ocasiones, han alterado sustancialmente los postulados de los que partía (el Real Decreto-Ley 3/2009, de 27 de marzo, de reformas urgentes en materia tributaria, financiera y concursal, la Ley 38/2011, de 10 de octubre, de reforma de la Ley Concursal. la Ley 14/2013, de 27 de septiembre, de apoyo a los emprendedores y su internacionalización. la Ley 17/2014, de 30 de septiembre, por la que se adoptan medidas urgentes en materia de refinanciación y reestructuración de deuda empresarial -que procede del Real Decreto-Ley 4/2014, de 7 de marzo-, la Ley 9/2015, de 25 de mayo, de medidas urgentes en materia concursal - que procede del Real Decreto-Ley 11/2014, de 5 de septiembre-, y la Ley 25/2015, de 28 de julio, de 91mecanismo de segunda oportunidad, reducción de la carga financiera y otras medidas de orden social -que procede del Real Decreto-Ley 1/2015, de 27 de febrero-).

Ahora bien, en ese proceso de concentración de procedimientos que consagra la LC, se limita la cesión de bienes como posible solución del unitario concurso de acreedores, rompiéndose así, sin suficiente justificación, una tradición plurisecular. La LC prohíbe expresamente que el convenio conlleve la liquidación total del patrimonio del concursado para satisfacción de sus deudas.

Asimismo, establece que solo podrá incluirse la cesión en pago de bienes o derechos a los acreedores cuando los bienes o derechos cedidos no resulten necesarios para la continuación de la actividad profesional o empresarial y siempre que el valor razonable de tales bienes sea igual o inferior al crédito que se extingue, ya que si fuese superior, la diferencia deberá integrarse en la masa activa (art. 100.3 LC). No obstante, será posible que el juez autorice la cesión en pago o para el pago de los bienes afectos a privilegio especial, en los términos legalmente establecidos (art. 155.4 LC).

Por otro lado, pese a la unificación subjetiva de la legislación concursal, la propia LC y la práctica consiguiente ponen de manifiesto que el deudor subyacente es el empresario de ciertas dimensiones. El concurso de acreedores no es en la mayoría de las ocasiones un procedimiento adecuado para tramitar las situaciones de insolvencia del comerciante o las situaciones de sobreendeudamiento en las que puedan encontrarse quienes no ejerciten una actividad profesional ni empresarial. De ahí que, con las reformas concursales posteriores, se hayan introducido en la propia normativa concursal disposiciones especiales para la insolvencia de las personas físicas, que ponen en tela de juicio el principio de unidad de disciplina contenido en la EM de la LC.

Funciones del concurso de acreedores

En el Derecho español vigente, la función primaria del concurso de acreedores es la denominada función solutoria: el concurso tiene como finalidad satisfacer a los acreedores del deudor insolvente del modo más eficiente posible, sea mediante un convenio -un acuerdo entre el deudor concursado y la colectividad de acreedores-, sea mediante la liquidación de bienes y derechos del deudor y el pago a los acreedores con el líquido obtenido. Esa satisfacción tiene carácter procesal -en el sentido de que se intenta conseguir a través de un procedimiento judicial- y tiene, además, carácter colectivo, por cuanto que, frente a la acción individual -y egoísta- de los singulares acreedores, el concurso trata de armonizar los intereses contrapuestos de los titulares de los créditos. Los bienes y derechos - presentes y futuros- de contenido patrimonial que sean titularidad del deudor común -la denominada masa activa - quedan afectos a esa satisfacción de los acreedores concursales -o masa pasiva -, previo reconocimiento y clasificación de cada uno de los créditos. La consecución de esta finalidad solutoria exige la adopción de medidas excepcionales, como son la prohibición de iniciar ejecuciones singulares contra el patrimonio del deudor común y la paralización de las que se hallasen en tramitación (arts. 55 a 57 LC), así como la posibilidad de rescindir los actos perjudiciales para la masa activa realizados dentro de los dos años anteriores a la declaración de concurso (art. 71 LC).

El concurso de acreedores es también el instrumento legislativamente dispuesto para decidir si las empresas insolventes pueden ser conservadas, mediante la oportuna reorganización o incluso transmitiéndolas a terceros, o si han de ser expulsadas del mercado, por haber demostrado su ineficiencia. En este sentido, en el Derecho español, la función solutoria se quiere cohonestar con la continuación del ejercicio de la actividad profesional o empresarial que viniera ejerciendo el deudor (art. 44.1 LC). Pero la LC tiene muy claro que esa continuidad en modo alguno puede suponer la disminución de la masa con la que satisfacer a los acreedores; y de ahí que el juez, a solicitud de la administración concursal, pueda acordar el cierre de la totalidad de las oficinas, establecimientos o explotaciones de que fuera titular el deudor (art. 44.4-I LC) y deba hacerlo siempre que sean deficitarias. Entre el «interés del concurso» entendido esencialmente como interés de la colectividad de los acreedores, y el «interés del deudor» a la continuidad de la actividad, la Ley, sin vacilación, prima al primero, y ello aunque el cese de esa actividad y el cierre de esas oficinas, de esos establecimientos o de esas explotaciones traiga consigo la extinción colectiva de las relaciones laborales con los trabajadores (art. 44.4-II LC).

Precisamente por la primacía de la función solutoria, la LC evita que el concurso de acreedores prosiga, una vez declarado, cuando esa satisfacción devenga imposible, ordenando al juez que dicte auto de conclusión del procedimiento por insuficiencia de la masa activa para satisfacer el coste del procedimiento (los denominados créditos contra la masa), salvo que puedan iniciarse o estén tramitándose demandas de reintegración de la masa activa o de exigencia de responsabilidad de terceros o que se esté tramitando la sección de calificación (arts. 176.1-3 a y 176 bis), ya que en esos casos todavía subsiste la posibilidad de que los acreedores puedan obtener alguna satisfacción.

El concurso de acreedores cumple, en fin, una función de represión del deudor persona natural o de los administradores, liquidadores y apoderados generales del deudor persona jurídica cuya conducta, positiva o negativa, hubiere generado o agravado el estado de insolvencia. No sólo el Derecho penal, con la tipificación de las insolvencias punibles, reprime conductas relacionadas con la causación o el agravamiento de la insolvencia que considera dignas de reproche (arts. 259 y ss. CP), sino que el Derecho concursal utiliza elementos de represión. Esta función secundaria de represión (civil, y no penal) se materializa en la formación y tramitación de la denominada «sección de calificación» -o «sección sexta» (art. 183.6 LC)-, que finaliza necesariamente con la sentencia de calificación, en la que el concurso se califica como «fortuito» o como «culpable» (art. 172.1 LC). La función represora tiene carácter especial en la medida en que deja de operar cuando se apruebe un convenio en el que se establezca, para todos los acreedores o para los de una o varias clases -entendiendo por tales las clases de acreedores privilegiados establecidas en el art. 94.2- una quita inferior a un tercio del importe de sus créditos o una espera inferior a tres años, salvo que el convenio resulte incumplido (art. 167.1-II LC). Esa excepción conecta con la función solutoria del concurso, en la medida en que constituye un incentivo para que los deudores insolventes insten el concurso de acreedores tempestivamente, es decir, cuando sean razonables las posibilidades de satisfacción de los acreedores en un grado aceptable y sean también mayores las posibilidades de conservación de la empresa.

La efectividad de esta función de represión es, pues, eventual . En primer lugar, porque pueden existir concursos real y efectivamente «culpables» (esto es, concursos en los que la insolvencia haya sido causada con dolo o culpa grave por el deudor) que, sin embargo, no den lugar a la formación de esa sección; y, en segundo lugar, porque, aun cuando exista culpa en la causación o generación de la insolvencia o culpa en el agravamiento de esa insolvencia, puede suceder que dicha culpa no sea «grave», sino «media» o «leve», y sólo el dolo o el grado mayor de la culpa son tenidos en cuenta por la LC a los efectos de la calificación.

En ciertos casos, sin embargo, la función de represión puede cumplir simultáneamente una función solutoria, e incluso favorecer la conservación de la empresa mediante su transmisión a un tercero. Así sucede cuando la sección sexta se forme como consecuencia de la apertura de la fase de liquidación y el concurso sea calificado como culpable, ya que en esos casos -y sólo en ellos- el juez tiene la facultad de condenar tanto a los administradores, liquidadores y apoderados generales de la persona jurídica deudora que con su conducta hayan causado o agravado la insolvencia cuanto a los propios socios de la compañía que, concurriendo determinadas circunstancias, se hubieran negado sin causa razonable a una capitalización de créditos o una emisión de valores o instrumentos convertibles, frustrando la consecución de un acuerdo de refinanciación, a la cobertura, total o parcial, del déficit patrimonial (art. 172 bis LC). En esos supuestos, la función secundaria coadyuva a la función primaria del concurso de acreedores: a la vez que reprime la conducta de quien o de quienes han generado o agravado la insolvencia interviniendo dolo o culpa grave, la calificación permite aumentar el «grado de satisfacción» de los acreedores concursales. Cuando simultáneamente el tribunal penal haya 93condenado a esos sujetos o a algunos de ellos como autores de un delito de insolvencia punible, se pueden plantear problemas de coordinación entre los efectos de esta condena a la cobertura total o parcial del déficit impuesta por el juez de lo mercantil y los correspondientes a la responsabilidad civil derivada del delito.

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